Inventario secreto de La Habana

...Quizá sea ya el momento de contar la historia de la ceiba maldita y del jardinero del Capitolio. Aunque nunca hasta ahora lo había hecho, debo reconocer que la he tenido siempre presente, como esas profecías que se callan por temor a que se cumplan. Tiene que ver con los paseos semanales en los que acompañaba a mi madre y a mis tías por la calle Monte. El paseo comenzaba en Belascoaín, en la famosa esquina de Cuatro Caminos. En aquel tiempo, cuarenta o cuarenta y tantos años atrás, Monte me daba la impresión de una calle cosmopolita, limpia y divertida. Los escaparates de las tiendas, pensaba yo, nada tenían que envidiar a los escaparates de las grandes ciudades. Y recuerdo, especialmente y con mucho gusto, el instante en que llegábamos al sombreado portalón de columnas del palacio Aldama, frente al cual se abría con esplendor del Parque de la Fraternidad.

Se sabe que las tiranías latinoamericanas (o de cualquier lugar) no suelen ser originales. Entre otras cosas repugnantes, sabemos que parten del presupuesto de su inmortalidad. Los caciques cuentan con que su nombre será bendecido a lo largo de los siglos. Es lógico que en medio de tanto delirio y voluntad malsana de poder, y rodeados de tanta pobreza, posean la enfermedad del mármol y de la estatuaria, como si asociarse a la dureza del bronce, del Pentelikon o el alabastro les asegurara un relámpago de eternidad.

Entre los caudillos que hemos padecido en Cuba (tierra pródiga), hubo uno en la segunda década del siglo XX que, por no variar, también se dedicó a construir fuentes, estatuas, caminos, edificios y flamantes monumentos: numerosas obras públicas llamadas a mantenerlo vivo en la memoria colectiva. Gerardo Machado dejó la Carretera Central, la escalinata de la Universidad (incluida la estatua del Alma Máter —al modo de la Columbia University), el hotel Nacional, el Capitolio Nacional… Junto a este último, grandioso, prepotente, inútil, con una ironía involuntaria, y, como homenaje a todas las naciones de América, ordenó erigir, en los terrenos del antiguo Campo de Marte, entre las calles Monte, Dragones, Prado e Industria, el famoso Parque de la Fraternidad Americana, con motivo del Congreso Panamericano celebrado en La Habana en 1928.

A despecho del dictador, en este Parque de la Fraternidad tiene La Habana uno de sus lugares mágicos. Todos esos asesinos de discurso encuentran, entre el rosario de persecuciones y muertes, el instante de inspiración para plantar un árbol y fundar un parque. Y a veces, como en este caso, queda bien. El Parque de la Fraternidad es especialmente hermoso, o más que hermoso, idílico. Desde cualquier punto desde el que se acceda a él, es como si se dejara atrás la sofocación de tanto sol, de tanto calor, de tanto bullicio. El Parque de la Fraternidad es un oasis. Pausa, instante de alivio en medio del corazón del caos. Hasta él no llega el estrépito de la ciudad. Se diría que tantos álamos, laureles y palmas reales detienen el griterío. El sol se mitiga. Una brisa permanente cruza las platabandas, donde a veces sorprende el busto de un prócer. Entonces sólo queda el murmullo del viento, la algarabía de los gorriones, una maravillosa sensación de serenidad. El espejismo de que todo está bien, de que nos hallamos en el mejor de los mundos posibles. El Parque de la Fraternidad tiene, en efecto, sus propios dioses.

 

 

Aquella lejana tarde, como siempre, nos habíamos sentado junto a la gran ceiba que, según contaba la tradición, durante el Congreso Panamericano, en ceremonia (solemne, por supuesto), con la presencia de los ilustres visitantes, había sido abonada con tierra de todos los países de América. La demagogia de siempre, como se comprenderá: grandes gestos, tono teatral, o mejor, zarzuelero, la argucia política de cumplir, aunque sea simbólicamente, eso que llaman el «sueño de Bolívar». Aquella tarde, en nuestro banco se había sentado un negro viejísimo, con esa resistente majestad que tienen siempre los negros viejísimos. Cuando un negro envejece, aunque haya sido esclavo, adquiere el porte digno de un rey, y ostenta esa milagrosa relación con el tiempo, esa confabulación con los años que impide saber la edad exacta que goza o que padece, como si ya no fueran «ancianos», sino milenarios. Hay en sus ojos amarillos, vidriosos, cansados, un poso de sabiduría. Aquel insólito monarca llevaba por bastón la rama de algún árbol, el abanico de promoción de alguna farmacia con la cara de una cantante famosa, e iba tocado con un gastado sombrero de panamá. Impecablemente vestido, limpio, almidonado, llevaba pantalón caqui y barata camisa de algodón blanca, en donde navegaban pequeñas góndolas rojas. A pesar del tiempo pasado, cierro los ojos y veo sus pies hinchados, calzados con alpargatas de una pulcritud absurda. También recuerdo su voz ronca y antigua, que llegaba desde el fondo de un cúmulo de años. «¿Usted ve esa ceiba?», dijo como si mi madre, mi tía y yo fuéramos una sola persona, «está maldita.» Sus manos se aferraron a la rama de árbol que le servía de bastón. El abanico inmóvil parecía una continuación del bastón improvisado. Al hablar, levantó la barbilla en gesto de orgullo y humildad. «Lo sé bien, muy bien…, en aquellos años yo era jardinero del Capitolio.» Se hubiera dicho que el recuerdo lo adormecía. No se sabía si tenía los ojos cerrados. «Se vivía mal, como siempre, ¡los tiempos mejores…!, nunca llegaron los “tiempos mejores”…, había que hacer cualquier cosa. Primero fui ayudante del guardavía en la estación de Villanueva, y luego, cuando construyeron el Capitolio en los terrenos del mercado, decidí hacerme jardinero. Mi obligación era recortar los arbolitos, mantenerlos dominados, regarlos con abundante agua, para que a las doce del día el sol no los calcinara, como de todos modos hacía.» Mi madre, que segundos antes estaba impaciente por alejarse, se acomodó en el banco y puso ambas manos sobre mis hombros, en lo que ahora interpreto como un gesto defensivo. El negro sacó un pañuelo que dejó en el aire un aroma de lavanda, y secó su frente sin sudor. En aquel cuerpo ya el calor no hacía demasiados estragos. «Yo vivía entonces donde ahora vivo, ahí detrás, en la calle Diaria. Una noche fueron dos hombres a buscarme a casa. Dos policías, policías hasta el tuétano, a pesar de que iban vestidos de traje blanco.» Levantó el bastón y el abanico como si quisiera protegerse de algo invisible; se inclinó hacia delante y bajó el tono de la voz. «¿Se ha fijado en que los policías siempre son policías? Eso no es un oficio. No sé lo que pensará usted, pero ser policía no es un oficio sino una doctrina, una fe maldita, digo yo, como creer en el demonio. Querían que me presentara en el Capitolio a esa hora, y eso que ya pasaba de las nueve de la noche. Mi mujer se asustó, no eran tiempos fáciles, no, había ya mucho miedo, y que dos policías fueran a tu casa…» Bajó bastón y abanico y volvió a recostarse. Se escuchó joven su voz cuando añadió: «Yo creo que el miedo se pierde con los años. Para entonces este que está aquí era un mocetón de veinte, lleno de vida, y cuando uno está lleno de vida es cuando el miedo…». No concluyó. Quedó en silencio unos segundos. “Acompañé a los policías. No me querían para nada malo. ¡Bueno, para nada malo…! Quiero decir, no me buscaban a mí, sino al jardinero. Éramos cinco jardineros esa noche. Y siete babalawos. Nos hicieron esperar hasta la madrugada, hasta las dos y media o las tres de la mañana. Había que sembrar la ceiba de la ceremonia en el congreso, pero antes los babalawos de Machado iban a depositar algo allí, en la tierra, para que se mezclara algún día con las raíces del árbol”. Sacó un reloj que tenía fijado al pantalón con una cuerda como leontina. Miró la hora, intentó sonreír. Aún tenía todos sus dientes, blancos y fuertes. «Un maleficio, un bilongo, ¿sabe? Nos enteramos después, uno de los babalawos era el marido de mi comadre. Un maleficio de Machado para no perder el poder, y para que, en caso de perderlo, Cuba nunca fuera feliz.» Guardó el reloj y por primera vez nos miró. ¿Había desilusión en sus ojos o es un añadido de mi imaginación, tantos años después? «Oiga, y mire que he contado esta historia sin que nadie me haga caso. Habría que sacar esa ceiba, no importa que sea sagrada. Está maldita. Sacarla de raíz y deshacer el maleficio. Si no, carajo, ¿adónde iremos a parar?»