La otra palabra. Escritos en prosa

Introducción

 

Reunir los escritos en prosa de Claudio Rodríguez era, hasta ahora, la gran tarea pendiente que teníamos los estudiosos de su poesía. Gracias a la iniciativa y el entusiasmo de Tusquets Editores, buena parte de esta «otra palabra» del poeta queda recogida y establecida en el volumen presente. No sabemos, claro está, si Claudio Rodríguez abrigaría la posibilidad de reunir en forma de libro estas prosas críticas. De ser así es muy probable también que pensara en modificar o retocar con mayor o menor profundidad estos escritos. Nosotros los ofrecemos tal y como el poeta los concibió y publicó, corrigiendo simplemente pequeñas erratas. Y en cualquier caso, este destino imprevisto que ahora se cumple nos parece acertado y, por otro lado, inevitable pues somos conscientes del extraordinario valor y de la trascendencia intelectual de esta creación en prosa.

Claudio Rodríguez desarrolló a lo largo de su vida una notable labor crítica, paralela a su obra de creación, pero menos conocida, a través de artículos, notas, entrevistas, prólogos o traducciones diseminados en diversas publicaciones, de manera que la selección que ahora ofrecemos ha partido de una considerable cantidad de textos de muy diversa índole hasta desembocar en este ramillete de escritos relativos a teoría poética, estudios sobre poetas y una breve selección de otros textos que, aunque vinculados estrechamente con la literatura, tratan temas laterales a ella y que agrupamos bajo la denominación de «Varia».

Podemos situar los comienzos de esta actividad en 1953, año en el que el poeta, que a la sazón estudiaba la carrera de Filosofía y Letras, entrega a su profesor Alfredo Carballo Picazo, especialista en métrica, un trabajo titulado Anotaciones sobre el ritmo en Rimbaud. A partir de este momento (no olvidemos que también en 1953 había conseguido el premio Adonais con su primer libro de poemas, Don de la ebriedad), actividad creadora y vertiente crítica correrán paralelas. Serán territorios que se fecunden mutuamente, vertientes que, desde la perspectiva temporal presente, unifican y dan unidad y variedad creadora a su obra.

La dedicación del poeta a la investigación y la crítica literaria ha sido, pues, continua a lo largo de casi cincuenta años. No hay que olvidar tampoco que, una vez finalizada su licenciatura en Filología Románica, Claudio Rodríguez entró inmediatamente en contacto con la docencia universitaria, primero como lector de español en las universidades inglesas de Nottingham y Cambridge, durante los cursos 1958-1964, y de regreso a España, en la Universidad Autónoma, el Instituto Internacional y, los últimos años de su vida, en la Universidad Complutense. Si a esto añadimos su labor desarrollada en la Real Academia Española desde que fue nombrado miembro de ella en 1992, tenemos el otro perfil de Claudio Rodríguez: junto al extraordinario poeta (su obra es ya una de las cimas de la poesía española de todos los tiempos), el estudioso infatigable y lúcido de la poesía y la literatura. Preguntado, en los años ochenta, por el tipo de vida que llevaba en Madrid en su época de estudiante universitario contestaba sin vacilación que estudiar era lo que había hecho siempre y que, en aquella época, la Biblioteca Nacional era su casa. Pero no sólo le interesaba la literatura. Claudio Rodríguez ha sido un lector incansable de otras ramas del saber como la filosofía, la física, la zoología, la botánica, el folclore, etcétera. Entre los libros que releía constantemente se encontraban, por ejemplo, la Biblia o las obras de fray Luis de León, sobre todo sus libros en prosa, filósofos como Cassirer, Lévinas o incluso el físico Stephen Hawking. De aquí que sus escritos en prosa abarquen los intereses más variados y, aunque nuestra selección se ciña a textos cuyo denominador común es la poesía, son numerosos los que nos acercan a otro orden de actividades intelectuales y preocupaciones del autor como la pintura, la escultura, la traducción, el teatro, la filosofía o la ciencia

Del conjunto total de textos críticos relativos a la poesía hemos seleccionado los que, a nuestro juicio, son más relevantes, aquellos en los que el autor profundiza en la obra de otros poetas o en aspectos concretos del proceso creador.

La primera sección está constituida por los dos textos que inicia la andadura crítica del poeta: la memoria de licenciatura sobre el elemento mágico en las canciones de corro castellanas y un trabajo académico sobre Rimbaud.

La memoria de licenciatura fue presentada como culminación de sus estudios de filología románica, en 1957, en la Universidad Central de Madrid y dirigida por el profesor de métrica Rafael de Balbín Lucas. Se trata de un texto inédito hasta ahora y que publicamos íntegramente.

El elemento mágico... es un ensayo fundacional en varios sentidos, tanto desde el punto de vista creativo como crítico. En primer lugar nos acerca a uno de los temas esenciales de su poesía: la infancia. Por otro lado, nos pone en contacto con la radical importancia que el poeta ha concedido siempre al influjo de la canción tradicional, popular, como sustrato de su poesía. Tan determinante es en ella la canción popular infantil que Claudio Rodríguez, antes de decidir escribir su discurso de ingreso en la Real Academia Española sobre la poesía de Miguel Hernández, pensó en un ensayo sobre la influencia de la canción popular infantil en la poesía contemporánea.

«Anotaciones sobre el ritmo en Rimbaud» data de 1953, en plena época de estudiante universitario. Es además el primer ensayo escrito por Rodríguez. El objeto de estudio es el ritmo en Rimbaud. Conocemos la admiración por la obra de Rimbaud ya desde su adolescencia en Zamora, donde le leía en su lengua original en una edición que tenía en la biblioteca paterna. Es un estudio en profundidad y muy detallado sobre la evolución de las variaciones rítmicas de la poesía del poeta francés desde sus inicios hasta Les Illuminations. Claudio Rodríguez tenía entonces diecinueve años y ya se nos revela no sólo como un lector penetrante y lúcido sino también como un avezado filólogo que ha asimilado el magisterio de su profesor Dámaso Alonso, realizando un sorprendente y revelador ensayo de estilística en el que conjuga rigor y amenidad.

Coinciden Rodríguez y Rimbaud en la vinculación de las imágenes al ritmo y la emoción. Para nuestro poeta el ritmo y la imagen dirigen y desarrollan el proceso creador. Hay en los dos también (al igual que en Dylan Thomas, otro de los poetas admirados por Rodríguez) la necesidad de fijar la fugacidad en la visión de las cosas a través del ritmo de la contemplación. Arthur Rimbaud y Claudio Rodríguez son poetas andariegos que van rimando «en medio de las sombras fantásticas».

A continuación nos encontramos con las secciones dedicadas a los poetas. Incluye una nutrida selección de textos en los que Rodríguez nos ofrece su particular experiencia lectora de poetas españoles y foráneos. En la selección de nombres se aúnan (como pronto advertirá el lector) razones de afinidad poética pero también «razones» de amistad. Afinidad en el sentido que le daba a esta palabra Goethe y de la que, por otro lado, era tan partidario el propio Claudio Rodríguez al preferir este término al de influencias. El concepto de «afinidades electivas» está relacionado con los procesos de atracción y rechazo que sufren ciertos elementos químicos. Trasladando la imagen a la poesía, el fenómeno consistiría en el establecimiento de una serie de reacciones (similares a las de estos procesos químicos) parecidas entre poetas que no se conocen ni se han leído, ante un determinado estímulo porque tienen percepciones semejantes. Las afinidades de la obra de Rodríguez en ciertos aspectos de la poetización con Rimbaud, Leopardi, Salinas o Guillén, son evidentes, pero debemos advertir que esto ocurre en ciertos planteamientos del proceso creador y no, claro está, en cuanto a sus logros efectivos. Por otra parte, en todos estos ensayos de Rodríguez, la nota estilística dominante y que dota de coherencia al conjunto es el tono emotivo, la admiración y el afecto con que el poeta se acerca a la obra de todos ellos: desde Leopardi a José Hierro. Títulos como «Junto a la poesía de» o «Con la poesía de», varias veces reiterados, lo demuestran.

(...)

En los dos ensayos sobre «poética» que seleccionamos (y ponemos las comillas porque el autor señaló en más de una ocasión que él no tenía poética en el sentido de principios o «a prioris»), se percibe enseguida, como decimos, la coherencia, la meditada reflexión para construir con orden y claridad una especie de sistema capaz de contener las claves que sostiene el proceso creador. La continua labor de criba y selección a que somete sus presupuestos teóricos, la revisión y matización de ideas en crecimiento continuo, la profundidad con que modula el pensamiento poético en conexión con lo vital, la asimilación de lecturas y autores (Keats, Wordsworth, Coleridge, Rilke, Bécquer, etcétera) son algunos rasgos definitorios de esta construcción teórica. Este modo de hacer preciso y riguroso tiene, sin duda, sus conexiones con el modo en que Rodríguez encauza el pensamiento creador del poema. Los dos responden a ese imperativo que es para él «el dominio del oficio». Hasta tal punto llega esta preocupación formal que, en ocasiones, la reflexión teórica parece «elevarse», dejar el cauce discursivo de la prosa y alzarse en expresión poética. El pensamiento entonces se encarna en esa «palabra viva» que es para Rodríguez la palabra poética. Como si de repente aquello de lo que se habla sólo pudiera expresarse y comprobarse a través del ritmo, del movimiento del verso.

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Hemos querido cerrar esta «otra palabra» de Claudio Rodríguez con dos entrevistas concedidas por el poeta a Federico Campbell y a Juan Carlos Suñén. Veintiún años separan la una de la otra y en ellas el lector tiene ahora la oportunidad de observar la evolución de su pensamiento poético y constatar, como ya hemos apuntado a lo largo de estas páginas, no sólo la sorprendente fidelidad a una manera de entender la poesía mantenida a lo largo de los años, sino también la rigurosidad de análisis y la lucidez y profundidad de sus juicios y opiniones. En definitiva, esa claridad que un día, cuando el poeta era muy joven, cayó sobre él para ya no abandonarle nunca, en prosa o en verso.

 

Fernando Yubero

Madrid, julio de 2004

Armoniosa locura

 

Se cumple el centenario de la muerte de Arthur Rimbaud y retornan el mito y el rito. Cuando se amasan, como la leyenda y la historia, son inevitables, y quizá convenientes, las adoraciones y, lo más peligroso, las conclusiones: la ceguera ante la reverberación y la revelación del prodigio.

La aventura desde el colegio de Charleville, su ciudad natal, ya iniciada en 1868, a los catorce años, escribiendo en un latín riguroso y original varios poemas extensos, hasta la precisión, al final de su vida, de las cartas de negociante, traficante, geógrafo, etnólogo, entre Harrar y Aden, anotando cómo las caravanas llevaban siempre un número par o impar según la postura de quienes las cabalgaban, la caligrafía de sus apuntes de estudiante de inglés en Londres en 1874, su continua atención casi obsesiva hacia la ciencia... ya nos dan como una orientación, como un sesgo que conduce al primer y decisivo momento de su obra.

«Je fixais des vertiges». Es la locura armoniosa. Rimbaud aspira, aparte de inventar el color de las vocales, a expresar, sobre todo, los ritmos instintivos, hallar un verbo poético accesible a todos los sentidos, representar las emociones, la totalidad del alma. «Nombrar parece que lleva consigo una participación inmediata que apaga la llama violenta de lo que es», piensa Ives Bonnefoy, refiriéndose a la corporeidad del lenguaje del poeta, y añade que la «presencia sensible» consiste en acercarse a «lo desconocido».

Es el ritmo del espíritu (y el de la biografía que no puedo comentar apenas). El poderío y la originalidad de las sensaciones, en el momento de expresarlas, no consiste, claro está, solamente en la melodía sintáctica, en el efecto meramente plástico de la fonética, ambos tan importantes, sin embargo, en el estilo de Rimbaud, sino en la velocidad interna y agresiva de los diversos compases («velocipedista asesino» le llamó Paul Claudel). Porque el ritmo es una esencia, no tan sólo una ornamentación. Va más allá de la limitación de la evidente tensión intelectual, vital. Aristóteles interpreta el delirio creador, y no hay que olvidarse de que algunos de los textos más significativos de Une saison en enfer llevan como título general «Délires». Se deshace el tejido de las diferentes asociaciones, de las secuencias que establecen la avidez de fijar el vértigo de lo desconocido; mejor dicho, de verlo claro; aún más, de poseerlo. Por ello su poesía, como su vida, se nos aparecen desconcertadas. Hay una alteración o, mejor, una alteridad tal como el poeta en tantas ocasiones confesó.

La alquimia del verbo no se aísla, se asfixia, en un oficio de retórica, sino que entraña una radical y nueva moralidad. No se trata solamente de influencias bíblicas ni del rechazo y arrasamiento de las costumbres del París de Baudelaire, de Verlaine, de la Commune, etcétera..

Rimbaud se apasiona en verificar sus preguntas fundamentales acerca de la vida humana: el ciclo del conflicto entre un posible orden futuro y la incertidumbre de su individualidad y de la historia hasta él acaecida. De aquí mana el indeleble acento profético, a veces juvenil e insoportablemente orgulloso y soberbio de sus sombrías iluminaciones. Estamos ante lo secreto, ante lo sagrado: en pleno territorio religioso. Son muy insistentes los testimonios sobre la experiencia de una esencial sacralización de la poesía y de la presencia de Dios, incluso personal, en su obra. Por tanto, la vida, la realidad, tienen un profundo sentido divino. La ciencia es demasiado lenta, mientras que la oración galopa: «...le sang païen revient! l'esprit est proche, pourquoi Christ ne m'aide-t-il pas, en donnant a mon âme noblesse et liberté: Hélas!, L'Evangile a passé! L'Evangile! L'Evangile!».

La devastación sistemática, por decirlo así, de las normas sociales y del propio espíritu desemboca en lo que Baudelaire interpretaba: las humillaciones humanas son gracias de Dios. No se trata de un cristianismo confesional; más bien, repito, de la búsqueda de lo absoluto, de la nostalgia de una infinitud que pudiera convertir la existencia en un acto de fe, en un cambio.esencial del ser, por encima de toda razón, de todo control de la experiencia, hasta de la creencia misma. La aspiración a poseer la verdad en un alma y en un cuerpo. «La fin du monde, en avançant». La huida, la fuga, no el viaje. El poeta andariego, de dieciséis años, caminando en octubre, desde Fumay, Charleroi, Bruselas, hasta Donai, con los puños metidos en los bolsillos rotos de su único pantalón y rimando en medio de las sombras fantásticas, tirando de los elásticos como si fueran liras de sus botas heridas, como él mismo se describe.

¿Intuía su destino? ¿Podría encontrar abierto, por fin, el albergue verde (la pureza, la infancia) que buscó hasta su muerte en Marsella, en el hospital de la Concepción? Ya antes de estas andanzas, en marzo, escribía:

 

Je ne parlerai pas, je ne pensarai rien:

Mais l'amour infini me montera dans l'âme,

Et j'irai loin, bien loin...

 

Estos comentarios, bien sé que demasiado breves, no intentan ser más que un homenaje a la autenticidad poética. «Et j'ai vu quelquefois ce que l'homme a cru voir». Algunas veces. Porque la poesía verdadera no es vitalicia (como Rimbaud demostró), pero sí imperecedera.