Que te
conforte el viejo Anacreonte
cuando del
horizonte sólo lleguen
relámpagos
y negros nubarrones,
y aun
oírlos o verlos sea problema.
Que el
viejo Anacreonte te dé serenidad:
«Son
otoñales siempre las vendimias».
Escrutando
con mimo
los
pueblos y los campos,
las
silentes ciudades
junto a
sus monumentos,
el trajín
de la vida cotidiana,
los
interiores de las viejas tiendas,
la alta
noche de los casinos,
el fragor
apagado de las fraguas,
y
filtrando después por alquitara,
cual luego
no se ha visto,
toda
aquella experiencia,
escribió
las
páginas más altas del idioma,
que hoy
nadie lee.
Y así nos
luce el pelo.
1946: ESCUELA PÚBLICA
Todo era
gris y desconchado,
rencoroso
y atroz. Las criaturas
maduraban
muy pronto en lo peor:
el
capricho, el sadismo, los instintos
cainitas.
Solían ponderarse,
febrilmente,
modelos alemanes
de
aviones, masacres contra indios
en los
peores westerns,
razzias
imperialistas con lanceros.
Se
burlaban del Negus,
y en las
fotos de Gandhi
clavaban
un gargajo muy reído.
La hora
del recreo era temible:
imponían
su arbitrio los más bestias:
retacos ya
con bíceps abultados
y repuntes
de barba
que, sólo
por mirarles, te insultaban,
te tiraban
al suelo, te hacían comer tierra
o te la
deslizaban hasta el sexo
después de
abrirte la bragueta.
Si te
veían renuente a sus depredaciones
de
tártaros borrachos,
la
emprendían con torturas más fuertes:
empujarte
y frotarte contra los urinarios
que
rezumaban baba y pestilencia,
obligarte
a jugar una partida
de una
ruleta tosca y despiadada,
propia de
rabadanes o espoliques
en la
antigua Caldea
que,
mediante una taba de cordero,
en
funciones de dado,
sorteaba
dignidades: rey,
verdugo,
condenado o reo,
y
administraba duros cintarazos
que
prohibían, no sólo las lágrimas,
sino el
quejido, el rictus de dolor.
Nunca vi a
los maestros
cortar las
salvajadas. Impensable
acudir a
la denuncia:
iba en
ello la honra.
Todo era
abotargado, el aire no corría,
instalándose
en aulas y pasillos
como una
rata hedionda y desventrada.
Todo era
miserable, sórdido, sometido.
Pero
llegaba abril y en los arriates
escondidos
del patio,
una mañana
con aire más tibio,
y sin
tarjeta de presentación,
estallaban
las lilas
y ellas te
consolaban
un año y
otro y otro.
Todavía,
al asaltarte
su delgado aroma
en una
encrucijada del Retiro,
sesenta
años después,
se
humedecen tus ojos.
En materia de arte, de amor o de ideas creo poco eficaces anuncios y programas.
ORTEGA
Ya no era uno tan joven, la
verdad,
cuando quiso montarse un plan
descabellado,
y, lo que es peor, tonto,
para futuros rumbos en las letras,
fantaseados siempre como ilustres
trayectos:
ya se sabe, flanqueados de
cipreses,
con estelas de mármol
el mar azul al fondo,
y en torno la fragancia del
naranjal en flor.
El plan tenía un propósito:
pasar de una poética del craso
deterioro,
cuyos items serían
el revuelto Neruda de los treinta
consagrando lo feo y lo apestoso
y el Eliot inicial, que aportaría
al potaje
la sordidez urbana y el sarcasmo,
pasar (decía) a lo que uno llamaba
«patrón verbal del esplendor»
garambaina pedante, con su razón
de ser,
risum teneatis!, en las
fantasías,
muy de moda, del ácido lisérgico.
Ignoraba, y ahora no estoy seguro
de no ignorar aún,
que no habrá plan que valga,
en esto tan difícil de componer
poemas,
sino una labor terca y de mucho
borrado
y un fijarse muy bien y muy en
frío
(desterrado todo ánimo de copia,
y más aún el de superación)
en lo que hicieron otros:
los tenidos por clásicos,
de siempre y para siempre,
en tanto manejemos la escritura.
Ser capaz de esta síntesis:
las pinceladas de la luz lunar
puntuando el tono vivo
de apenas sumergidos ramajes coralíferos.