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El enemigo
en el espejo
La
dramática repetición de guerras y enfrentamientos armados a lo largo de la
historia se encuentra, sin duda, en el origen de una de las más desoladoras
percepciones acerca de la condición humana: la de que la violencia forma parte
de la batería de instintos con la que nace cada individuo, al punto de que, por
aterrador y hasta monstruoso que resulte, constituye un rasgo constitutivo de
la especie. Cualquier mirada hacia el pasado, aun rápida y sucinta, parece
ofrecer una fehaciente confirmación de que si los hombres y mujeres han
convivido desde siempre con el ejercicio de la fuerza bruta, sólo puede
deberse, a fin de cuentas, al hecho de que la interminable sucesión de
torturas, crímenes, sacrificios rituales, estallidos de odio individual o
colectivo, son producto de algún eslabón del código genético, del que no se
puede escapar si no es a través de la civilización. Cuando ésta decae o
capitula –se suele sostener a continuación-, las pulsiones más soterradas, y
por lo mismo, más auténticas de los individuos encuentran despejado el camino y
se produce entonces la tragedia.
En
realidad, y pese a lo que parece sugerir la historia, resulta difícil
determinar si la violencia forma parte del instinto humano. Junto a los
innumerables ejemplos de individuos que, sonámbulos, los ojos inyectados en
sangre, parecen encontrar un estímulo y no un obstáculo en el sufrimiento que
provocan, existen otros en los que el comportamiento es exactamente el inverso:
una repentina piedad hacia quien está por completo a merced de un gesto o una
decisión propia. En uno de sus escritos sobre la guerra civil española, George
Orwell relata un lance en el que le asaltaron insalvables escrúpulos a la hora
de disparar contra un soldado enemigo que, sorprendido por el inicio de la
refriega en las letrinas, trataba de ponerse a cubierto mientras se subía el
pantalón. De igual manera, cabría interrogarse acerca de la existencia de ese
instinto cuando se advierten los numerosos procedimientos consagrados por una tradición
tan larga como la de la violencia y dirigidos a ocultar sus estragos, o al
menos a disimular la responsabilidad de quien la ejerce. La máscara con la que
el verdugo se oculta durante la ejecución obedecería, así, al mismo género de
escrúpulos que anima a disolver la individualidad de los soldados bajo el
riguroso anonimato de los uniformes, o que obliga a elaborar una jerga que
encubra, o incluso dignifique, el acto mismo de matar, sea en el contexto de
los campos de batalla o en el de los campos de exterminio. Finalmente, el
desagrado reverencial con el que las personas contemplan los restos de sus
semejantes, la mezcla de rechazo y de congoja ante la visión de la muerte,
también podría ser indicio de que, frente al instinto de la violencia, o al menos
junto a él, existe el de la piedad.
Se trata de una vieja querella, definida y
redefinida en torno a dos posiciones antagónicas: la que defiende la feroz
inclinación originaria del individuo, el homo
homini lupus de Plinio y de Hobbes, y la que defiende, por el contrario, la
bondad innata del ser humano, según la versión roussoniana del indígena o del
primitivo. Mientras que la opción por una u otra exige, en último extremo, un
paréntesis de la razón en beneficio de la fe, la superstición o la simple preferencia
-es decir, un irreflexivo salto al vacío-, el papel que cabe reservar a la
civilización en el desarrollo de cada una de las alternativas parece obedecer,
en cambio, a los requerimientos de una lógica inquebrantable. Desde la
perspectiva de Hobbes, la civilización ha de revestir, por fuerza, una
connotación positiva, en la medida en que resume el sistema de controles que
hace posible la convivencia entre individuos programados para la destrucción.
Los estallidos de violencia invitarían a identificar, por consiguiente, el
punto preciso en el que se ha quebrado el sistema, tal vez el motivo o los
motivos por los que lo ha hecho, incluso los resortes empleados por uno u otro
bando para eludir con premeditación los requerimientos imprescindibles para mantener
la paz.
Por
paradójico que resulte, ha sido la experiencia del siglo XX, y en concreto la
derivada de alguno de sus más dramáticos episodios, la que ha contribuido a
subrayar las insuficiencias de la aproximación hobbesiana. Y no porque defienda
la inclinación originaria del individuo hacia la violencia, sino porque, al
defenderla, coloca a la civilización de manera implícita pero inapelable en el
lado del bien. Crímenes como los del nazismo, perpetrados como se ha dicho
tantas veces en el seno de un país educado con exquisitez, ponen de relieve
que, lo mismo que puede caer de un lado, la civilización puede precipitarse
hacia el opuesto, y en lugar de refrenar una violencia que es innata en la
versión de Hobbes, estimular el crimen entre unos individuos que, según la de
Rousseau, serían pacíficos por naturaleza. Lejos de encarnar un sistema de
controles que refrenarían la violencia, la civilización se convertiría así en
un mortífero instrumento.
Las
controversias acerca del pacifismo son tan antiguas como las referidas a la
verdadera naturaleza de los individuos, quizá porque no son otra cosa que
variaciones en torno a argumentos concomitantes con los empleados por Hobbes y
por Rousseau. Frente a voces que, como la de Erasmo, condenan la guerra sin excepción,
suelen aparecer con inquietante regularidad llamamientos al realismo amparados
bajo la maciza obviedad del caso práctico: nadie en su sano juicio puede estar
en favor de la guerra –se dice-, pero pertenece al terreno de la ensoñación, si
no al de la abierta insensatez, que quien sufra una agresión renuncie de
antemano a resistirla. Desde la perspectiva de Erasmo, y en general del
pacifismo que se sitúa consciente o inconscientemente en su estela, esta
objeción parece consistente sólo si se pasa por alto un trascendental detalle:
el de que, en el pensamiento de Erasmo, no es al agredido al que se le exige el
rechazo de la guerra, sino al agresor. El agredido, por su parte, ejerce el
derecho de legítima defensa, uno de los supuestos más incontestables, quizá el
único incontestable, en el que la violencia podría contar con el refrendo de la
moral, siempre y cuando se ejerciese de acuerdo con determinados límites. A fin
de cuentas, quien se defiende no puede correr con la responsabilidad de haber
dado ese sombrío salto entre el universo de la razón y el de los hechos, de
haber transgredido el concluyente apotegma de Sebastián Castellio, de acuerdo
con el cual «matar a un hombre no es defender una doctrina; es matar a un
hombre». Desde esta óptica, no es una doctrina lo que defiende el agredido
cuando se resiste al agresor; lo que defiende es aquello que el agresor trata
de arrebatarle, sea la vida, la libertad, las opiniones, los bienes, la
independencia.
La
civilización concebida no como sistema de controles destinados a evitar que la
violencia estalle, sino como instrumento para construir el enemigo sobre el que
resulta permisible, incluso necesario, ejercerla, suele arrancar en ese punto
en el que se pone en tela de juicio el pacifismo defendido en los términos de
Erasmo. Si en lugar de aplicar la razón a identificar los procedimientos para
preservar la paz, se emplea para definir las excepciones a la interdicción de
recurrir a la violencia, entonces el sentido de la búsqueda se transforma por
completo, instalándola de manera inevitable en el campo de la guerra. Los
argumentos que se desgranarán a partir de entonces no obedecerán, no podrán
obedecer a otro designio que el de la legitimación para recurrir a la fuerza
bruta. La distinción puede resultar sutil, pero no teórica: si como pretenden
algunas potencias actuales, las Naciones Unidas sustituyesen el objetivo último
de preservar la paz por el de garantizar la seguridad, o peor aún, por el de
combatir el terrorismo, el principal contenido de sus deliberaciones sería el
de establecer los niveles adecuados de armamento y el de perfeccionar el arte
de la guerra; una guerra que no habría que perder, pero que nadie intentaría
evitar.
Por
descontado, la terminología que se emplea para propiciar esta grave, determinante
alteración del sentido de la búsqueda a la que se aplica la razón no es ajena
al propósito de enmascararla, al extremo de que hoy resulta casi un tópico
constatar la perversión del lenguaje que suele preceder a los momentos de
crisis. Vocablos de uso corriente sufren una radical manipulación hasta
expresar una cosa y la contraria; enunciados de nuevo cuño sirven para
rebautizar realidades rechazadas y ponerlas de nuevo en circulación como si
fuesen inéditas; conceptos construidos a partir de alambicados requerimientos
ideológicos se tienen, sin embargo, por realidades inmediatas, accesibles sin
intermediación alguna a los sentidos: éstos y similares fenómenos han sido
regularmente observados, destacando su capacidad para deteriorar, hasta casi invalidarlo,
uno de los principales antídotos contra la violencia, como es el de la palabra.
Pero puede que la perversión del lenguaje no sea más que el síntoma de otra
perversión de más profundas implicaciones: la del punto de vista. Así, el
empleo de fórmulas como «garantizar la seguridad» o «combatir el terrorismo»
-tan sólo por mencionar algunas de las que están marcando nuestra época-
implica que se dispone de una definición de los conceptos de seguridad y
terrorismo, quién sabe si elaborada o no a partir de criterios solventes. Pero
implica, además, que quien emplea estas fórmulas se coloca implícitamente en la
condición del agredido, es decir, de quien es titular de un derecho de legítima
defensa.
Demostrar
que, en efecto, se dispone de ese derecho aunque la agresión a la que
teóricamente responde pertenezca a la más remota antigüedad o sea inapreciable
para cualquier observador no avisado es la tarea que tienen asignada algunos de
los más consolidados discursos ideológicos, y que abarcan desde las diversas
variantes de las teorías deterministas hasta la reciente fórmula estratégica
del ataque preventivo, sin olvidar, por descontado, los relatos
historiográficos. Respecto del primero de estos discursos, el de las teorías
deterministas, basta comprobar que desde el instante en que se acepta que un
pueblo, una raza o una clase dispone de una esencia inmutable, y se admite
además que entre los rasgos propios de esa esencia se encuentra el de ser
hostil a otro, eternamente hostil a otro, los estallidos de violencia son más
que una posibilidad; son un deber impuesto en virtud de unas razones que se
presentan como sentido común o como realismo.
Sorprende
comprobar, a estos efectos, la trasmigración de los estereotipos sobre los que
acostumbran a prosperar muerte y destrucción, lo mismo a través del espacio que
del tiempo: la representación del indígena precolombino coincide con la del
musulmán de nuestros días, y la del musulmán de nuestros días con la del nativo
congolés en tiempos del rey Leopoldo I de Bélgica, y la del nativo congolés con
la judío perseguido, y la del judío perseguido con la del checheno de Tólstoi,
y la del checheno de Tólstoi con la del checheno que dibuja la prensa moscovita
más reciente. Para todas y cada una de estas figuras, y para tantas otras,
simples nombres en un interminable repertorio que incluiría lo mismo a los
pobres que a los gitanos, a los hutus que a los tutsis, a los serbios que a los
bosnios, el estigma es siempre idéntico, y sirve igual en una dirección que en
la contraria: gente arriscada desde que se puede hacer memoria, envidiosa de la
prosperidad ajena, indisciplinada y levantisca salvo que no medie la exhibición
amenazante del látigo, la inflexibilidad, la resolución, la fuerza.
Desde que
se puede hacer memoria: ése es el momento exacto en el que los relatos
historiográficos toman el relevo del determinismo con el propósito de poner a
punto el derecho de legítima defensa; con el propósito de recordar o de
alumbrar una agresión previa, aunque remota, en la que excusar un recurso
inmediato y actual a la fuerza. Son numerosos los procedimientos que suele
emplear la historiografía, y en concreto cierta historiografía, consciente de
que, como señala Richard Rorty, la lucha por el liderazgo político es una lucha
por el relato del pasado, para ofrecer coartadas a la destrucción y la
barbarie: en realidad, tantos procedimientos como el arte de la narración,
desde el más virtuoso hasta el más truculento e inverosímil. El tópico tantas
veces repetido de que es en las novelas y no en los manuales donde mejor se
aprende historia contiene más significado del que se le acostumbra a atribuir,
porque, si bien se mira, la historia no pasa de ser en ocasiones una novela
deficiente. A diferencia de las obras literarias más logradas, ninguna de sus
partes contiene una mínima sorpresa, puesto que se limita a repetir, con prosa
no siempre admirable, lo que ya ha sido repetido y vuelto a repetir hasta
anestesiar el sentido crítico. Así lo ha manifestado Hayden White en su ensayo
acerca de las relaciones entre historia y literatura, al señalar que ciertas
«narrativas históricas» son «ficciones verbales cuyos contenidos son tanto
inventados como encontrados y cuyas formas tienen más en común con sus
homólogas en literatura que con las de las ciencias».[i]
Aun así,
la historiografía que se propone salvaguardar la imprescriptible validez de
viejas deudas, reales o inventadas, no parece perder nunca la capacidad de
encandilar con idénticos artificios, como si pueblos o naciones enteras
recuperasen bajo determinadas circunstancias ese placer infantil de escuchar
sin variaciones el mismo cuento. ¿Cuántas veces se ha preparado el terreno para
una masacre recurriendo al relato de que la patria se perdió por culpa de una
estirpe de traidores, cuya genealogía sigue viva y sin abdicar de sus
propósitos en el mismo solar en el que lleva habitando durante siglos? ¿Cuántas
veces, antes de todo periodo de oscurantismo y de terror, se ha denunciado con
un celo fanático el odio que sienten aquellos contra quienes, en realidad, se
dirige el propio odio, los turbios manejos de aquellos contra quienes, a fin de
cuentas, se dirigen los más turbios manejos? La partitura invariable a la que
se ajusta el coro de personajes que transita por los relatos historiográficos
de este género, en los que lo único que cambia son los nombres, la nacionalidad
o la obsesión, no tiene otro sentido que el de mudar la condición del agresor
por la de agredido, de manera que parezca que el que ataca se defiende,
eludiendo en consecuencia cualquier responsabilidad moral, cualquier escrúpulo.
Si alguna
novedad cabe reconocer a la estrategia del ataque preventivo, hasta ahora el
último discurso ideológico dirigido a presentar como legítima defensa acciones
que la legítima defensa difícilmente ampararía, es que sitúa la agresión, no en
el pasado, sino en el futuro. Respondería así, no a lo que sucedió, sino a lo
que existe el riesgo de que suceda. Ahora bien, ¿qué instancia valoraría ese
riesgo y de acuerdo con qué pautas? Y descendiendo al terreno de la ejecución,
¿quién decidiría, y cómo, acerca de la proporcionalidad entre el ataque
realizado y el riesgo que era preciso conjurar? ¿Ante quién se depurarían
responsabilidades por los errores al decidir el ataque, incluso los abusos?
Bajo la apariencia de una fórmula que la comunidad internacional estaría en
condiciones de asumir mediante un simple acto de voluntad, como el que
realizaron algunos gobiernos en las Azores, la doctrina del ataque preventivo
esconde, sin duda, una invitación a prescindir de una determinada idea del
derecho, la que lo asocia a los intereses del débil frente a los del fuerte,
según apuntó el ideólogo neoconservador Robert Kagan en un escandaloso ensayo.[ii]
Pero tal
vez esconde mucho más. En concreto, una deriva hacia lo que, en el plano
interno, equivaldría al derecho penal de autor, esto es, al derecho ideado no
para perseguir el delito, sino para perseguir al delincuente, según ha hecho
una larga tradición de regímenes autoritarios a lo largo del pasado siglo. Cada
vez que, ya en el plano de las relaciones internacionales, se habla de los rogue states o, con mayor razón, de ese
«Eje del mal» contrapuesto a una benéfica coalición de gobiernos para los que
no rige la ley puesto que disponen de una causa que exige actuar sin atender a
los procedimientos, se avanza hacia una caracterización de los sujetos a través
de esencias invariables, sobre las que no cabe transacción. Desde esta
perspectiva, un rogue state o un
miembro del «Eje del mal» podrá permanecer inactivo y, por tanto, mantener
latente su amenaza; al final, no podrá escapar al destino al que se encuentra
fatalmente condenado, de manera que su silencio o su inactividad no debe ser
nunca interpretado como un desmentido a su condición potencialmente
desestabilizadora o criminal, sino como una ineluctable confirmación. Ésa es
exactamente la idea en la que viene insistiendo la abundante bibliografía
acerca del islam aparecida a raíz de los atentados contra las Torres Gemelas y
el Pentágono, a cuyo tenor los preceptos religiosos musulmanes conducen de
manera inexorable a la violencia y, por otro lado, cualquier persona educada en
esos preceptos queda marcada por ellos de por vida, con independencia de que
los respete o no, de que los repudie o no.
Transformado
en fundamento de este nuevo determinismo, heredero de los que, en el pasado,
imaginaban que el individuo vivía preso de la geografía o de la raza, el islam
deja de ser un credo religioso, tan pacífico o tan oscurantista como todos los
demás, para convertirse de pronto en un único e inverosímil actor
geoestratégico, compuesto por centenares de miles de creyentes que bajo la
apariencia de pacíficos ciudadanos esforzándose en sus asuntos, estarían
dispuestos sin embargo, llegada la oportunidad, a convertirse en militantes de
una sola y monstruosa causa. A continuación, el saber, la erudición se ponen al
servicio del prejuicio, quizá en virtud del mismo mecanismo por el que la
civilización se convirtió ocasionalmente en instrumento de la barbarie: el
conocimiento de la historia, de las vicisitudes que tuvieron lugar en el
pasado, no sirve de conjuro contra el miedo, sino de aval.
El
historiador Tom Segev relata un episodio que escuchó en Tel Aviv de boca de
Gabriel Stern, uno de los más prestigiosos periodistas israelíes y viejo amigo
de su familia. Durante la guerra de 1948, Stern fue enviado a vigilar lo que
había sido el Hospital italiano, cerca de la línea que dividiría Jerusalén.
Como cada día, Stern comenzó a patrullar por los corredores desiertos del
edificio y, de improviso, se encontró de frente con un hombre uniformado y
armado con un fusil, en cuya cara adivinó la misma expresión de pánico que
debía de manifestarse en la suya. Fueron unos segundo atroces los que
transcurrieron entre que Stern advirtió la inminencia del peligro y el gesto de
colocar su propio fusil en posición. Cuando sonó el disparo, su enemigo no se
desplomó, sino que su imagen saltó astillada en mil pedazos: Stern había
abierto fuego contra sí mismo, reflejado en un espejo. Segev señala que la
experiencia marcó para siempre la actitud del periodista, que nunca volvió a
disparar un arma. Aunque las moralejas del episodio son múltiples, y es difícil
saber la que más conmovió a Stern, un hecho es seguro: se había anticipado a
disparar contra el enemigo que había construido su miedo. Si contribuyeran a
conjurar los miedos equivalentes que hoy parecen estar apoderándose de los
ciudadanos, las páginas que siguen habrían cumplido sobradamente su objetivo.
[i]. White, Hayden: El texto histórico como artefacto literario;
Paidós, Barcelona, 2002, pág. 109.