Señor
presidente de la República Francesa:
He
reflexionado mucho: el antepasado de mi pueblo es un ave. «Ô serefana ni yéliné gna», como decimos nosotros, los soninké.
Me
alejé del poblado, caminé por entre brotes de mijo, me puse ambas manos sobre
la cabeza para protegerme del sol, fruncí el ceño para distender la mente y
llegué a la siguiente conclusión: quien no se remonte a los siglos lejanos de
las alas no comprenderá nuestra historia.
Claro
que podría ir aún más allá en el recuerdo.
Al
principio era el mar, que cubría África.
Al
principio era el desierto, al retirarse el mar.
Un
origen es siempre el hijo de otro anterior.
Pero
me apiadaré de usted.
Yo
lo conozco. Lo vi en la televisión cuando visitaba a nuestros pobres
presidentes. Me di cuenta de que usted lo tenía todo, menos tiempo. Todo,
policía motorizado, Mercedes, azafatas y aire acondicionado. Todo menos
libertad para buscar tranquilamente la verdad en las épocas más remotas. Nada
más llegar a algún sitio, ya estaba usted dando golpecitos con el índice en el
cristal de su Rolex de platino, ya le susurraba al oído su ordenanza la letanía
de las próximas citas.
Lo
que decía, pues. Iré al grano, incluso correré.
Al
principio era el ave. El ave que volaba a donde usted quiera. Olvidemos el mar
y el desierto, olvidemos de momento el río Senegal, que un buen día empezó a
fluir de la montaña secreta Fouta Djalon. Al principio era el ave. El ave que
podía capear las estaciones. Cuando el frío se mete bajo mis plumas, me voy al
sur. Cuando la primavera vuelve al norte, regreso a él.
Así
entró el ejemplo de las aves en el alma de los hombres de piel negra. Nuestros
pueblos llevan nombres que suenan como los de las aves: los peul, los
mandingas, los toucouleur, los soninké, los bagadai, los tounaco, los
barbican... Y nuestras lenguas se asemejan a sus cantos.
Como
las aves, amamos la libertad, recorrer el planeta. Como ellas, huimos del
dolor, cuando podemos, y buscamos la benignidad.
Como
ellas, teníamos alas que, ay, se nos cayeron, pero nos quedan los pies.
Señor
presidente de la República Francesa de las armas, de las leyes y de los
aeropuertos, por la presente tengo el muy respetuoso y obediente honor de
impugnar, tímida pero resueltamente, la decisión de su consulesa general
adjunta de Bamako, señorita (soltera) Gabrielle Lançon, quien mediante una
enrevesada firma, fechada el 17 de septiembre de 2000, denegó mi solicitud
(urgente) de visado.
Sé
que tendría que haberme dirigido antes a la comisión creada por el Decreto
número 2000-1093 del 10 de septiembre de 2000, los términos de cuyo artículo
primero establecen que tal vía es «un requisito previo obligatorio para
interponer cualquier recurso contencioso, so pena de considerarlo inadmisible».
Lo
sé de sobra. Pero el tiempo apremia. Mi nieto me necesita, me necesita con
urgencia. He de reunirme con él en París sin tardanza. Por eso me dirijo a
usted directamente.
Vaya,
vaya, se sorprenderá seguramente, presintiendo problemas, el consejero
encargado en su palacio de abrir el voluminoso correo que llega a su nombre.
Vaya,
vaya, ¿cómo es posible que una simple africana, maestra en la región de Kayes
(al noroeste de Malí), conozca con tanta exactitud nuestra jungla jurídica?
A
esta pregunta legítima contestaré dando el nombre y las señas de mi asesor, el
joven y tímido, pero muy docto, Benoît Fabiani, letrado viajero miembro del
Colegio de Abogados de París y del de Bamako. Él es el portavoz de mi verdad,
blanco como usted al cien por cien.
Todas
las mañanas desde hace un mes me presento a las ocho en punto en su despacho,
me siento en una butaca (pegajosa) de piel de imitación y entono mi canto
colérico.
¡Pobre
doctor Benoît! Cual infatigable cazador de mariposas, barre el espacio en pos
de mis palabras y, una vez que las captura, las alinea en frases correctas y
las pincha sobre el papel oficial. Cual campesino que lidia con la crecida del
río, lucha a brazo partido contra mis desbordamientos, me pone frágiles diques
para mantenerme en mi cauce y obligarme a seguir mi curso y sólo mi curso. Cual
marido perfecto, debe soportar con santa paciencia mis recriminaciones de
autor: ¡recortas mi espontaneidad, traicionas mi complejidad femenina!
¡Que
sea loado y se vea libre de todo pleito injusto!
Yo,
la abajo firmante, Marguerite Bâ, soy, señor presidente de la República
Francesa, la única responsable del recurso de gracia que viene a continuación.
Hace un mes que no me despego de este documento. Lo llevo conmigo como
si fuera la carta de un enamorado secreto. O lo agito ante mis ojos para que se
lo aprendan de memoria y, de nuevo lo graben en mi memoria. Acompaña todas mis
visiones nocturnas. Si sueño que un barco blanco viene a buscarme, el
formulario 13-0021 revuela a mi alrededor como una paloma portadora de buenas
nuevas. Y si veo a mi nieto tumbado en la cama de un hospital, el formulario lo
abanica igual que una palma bienhechora.
Lo
he plastificado para no mancharlo. Eso faltaría, que cayera una mancha de grasa
o de café en la preciosa página bicolor blanca y marrón claro. No quiero criticar
a nadie, pero he visto ejemplares del 13-0021 maltratados, arrugados, medio
rotos, francamente asquerosos. A nuestra querida consulesa general adjunta le
producían arcadas con sólo echarles una ojeada.
No
va a haber riesgos de este tipo conmigo. Yo a este impreso lo respeto, se lo
juro, lo venero como a mi propio libro de familia. Sé demasiado bien lo que
representa: la llave de entrada en su lindo país, el país de Molière, de Victor
Hugo y de Charles de Gaulle.
Lo
más fácil sería que usted y yo nos viésemos, claro está. De incógnito. Donde a
usted le resultara más cómodo. ¿Por qué no en una de esas discretísimas salas
de tránsito de su aeropuerto de Roissy? Algunos amigos me han contado lo que
ocurre cuando aterriza el avión. En cuanto se abren las puertas, se separa el
grano bueno de la cizaña. A la derecha, una fila para blancos. A la izquierda,
otra para negros. La de los blancos va que vuela. Normal. Están en su casa.
Bienvenido a su país, señor blanco, señora blanca. Parece que los policías los reciban
con los brazos abiertos, como si fueran de la familia. Quizás es que todos los
blancos tienen parientes policías. Mientras tanto, los de piel más oscura
esperan, interminablemente: a que otros policías, o quizá diamantistas
disfrazados de policía, con la ayuda de unas lámparas especiales de bombilla
roja, examinen con lupa los documentos grasientos que les son presentados.
Yo
podría estar ahí, en la cola que se eterniza. Al leer mi nombre, dos gallardos
mozarrones me conducirían a su presencia. Creerían que mis papeles son falsos y
me tomarían por una farsanta. Da igual. Con tal de reunirme con mi nieto, que
está en peligro, estoy dispuesta a renunciar a todo, incluso a mi dignidad.
Me
presentaría ante usted. Acercaría lentamente mis labios a su oído y le
susurraría las verdaderas noticias del continente pobre. No las que le envía la
gente encargada de informarlo, esa gente tiene miedo. Quieren conservar sus
sueldos, libres de impuestos. Y se callan las informaciones inquietantes, las
que lo sacarían a usted de quicio.
Me
parece que voy descaminada. Que esa entrevista secreta entre el señor
presidente y Madame Bâ no existe más que en los sueños de una loca. Lástima,
lástima. Volvamos a mi querido formulario 13-0021.
Créame,
hubiera preferido ahorrarle tiempo y contestar a lo sumo con tres palabras a
las cuestiones que, muy legítimamente, me plantea su administración. Pero ¿cómo
podría hacerle comprender la respetabilidad de nuestra familia sin referirme a
la historia del cocodrilo? Pues bien, por más que miro y remiro el comienzo de
su precioso formulario gratuito, en ningún sitio veo que se pida información
sobre nuestra tana, nuestro animal
prohibido.
Sin
este conocimiento primordial, el resto de los datos que escrupulosamente
pudiera suministrarle
–apellidos, nombres, fecha y lugar de nacimiento– tendrían tanto sentido como
las sílabas lanzadas al viento por un borracho amnésico.
¿Qué
sabría usted de mí si me limitara a revelarle mi estado civil con sucinta
exactitud? Me llamo Marguerite Dyumasi, esposa de Bâ, nacida el 10 de agosto de
1947 en Médine, región de Kayes.
Le
faltaría lo fundamental, mi íntima relación con el patriarca Abraham, los
poderes maléficos nyama de mi casta
de los nomu, las locuras incontrolables de mi río Senegal y muchas otras
revelaciones que lo iluminarían acerca de la naturaleza verdadera de esta
africana que se presenta ante usted, hija, mujer, madre y abuela. Sin
conocerme, ¿cómo puede decidir si debe cerrarme o abrirme las puertas de
Francia?
En
cuanto a mi sexo (casilla número 4), ¿cómo dar cuenta de él simplemente
garabateando una cruz correspondiente a
V o M? Como le demostrará lo que sigue , el sexo guarda misterios que
sobrepasan ampliamente esas clasificaciones sumarias.
La
vida es una, señor presidente. Quien la hace trocitos no puede verle el rostro.
¿Qué sabe del desierto quien sólo ve un grano de arena?
No
se ande por las ramas, Madame Bâ, ¡se lo pido por favor!, me repite mi abogado
y escribiente. ¿Cree usted que la República Francesa no tiene otra cosa que
hacer que escuchar las quejas de una oscura solicitante de visado? Lleva razón,
claro. No debo dejarme arrastrar por el río de las palabras. Usted ha de saber
que nací a orillas del Senegal. Los habitantes del río tienen una mente
desenfrenada. Haré lo que pueda. Le prometo que seré breve. Es decir, todo lo
breve que me permita ser la verdad soninké, la verdad que viene de las aves.
Primera parte
–Ven.
¿Dejaré
acaso de recordar, en el lecho de muerte, este verbo imperativo, la única frase
útil que ha pronunciado un hombre? El resto no es más que hablar por hablar,
mera palabrería pomposa. Ven, le dice el padre a la hija, y se la lleva de la
mano para explicarle tal o cual misterio del mundo. Ven, le dice el marido a la
mujer, encima de ella o ella sobre él, y quiere conducirla al país del placer
inmenso.
–Ven,
Marguerite.
Así
empezaban los desquites de Ousmane.
El
ingeniero jefe había vuelto a humillarlo. Humillar era el pasatiempo favorito
de los ingenieros jefes franceses. Cuando tenían diarrea o echaban de menos a
sus mujeres, que se habían quedado en Nantes u Orleans, o cuando les acometían
los primeros escalofríos de la malaria, humillaban a mi padre: «¡Ousmane, has
vuelto a olvidarte de abrir la compuerta de emergencia!», «¡Ousmane, el aceite
no es para los perros!», «Ousmane, ¿dónde aprendiste los números? ¿No ves que
la aguja del contador B pasa de 75?».
«¡Ousmane,
Ousmane!», gritaban con voz aguda y estentórea para que la sabana entera, de
Dakar a Bamako, se enterara de la ineptitud del capataz, mi padre.
Las
gentes de la sabana sabían que nadie en el mundo conocía tan bien la central
hidroeléctrica como Ousmane. Pues quien la construyó fue su padre, Victor
Abdoulaye, y quien la reconstruía, crecida tras crecida, era él, Ousmane.
Conque imagínese usted si no se reirían de esas acusaciones ridículas y
venenosas. Con todo, mi padre se ponía hecho una fiera.
Aquellas
noches llegaba a casa sudoroso y le rechinaban los dientes. El orgullo
profesional de mi padre era un animal de lo más espantadizo y susceptible, al
que uno no desafiaba sin exponerse a lo peor. El señor Casabona, el ingeniero,
el más cruel de los humilladores, tendría luego ocasión de comprobarlo, y no
fui yo la última en sorprenderme del drama.
Aquellas noches, digo, mi padre
entraba en casa y, sin saludar a nadie, me tomaba (violentamente) de la mano,
ven, Marguerite, y me arrastraba consigo. De nada me servía saber que era
porque me quería mucho, aquella ostensible muestra de predilección me aterraba:
ya preveía las represalias de mis once hermanos y hermanas. Pero ¿cómo hacerle
el feo? Nos dirigíamos a nuestro refugio, una serie de rocas que formaban
pasadera. «La pasadera de los gigantes, Marguerite. Cuando nuestros antepasados
eran muy altos, quiero decir, cuando ellos dominaban a los blancos, pasaban por
aquí para cruzar el río sin mojarse los pies.» Recordar aquella época gloriosa
era su primer consuelo. La tenaza de sus dedos se aflojaba poco a poco y mi
mano revivía: yo suspiraba aliviada.
–¿Te
duele algo?
–No,
papá, al contrario, estoy muy bien.
–Pues
entonces guárdate ese bienestar para ti, de lo contrario la gente sentirá celos
y te lo hará pagar caro. La felicidad debe ser nuestro secreto mejor guardado.
Hablando de secretos, voy a revelarte uno, Marguerite, el más preciado de
todos, el secreto fundador de nuestra familia. ¿Me juras que nunca, nunca se lo
dirás a nadie?
Yo
se lo juraba por lo que ambos considerábamos lo más valioso: nuestro querido
río Senegal. Estaba tanto más dispuesta a hacerlo cuanto más conocía la
flamante historia familiar: me la contaba cada vez que quería resarcirse de las
afrentas sufridas. Y yo sabía hacía mucho que cuando él recurría a nuestra
leyenda era que de verdad lo necesitaba pues, por lo general se tenía por un
científico «cien por cien racional», como todo el que trabaja al servicio de
una central hidroeléctrica. «La magia es lo contrario del saber, hijos míos, y
sin duda el enemigo de África.» ¿No estaba él inscrito en la gloriosa Escuela
Nacional de Artes y Oficios, calle Saint-Martin, número 292, tercer distrito de
París? ¿No se pasaba la mitad de las noches preparándose a distancia para las
terribles oposiciones? «Yo también seré ingeniero, y os prometo, hijos míos,
que el día que lo sea nuestra vida cambiará.» Me acuerdo bien de sus deberes
imposibles, he guardado los cuadernos de prácticas.
Pero ¿se ha visto alguna vez que la ciencia alivie los escozores de la
humillación? Como buena hija, y para no frustrarlo, yo fingía impaciencia: por
favor, papá, hace tanto que quiero saber quiénes somos realmente...
–Ya
que me lo preguntas... Ahora eres bastante mayor y podrás comprenderlo. ¿Estás
lista para escucharme? Bien. Nuestros antepasados, los primeros soninké, vivían
en Palestina y eran amigos del patriarca, el mismísimo Abraham, ¿te das cuenta,
Marguerite?
–A
pesar de lo pequeña que soy me doy cuenta, papá.
Y
así empezaba la lección de dignidad.
Y
se nos hacía de noche, sentados uno contra el otro, padre e hija, sobre una
roca, en medio de la corriente tumultuosa. Cualquier otro niño se habría muerto
de miedo, pero yo, la descendiente de los amigos de un patriarca, ¿qué podía
temer?
–¿Qué
es un patriarca, papá?
–Alguien
muy viejo, Marguerite, y que por eso conoce todas las verdades ocultas. ¡Con
ese saber, ya puedes imaginarte lo rico que sería! Como Abraham nos amaba, nos
dio muchas cosas: rebaños, campos, casas... Pero un buen día nosotros partimos
hacia el oeste.
Yo
me tenía bien aprendido mi papel. En ese momento tocaba hacerle a mi padre las
preguntas que esperaba. En mis relaciones con los hombres siempre he tenido ese
talento: hacer en el momento oportuno las preguntas que esperan. No hay casi
nada mejor para que a una la valoren.
–¿Y
por qué abandonamos una vida tan feliz? ¿Y por qué hacia al oeste?
–Nuestros
enemigos te dirán muchas cosas. Por ejemplo, que uno de nosotros cometió una
mala acción, pues sucumbió a los encantos de Agar, la más joven de las dos
esposas de Abraham. ¡Tú haz oídos sordos, Marguerite, sólo son pamemas, calumnias
malintencionadas! La verdad es que caímos víctimas de la enfermedad del viaje.
Tienes que saber, Marguerite, que partir es la enfermedad de nuestra familia.
Cuando ataca a alguno de nosotros, nada ni nadie puede retenerlo: sale
corriendo tras el sol. A menudo me fijo en tus piernas, Marguerite, y veo que
se te agitan cada dos por tres, como poseídas por la impaciencia. Me temo que
eres de los nuestros, hija mía. ¡Ay, que Dios te guarde!
En
ésas solía llegar el resto de mi familia, primero mis seis hermanos, provistos
de linternas y sonriendo tan burlones como celosos de nuestros secreteos.
–Vaya,
vaya, ¿quién hay ahí al claro de luna? ¿No parece ése papá? Sí, sí, claro que
es papá, y con la niña de sus ojos...
Se
acercaban a la roca en la que estábamos y se ponían a danzar a nuestro
alrededor como perros rabiosos en torno a mulas atadas. Los seguían mis cinco
hermanas, acompañadas de nuestra madre, Mariama. En una cesta traían la cena.
–Os
estábamos esperando –balbucía mi padre–. Lo bueno de la historia empieza ahora.
–¿Una
historia? –exclamaba uno de mis hermanos–. ¡Qué bien, con lo que nos gustan las
historias!
–¿No
será la del guijarro mágico? –ironizaba otro.
–¿O
por casualidad la de los herreros?
Mi
padre esbozaba una sonrisa.
–Sentaos.
Esperaba
pacientemente a que todo el mundo se calmara, y volvía a subirse a la grupa del
caballo de su relato.
–Una
vez, tras un largo día de viaje, nuestros antepasados se detuvieron a pasar la
noche al abrigo de un peñasco rojo, y como siempre encendieron una lumbre. De
pronto se quedaron mirando unos a otros: pellízcame, hermano, y dime que no
estoy soñando. Hermano, eso mismo iba a decirte yo, por favor, despiértame. Y
como chiquillos asustados, pese a haber pasado ya mil y un peligros, se echaron
los unos en brazos de los otros, temblando: el peñasco se estaba fundiendo.
Para
complacer a nuestro padre todos exclamábamos:
–¡Un
peñasco que se funde!
–¡No
me lo creo!
–Papá,
¿juras que no estás mintiéndonos?
–Sí,
hijos míos. Dios, bendito sea por los siglos de los siglos, regaló el cobre a
nuestra familia.
–¡Qué
milagro!
–Y
por eso nuestros antepasados se hicieron herreros.
–¡Menuda
suerte tenemos!
–¡Qué
historia tan bonita!
Y
todos contribuíamos con comentarios entusiastas.
Mientras
duraba todo aquello mi madre sonreía. Voy a explicarle a usted por qué, o no
comprenderá lo que sigue.
Ella
había nacido gesere, es decir,
«tradicionista». Los que pertenecen a esta casta se encargan de conocer la
Historia, los grandes hechos del pasado, y de sacar de ellos enseñanzas útiles
para el presente. Ocupan, pues, un lugar destacado en nuestra sociedad.
Cuando
las obsesiones hidroeléctricas de su marido podían con ella, también Mariama se
refugiaba en sus gloriosos antepasados. Antepasados que, digámoslo claro, no
pueden ser comparados con aquellos herreros, leales y trabajadores, cierto,
pero cerrilmente obsesionados por el fuego, la fundición y los engranajes...
–El
verdadero oficio de los tradicionistas es aconsejar a los reyes, ¿lo sabíais,
hijos míos? Ellos son los portadores de la palabra: la palabra que los súbditos
dirigen al rey y la que el rey dirige a los súbditos. El rey no es tonto: él
sólo habla en voz baja. Y es el gesere,
o la gesere, quien lo repite más
fuerte para que lo oigan todos. Así el rey siempre puede cambiar de idea, y
decir que lo malinterpretaron...»
Estos
relatos despertaban vocaciones, claro está: todos mis hermanos querían inspirar
a los reyes. Y yo misma anhelaba «portar la palabra» algún día. Me imaginaba
cargada de ellas y atravesando países para ir a depositarlas a los pies de
algún poderoso. Sueño cumplido, pues hoy me dirijo a usted, presidente, el más
poderoso de los poderosos de Francia. Pero no nos vayamos por las ramas, que el
doctor Fabiani se enfada. Volvamos a la sonrisa de mi madre.
Era una sonrisa como latente. Las comisuras de los labios
sólo un poco estiradas, fugaces destellos en los oscurísimos ojos maternales,
imperceptibles atisbos de ironía, un sentimiento de superioridad apenas
acusado: un prodigio de sonrisa. Una sonrisa de mujer que dice en silencio a su
marido: estás un poco ridículo con tu orgullo y tu ingenuidad masculinos, pero
no pasa nada, yo te amo igual. También un herrero tiene derecho a contar el
pasado, aunque no lo conozca del todo.
Y
yo, una niña, me decía que cuando tuviera edad amaría a un hombre con ese mismo
amor, y sería esa esposa capaz de sonreír así.