Ahora, transcurrido ya tanto tiempo,
me lo pregunto de la misma manera incrédula. ¿Cómo es posible que alguien como
yo dejara entrar en su casa a una mujer desconocida en una noche de tormenta?
Dudé en abrir. Por un largo rato me
debatí entre cerrar el libro que estaba leyendo o seguir senta-
do en mi sillón, frente a la chimenea
encendida, con actitud de que nada pasaba. Al final, su insisten-
cia me ganó. Abrí la puerta. La observé. Y la dejé entrar.
El clima, ciertamente, había empeorado mucho y de manera muy rápida en esos días. De repente, sin avisos, el otoño se movió por la costa como por su propia casa. Ahí estaban sus luces largas y exiguas de la mañana, sus templados vientos, los cielos encapotados del atardecer. Y luego llegó el invierno. Y las lluvias del invierno. Uno se acostumbra a todo, es cierto, pero las lluvias del invierno –grises, interminables, sosas– son un bocadillo difícil de digerir. Son el tipo de cosas que ineludiblemente lo llevan a uno a agazaparse dentro de la casa, frente a la chimenea, lleno de aburrimiento. Tal vez por eso le abrí la puerta de mi casa: el tedio.
Pero me engañaría, y trataría de
engañarlos a ustedes, no cabe duda, si sólo menciono la tormenta cansina,
larguísima, que acompañó su aparición. Recuerdo, sobre todo, sus ojos.
Estrellas suspendidas dentro del rostro devastador de un gato. Sus ojos eran
enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un
efecto de expansión a su alrededor. Muy pronto tuve la oportunidad de confirmar
esta primera intuición: los cuartos crecían bajo su mirada; los pasillos se
alargaban; los closets se volvían horizontes infinitos; el vestíbulo estrecho,
paradójicamente renuente a la bienvenida, se abrió por completo. Y ésa fue,
quiero creer, la segunda razón por la que la dejé entrar en mi casa: el poder
expansivo de su mirada.
Si me detengo ahora, todavía estaría
mintiendo. En realidad ahí, bajo la tormenta de invierno, rodeado del espacio
vacío que sus ojos creaban para mí en ese momento, lo que realmente capturó mi
atención fue el hueso derecho de su pelvis que, debido a la manera en que ella
estaba recargada sobre el marco de la puerta y al peso del agua sobre una falda
de flores desteñidas, se dejaba ver bajo la camiseta desbastillada y justo
sobre el elástico de la pretina. Tardé mucho tiempo en recordar el nombre
específico de esa parte del hueso pero, sin duda, la búsqueda se inició en ese
instante. La deseé. Los hombres, estoy seguro, me entenderán sin necesidad de
otro comentario. A las mujeres les digo que esto sucede con frecuencia y sin
patrón estable. También les advierto que esto no se puede producir
artificialmente: tanto ustedes como nosotros
estamos desarmados cuando se lleva a cabo. Me atrevería a argüir que, de hecho,
sólo puede suceder si ambos estamos desarmados, pero en esto, como en otras
muchas cosas, puedo estar equivocado. La deseé, decía. De inmediato. Ahí estaba
el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí
estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras
–los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda–. La imaginé
subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas la cabeza para ver su pro-
pia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta
y solitaria como un hasta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio
derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir
la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. Cuando volví a darme cuenta de que se
encontraba frente a mí, entera y húmeda, temblando de frío, yo ya lo sabía todo
de ella. Y supongo que ésta fue la tercera razón por la que abrí la puerta de
la casa y, sin dejar la perilla del todo, la invité a pasar.
–Soy Amparo Dávila –mencionó con la
mirada puesta, justo como la había imaginado minutos antes, en los ventanales.
Se aproximó a ellos sin añadir nada
más. Colocó su mano derecha entre su frente y el cristal y, cuando finalmente
pudo vislumbrar el contorno del océano, suspiró ruidosamente. Parecía aliviada
de algo pesado y amenazador. Daba la impresión de que había encontrado lo que
buscaba.