Los Kennedy (Tiempo de Memoria)

 (Fragmento del primer capítulo)

 

Si P.J. hubiera ganado, Joe Kennedy habría sido bautizado con el nombre de Patrick Joseph Kennedy III, pero en el último momento, Mary Augusta decidió llamarle Joseph Patrick. A los que no eran de la familia les explicó que «no quería en casa ningún P.J. pequeño»,1 pero ante la familia, adujo que esta versión del nombre sonaba «menos irlandesa»,2 lo cual fue interpretado como una manera de indicar que ella no estaba dispuesta a que el niño siguiera los pasos del padre.

Las hermanas pequeñas de Joe, Loretta y Margaret, lo trataban como a un príncipe irlandés. Margaret, la más pequeña, atractiva y viva, al punto que más tarde la llamaron «la Chica» de los Kennedy, diría de él:

–Yo lo tenía por un dios. Temblaba con que sólo me pidiera que le guardara algo, lo que fuera, con tal de que se fijara en mí.3

A Loretta siempre le impresionó la autoridad que su hermano, desde niño, asumía en la familia. Tiempo después, contó a un periodista cazador de anécdotas que unas navidades había sufrido una crisis religiosa cuando al bajar las escaleras vio que le habían traído exactamente la muñeca que quería, pero comprendió que era demasiado grande para que San Nicolás la hubiera metido por la chimenea. Al planteárselo a P.J., éste se encogió de hombros y miró a otra parte, pero enseguida intervino Joe diciéndole que San Nicolás tenía una varita mágica con la que aumentaba o disminuía el tamaño de las cosas, y así siguió creyendo otro año más.4

Pero quien dominó la juventud de Joe fue Mary Augusta:5 Lo llamaba «mi Joe» y monopolizaba, posesiva, su tiempo, apremiándolo con los deberes y repitiéndole continuamente que el tío John había ido a Harvard. Su firme mirada de reprimenda –«el aire Hickey»,6 como lo denominaba el resto de la familia– era lo que estimulaba a Joe, y fue ella quien formó su ambivalente actitud respecto a su pasado irlandés. La madre se sentía orgullosa del nivel social logrado con la actividad política de P.J., pero era consciente de que para la gente «bien» –los bostonianos que se apartaban de los irlandeses, como si fueran apestados–, la política se había convertido en una profesión poco honrosa. Ella quería que Joe «fuera alguien» de un modo que su marido no había conseguido, pese a su posición en la jerarquía de los irlandeses de Boston. Correspondiendo a las ambiciones de su madre, Joe volvía corriendo a mediodía desde la escuela parroquial para comer en casa con ella. Cuando ya el hijo era un joven con futuro en la comunidad de Boston, Mary Augusta recordaría feliz:

–Me echaba de menos. Me echaba de menos, y por eso volvía corriendo a casa para verme.7

Sin embargo, por ambivalente que Mary Augusta pudiera ser, la política seguía siendo la principal realidad en la vida de los Kennedy y ocupaba un lugar nada desdeñable en las primeras experiencias de Joe: era como el aire que respiraba. Su crianza fue un sinfín de bailes de sociedad, bodas, velatorios y reuniones de distrito: lugares de reunión de los electores y la comunidad. Al 165 de Webster Street acudía un desfile constante de suplicantes.8 Al principio, al oír las llamadas en la puerta, Mary Augusta decía:

–Diles que estamos comiendo.

Pero P.J. se levantaba pausadamente, limpiándose el bigote y replicaba:

–No; voy a recibirlos.

Se le oía llegar al vestíbulo y, luego, un murmullo de conversación en el pasillo; al poco rato, asomaba la cabeza por la puerta del comedor mientras se ponía el abrigo y el sombrero:

–Seguid sin mí.

Más adelante, ella se preocupaba de que tuviera siempre un traje preparado, por si lo esperaba algún compromiso por la tarde; se aseguraba también de que el cocinero tuviera hecho un sancocho de almejas con picatostes para cuando volviera a casa. A veces, Joe acompañaba a su padre, y no olvidaría nunca aquel día de elecciones en que paseaban juntos y, de repente, se les acercó un lugarteniente de la organización paterna para manifestarle, orgulloso, que ya había votado 128 veces.