Mujer desnuda, mujer negra

... Hablando de deseos momentáneos, noto de pronto que un hombre me toca. No le veo la cara, pero siento el calor de sus dedos en mis labios. Sus manos me soban los pechos, me acarician el vientre, luego se insinúan entre mis piernas y empiezan a pulsar suavemente el bulto de mi corosol. Lo hacen con cierta indiferencia. El desconocido no quiere darme gusto. Parece que ha decidido disfrutar sin preocuparse de mí. Yo me hago la dormida. Me imagino su rostro inexpresivo y eso me excita horrores. Me abandono a sus manos sin dejar de pensar en mis propios fantasmas.

Está loco, me digo asqueada. Tiene barriga, la cara cubierta de granos, las aletas de la nariz anchas. Y babea como un demente. ¡Es más feo que un demonio con cuernos!

Con un gesto brusco, me abre de piernas y me penetra. Trajina en mi sexo con una violencia monótona mientras recita suras. Y, como en una especie de alucinada sugestión, mis sentidos acaban adaptándose a ese horror. Un placer histérico, un frenesí primitivo se apoderan de mi alma. Una serie de fogonazos me inflaman las venas con una fuerza tal que me fulminan. Casi en el mismo momento, el desconocido lanza un prolongado alarido de bestia y se derrumba.

No tarda en reponerse y, jadeando, se viste. Yo sigo con los párpados cerrados. Quiero recordar el placer de ese hombre en tanto que un extraño. Oigo que habla un momento con Fatou en el salón, luego que sus pasos se alejan, mezclados con el fragor del viento que azota la chapa ondulada.

Caigo en una somnolencia bienhechora en la que la imagen de mi madre se solapa a mis experiencias amorosas. ¿Vivió ella la exaltación de los sentidos antes de que le salieran esas arruguitas en los ojos? ¿Experimentó estos placeres ardientes por los que yo aceptaría morir quemada pero feliz? ¿Conoció estos saltos a ese lugar en que uno no se pertenece? Me hubiera gustado poder hacerle estas preguntas, preguntas ofensivas para los oídos de una madre. Me habría mirado de un modo raro y me habría contestado: «Tú te pasas, hija mía. Soy tu madre, no tu confidente».

Absorta en estos pensamientos, hundida en unos sueños en los que el sapo se traga a la serpiente y mi cuerpo obedece a una cronobiología animal, percibo de pronto una presencia. Es un hombre. Huele a tabaco y a ociosidad. Se tumba junto a mi costado y noto sus pelos, que me pinchan en los muslos. Me levanta una pierna y se acopla a mi secreto. Me coge de las caderas, febrilmente, y empieza a moverme adelante y atrás. Yo soy su columpio. Yo lo mezo, lo divierto, lo distraigo. Siento que la tierra me traga y que mi cerebro retumba con la fuerza de una riada. En eso el hombre, sin decir una palabra, termina y, con la misma rapidez que el otro, se viste y se va.

Cuando entra el tercero, mis sentidos se han cegado. En mi interior se ha hecho un vacío sideral. Tengo hambre de placeres, soy una bulímica de deseos, mi sexo parece haberse transformado en una gruta voraz.

Fingiéndome dormida, me pongo de espaldas. Abro las piernas, las dejo muertas a cada lado de la cama. Tengo la impresión de estar en una ceremonia vudú en la que unos poderes extraños ralentizan mis centros neurálgicos y me ofrecen esa paz que es condición ideal de la verdadera felicidad.