Vivieron tan poco tiempo
juntos que para ellos todo sucedió por primera y última vez.
Al principio de
la noche, en la violencia del amor, él rompió el viejo collar que ella nunca se
quitaba. Casi al mismo tiempo empezó a llover. Las gotas de lluvia parecían
imitar la fina metralla de las cuentas de ámbar que repiqueteaban al caer el
suelo. Luego arreció, el aguacero se convirtió en tromba de agua y, al final,
estalló en una ola marina que inundó la habitación. Después de un día
sofocante, en que el viento seco batía como alas de insectos, esa ola llegó a
sus cuerpos desnudos, impregnó las sábanas con el olor húmedo de las hojas, con
el frío desabrido de las llanuras. Frente a la cama no había pared, sólo unos
maderos carbonizados. Dos semanas antes, la casa había sido incendiada. Un
cielo de tormenta, violeta, pesado, resinoso, amenazaba tras la brecha. Fue la
primera y última tormenta de su vida juntos.
Ahora
ella se levanta, corre la mesa hasta el rincón más resguardado del diluvio y se
detiene junto al muro derrumbado. Él se incorpora, se reúne con ella, la rodea
con sus brazos, esconde la boca entre sus cabellos, la mirada perdida en la
negra efervescencia que se distingue al otro lado de la abertura. El viento se
le pega a la piel como si fuera un gran lienzo empapado. El hombre tirita de
frío y susurra al oído de la mujer: «Tú nunca tienes frío…». Ella se ríe con
dulzura: «Vivo en estas estepas desde hace más de veinte años. Y tú, ¿un año?
Ésa es la razón… Pero te acostumbrarás, ya lo verás».
Un
pesado convoy sacude las vías cerca de la casa. El jadeo de la locomotora
perfora la oscuridad y se abre paso entre el ruido de la lluvia. La caravana de
vagones se detiene al otro lado de las ventanas, mientras la luz de una
linterna alcanza la habitación. El hombre y la mujer callan, se quedan
acurrucados el uno contra el otro. Del tren asciende un batiburrillo de voces
agudas, quejas y un largo estertor de dolor. Se trata de heridos irrecuperables
para el frente, evacuados hacia el interior del país. Es extraño sentir el
propio cuerpo tan vivo y todavía aturdido por el placer. Esos hombros femeninos
que los dedos acariciaban, el palpitar lento, caliente, de la sangre en el
hueco de la cadera... Una cuenta de ámbar se desliza bajo un pie. Mañana habrá
que recogerlas todas y arreglar el collar.
Lo
más inaudito es pensar en el día siguiente, en esa busca y captura de las
cuentas. En esa casa apenas a cien kilómetros del frente, en un país que para
ella es extranjero y para él mucho más… Al otro lado de las ventanas, el tren
se pone en marcha, inicia su cadencioso traqueteo metálico. Ellos escuchan las
sacudidas del convoy hasta que el sonido se pierde en el torrente de lluvia. El
cuerpo de la mujer parece un volcán. «Más de veinte años en estas estepas…»,
recuerda el hombre, y sonríe en la oscuridad. Desde que se conocieron,
anteayer, él le ha contado lo que ha pasado en Francia durante ese tiempo. Como
si pudiera acordarse de todo, enumerar cada acontecimiento, un año tras otro,
desde 1921 hasta el mes de junio de 1940, cuando él salió del país…
Las
gotas de lluvia rebotan en el suelo. Sienten la humedad en la cara. «¿Crees que
conseguirá imponerse? Sin ejército, sin dinero, es difícil para un general…»,
murmura ella. Él espera a responder, sobrecogido por la intensidad de esos
minutos. Una mujer que llevaba años sin oír su verdadero nombre (allí la
llamaban Chura o, a veces, Alexandra), él convertido en piloto ruso, esa casa
reventada por una explosión, esa aldea a orillas de un gran río, en medio de
las estepas donde se fragua una batalla monumental…
Un
pájaro espantado por la tormenta se cuela en el cuarto, traza en la oscuridad
un vuelo agitado y luego escapa por la brecha.
«Es
verdad, se siente solo», suspira el hombre, «y, además, no creo que pueda
contar con los ingleses… Igual que en un combate aéreo, no siempre es decisivo
el número de aviones, ni siquiera la calidad de los aparatos. Lo que cuenta es,
no sabría decirte…, el aire. Sí, a veces notas que el aire te transporta y
juega a tu favor. El aire o el cielo. Basta con creerlo firmemente. Para el
general, el cielo es más importante que todo lo demás… Y él lo cree.»
Durante
el viaje, calculé varias veces cuántos años me separaban de los dos amantes.
«Cincuenta
años menos unos meses…», pienso de nuevo mientras, desde la ventanilla del
avión, sigo con la mirada la monotonía de las horas nocturnas sobre Siberia.
Cincuenta años… La cifra debería impresionarme. Y, sin embargo, en lugar de
asombro, siento con fuerza la presencia de esos dos seres en mí, su profunda vinculación
a mi existencia.
Fuera,
no se puede caminar a menos que se hunda una pica o un palo de esquí en el
caparazón de nieve barrido por el viento. Dentro, en el amplio comedor de la
isba, la estufa de acero está al rojo vivo. El aire huele a corteza quemada, a
tabaco negro y a un licor de frutas del bosque de casi ochenta grados. Llegué
hace apenas una hora, he alcanzado mi objetivo, estoy aquí, en la casa llamada
La Orilla. («Está en la orilla», me dijo un lugareño al indicarme el camino.
«¿En la orilla de qué?», pregunté. «En la orilla, sin más, así se llama, es la
última casa, verás que cerca hay una pista de helicópteros. Bueno, ahora con la
ventisca no vas a ver nada. Y, sobre todo, ¡no te sueltes del cable!») Me puse
en marcha, doblado el cuerpo por la cintura bajo las ráfagas de viento. La
mochila daba bandazos a mi espalda, con una mano agarraba un viejo palo de
esquí, la otra mano se deslizaba por una cuerda gruesa tendida desde una casa a
la siguiente.
Ahora,
al calor del hogar, espero a que cese la inercia que el viaje ha impreso en mi
cuerpo. Varios días de tren, luego el avión y, al final, ese terrible vehículo
oruga que me ha traído hasta aquí a través de los desiertos de nieve. Y la
última etapa: ese avance interminable a lo largo de un cable forrado de
escarcha, la penosa marcha hasta La Orilla. «¿La orilla de qué?» La orilla de
todo. De la tierra habitada, del Ártico, de la noche polar. El cable terminaba
justo allí, clavado en los maderos de esa última casa.
Consigo
mover los pies dentro de mis botas. Las manos y las falanges de los dedos
reviven, obedecen. También sujeto la taza sin volcarla, no como un momento
antes. «Objetivo cumplido», me digo, y sonrío. Estoy en los parajes que Jacques
Dorme sobrevoló en el pasado. Mañana veré el lugar donde se quebró esa vida que
guardo en mí desde que era niño. Esa vida y la de la mujer que lo amó. En la
feliz somnolencia de mi agotamiento, esas existencias remotas cobran vida tras
mis párpados, traen a mi memoria el relato de un día, de una ciudad, el
recuerdo imaginado de una noche. De aquella madrugada en que la lluvia imitaba
el repiqueteo de las cuentas de
ámbar…
–Oye,
amigo, ¿conoces la historia de un chico de Moscú, más o menos de tu edad, que
viene por primera vez a la taiga de Yakutia? Escucha, voy a contártela…
Quien
habla es uno de mis anfitriones. En la casa de La Orilla viven tres personas.
Dos geólogos que, al estrecharme la mano, habían repetido, en una divertida
coincidencia, el mismo nombre: Lev. «Dos Leo, dos leones», me dije, y sonreí
con disimulo. El primero, alto y ancho de hombros, adivinó mi pensamiento y
quiso precisar:
–No,
el verdadero león soy yo. Él es un cachorro…
El
segundo, menudo y con la cara salpicada de sabañones, exclamó:
–¡Cierra
el pico, Trotsky!
Con
ellos tomé una copa de bienvenida de ese brebaje inhumano de alcohol endulzado
con bayas. Luego, con una facilidad asombrosa, conseguí que al día siguiente me
aceptaran en su expedición.
–Por
supuesto, amigo, sólo habrá que informar al piloto. Dalo por hecho, él te llevará
a donde quieras mientras nosotros hacemos volar la montaña.
Saqué
de mi mochila una botella de coñac que traía de París y lo servimos en tres
copas gruesas de cristal tallado. Los dos bebieron y se miraron el uno al otro
con aire dubitativo. La costumbre rusa prohíbe criticar un regalo.
–Está…
bueno –concluyó el gran Lev.
–Sí,
no está mal –confirmó el pequeño Lev.
–Parece
vino de misa. A las mujeres les debe de gustar. Valia, ¿quieres una copita?
Valia,
la cocinera, negó con un gesto de la cabeza. Amasaba la pasta sobre una gran
mesa, al otro lado de la sala, y tenía los brazos blancos de harina hasta los
codos. Era una mujer desmesurada: su pecho, redondo y pesado, abombaba el
jersey de lana gruesa; sentada en un taburete, sus nalgas rebasaban el asiento.
Tenía los ojos rasgados como suelen tenerlos los habitantes de Yakutia, pero su
piel era muy blanca. Y el porte que recordaba a las mujeres ucranianas. «¿Qué
clase de hombre se atrevería a acercarse a esa hembra gigantesca?», pensé con
admiración y espanto.
Ahora
escucho la historia que el pequeño Lev ha empezado a contar:
–…
Procedente de Moscú, el chico aterriza en plena taiga. No conoce nada pero
rebosa energía como todos vosotros. Entonces, los ancianos siberianos le dicen:
«Si quieres convertirte en uno de nosotros, debes hacer tres cosas. La primera,
beberte una botella de vodka de un trago; la segunda, acostarte con una mujer
yakuta; y la tercera, adentrarte en la taiga y estrecharle la pata a una osa».
Nuestro hombre se lanza, agarra una botella y, hala, de un trago. Luego corre
hacia la taiga. Una hora más tarde vuelve todo arañado y dice a voz en grito:
«¡Venga, mostradme a una mujer yakuta, voy a estrecharle la pata!». Ja, ja, ja…
Se
parten de risa y me la contagian. Me río sobre todo por la simpática pantomima
que el pequeño Lev se anima a interpretar: un joven neófito se bebe medio litro
de alcohol y corre a la taiga para violar a una osa. En ese momento aparece
Valia con una bandeja de patatas humeantes. En plena excitación teatral, el pequeño
Lev se abalanza sobre ella, la sujeta por detrás, le ciñe las caderas con los
brazos y las manos, le hunde el mentón en sus anchas espaldas. He ahí una osa
atacada por el ingenuo moscovita. Ella se vuelve, sus labios sonríen pero sus
ojos son lanzallamas:
–Y
este enano ¿cómo se atreve?
Su
mano cae sobre la cabeza del geólogo igual que haría la zarpa de una osa, con
una fuerza mansa. El hombre, con la cara empolvada de harina, sale disparado
contra la pared.
Por
la noche, sobre el silbido de la viento se escuchan los ruidos de la casa: los
ronquidos de los dos Lev, el crujir de la leña en la estufa y, de vez en
cuando, el paso de una página. En la habitación contigua, Valia lee el grueso
libro que al llegar he visto en el alféizar de una ventana. Es una de esas
novelas de los años sesenta donde el amor se vive a la sombra de unas inmensas
centrales eléctricas en construcción, de la taiga conquistada y las hazañas
condecoradas por la madre patria. Tal vez esa ficción no esté tan lejana de la
vida de la mujer, o de sus sueños… No me doy cuenta de en qué momento ella
apaga la luz.
De
madrugada, el azote del temporal anula cualquier otro sonido que se pudiera
oírse. Imagino el punto negro minúsculo que es mi presencia en este lugar del
mundo. ¿Qué puedo tomar como referencia? ¿La franja helada del océano Ártico?
¿El estrecho de Bering? ¿El pico de la Victoria, de tres mil metros de altitud,
situado al oeste de la casa?
Y
pienso que, al final, para mí nada sitúa mejor este lugar como el recuerdo de
la vida de Jacques Dorme.
La
historia de Jacques Dorme me acompañó durante todo el viaje. Su intensidad
eclipsaba cualquier ciudad, cualquier estación, lograba aislarme entre la
gente. Fui de París a Varsovia, llegué sin dificultad hasta Ucrania (que
acababa de proclamar su independencia) y allí me tuvieron varias horas retenido
en la flamante frontera con Rusia. Las palabras «frontera», «visado»,
pronunciadas ante una caseta de madera oscurecida por la humedad de la nieve,
parecían salidas de un relato satírico de Chéjov. Como también el uniforme de
los aduaneros, por su corte extrañamente afeminado, y las águilas de sus chapkas,
que, con su dorado de pacotilla, me recordaban a los árboles de Navidad. Pero
lo más insólito era mi documentación, ese pasaporte de apátrida que me
autorizaba a entrar «en cualquier país excepto en la Unión Soviética». La Unión
Soviética ya no existía, y esta prohibición adquiría un sentido inquietante,
casi metafísico. Mal plastificado por un viejo argelino del barrio parisino de
Barbès, el documento acusaba la humedad. Su fino cartón combado y los sellos
borrosos no podían por menos que suscitar desconfianza. Compadecido de mi
ingenuidad, un camionero terminó por indicarme la cantidad de alcohol necesaria
para que me dejaran pasar. Yo llevaba dos botellas de coñac. Según él, con una
bastaría. Le acerqué una petaca al jefe del puesto, que deslizó en el bolsillo
de su capote antes de soplar sobre un sello azul índigo.
Era
la primera vez que regresaba a Rusia y lo hacía de forma clandestina. Lo
insólito de mi llegada al país quedó enseguida borrada enseguida por el nuevo y
extraño estado de las cosas, cómico y triste a un tiempo. Como ese monumento de
una ciudad de Ucrania, o esos dos personajes que se dan la mano, o aquella
leyenda escrita en letras de oro: ¡viva
la unión de ucrania y de… Lo que seguía (…rusia!) había sido arrancado. Como el visado que había pagado
con una botella de coñac. O esa tarde en Moscú..., cuando vi que un grupo de
hombres se agolpaba en la parte trasera del destartalado edificio de un
restaurante. Pisoteaban la nieve embarrada de primeros de marzo, sonreían,
guiñaban un ojo, pero las sonrisas eran algo tensas, y todas las miradas se
dirigían hacia dos grandes ventanas que permanecían abiertas en la planta baja.
En el interior, iluminado por una luz fluorescente, se veía una pared de
azulejos blancos, dos espejos y un secador de manos que zumbaba en el vacío.
Una mujer apareció delante del espejo, se desabrochó el abrigo y, sin
preocuparse por la presencia de los espectadores, dejó al descubierto la
blancura de su cuerpo desnudo. Al volverse sobre sus altos tacones, mostró unos
senos generosos con pezones oscuros y el triángulo rollizo de su vientre. Otra
mujer levantó el pie y se apoyó en la pared para subirse la cremallera de la
bota. Se bajó la minifalda, se le veía la pierna hasta la cadera, un muslo
grueso embutido en una media roja… Aquel desfile improvisado por las
prostitutas en los servicios de un restaurante era la prueba de una
liberalización indiscutible. Había menos hipocresía que antes, más imaginación.
«Todo un progreso…», pensé al reanudar la marcha.
Tuve
la misma sensación dos días más tarde en una gran ciudad a orillas del Volga.
Para hacer tiempo hasta subir al tren, me dejé arrastrar por la multitud y llegué
a un parque. En medio de los quioscos pintados de colores, la gente celebraba
unos animados festejos. Tal vez eran las fiestas de la ciudad, o simplemente
disfrutaran de un domingo de buen tiempo. El sol todo lo inundaba, se reflejaba
en la nieve que cubría el suelo desde la víspera. Yo, al caminar, tropezaba con
los montones de nieve, embriagado por la frescura ácida del ambiente, fundido
con las risas, las miradas, las palabras que no necesitaba interpretar. Esos
encuentros eran como uno de esos sueños que no precisan explicación, donde el
afecto se vive de forma evidente, sincera, fascinante. Ebrio de sol y de la
alegría contagiosa de los demás, tuve una ocurrencia exaltada, de un
patriotismo afectado: «Puede que sólo tengan tres rublos en la cartera, pero se
ríen y lo celebran como antes. ¡Un país que se desmorona y, sin embargo, rebosa
felicidad! En Occidente habría…». Enajenado por el júbilo, me disponía a
desarrollar mi análisis comparado del alma eslava y del Occidente sin alma. De
pronto, mi dicha encontró su expresión perfecta en el rostro de una niña. Debía
de tener unos nueve o diez años, poseía una belleza casi sobrenatural y
caminaba de la mano de una mujer, sin duda su abuela. Se detuvieron a unos
pasos de mí, la niña me miró con curiosidad. Le sonreí. Y entonces me di cuenta
de que esa carita increíblemente hermosa había sido maquillada. Con discreción
y por una mano experta, adulta. No parecía acicalada para la fiesta, sino más
bien transformada en el excitante rostro de una mujer muñeca. Vi también que
anochecía, que los quioscos acababan de cerrar. En mi cabeza todavía resonaban
las risas y el sol... Las primeras farolas temblaban bajo una luz en tono
malva. La mujer se volvió y me dirigió una mirada escrutadora. Luego acarició
el mentón de la niña y murmuró:
–La
fiesta ha terminado y tú te quedas sin caramelos.
La
criatura me miraba fijamente. En el último momento me mordí el labio, y logré
reprimir las palabras: «Tiene una nieta preciosa…». Creí descifrar su juego. La
mujer tiró de la mano de la niña. Las vi dirigirse a un enorme hangar
prefabricado, la «cervecería». A mi espalda alguien silbó un suspiro asqueado,
dos vendedoras que charlaban:
–¿Has
visto? Vuelve esa vieja con la niña.
–Ya,
pero ¿qué esperabas? La chiquilla es quien le da de comer… Deberían ahorcar a
los cerdos que hacen eso.
Al
final del sendero distinguí esas dos siluetas, la pequeña y la grande,
recortadas contra el alumbrado de la cervecería. Debería haberlas alcanzado,
darles el dinero que tenía, avisar a la policía, rescatar a la niña… Pero ¿de
verdad lo había entendido bien? A lo largo de la vereda, los quioscos
permanecían cerrados, aunque se filtraban las luces encendidas en el interior.
Se intuía la presencia silenciosa de los propietarios. La oscuridad del parque,
esos pabellones minúsculos, cada uno con su secreto, la niña maquillada que me
había sonreído… Preferí pensar que me confundía.
Sólo
experimenté la sensación real de haber regresado a Rusia cuando caminé por los
pasillos del metro y los corredores subterráneos, convertidos en un zoco de
miseria. Los ancianos vendían objetos que a todas luces habían saqueado de
algún apartamento, en alguna habitación donde su ausencia dejaría para siempre
un vacío. Aquello no era el alegre revoltijo de un mercadillo, sino los
vestigios de unas existencias malogradas por los nuevos tiempos. Reconocía la
porcelana desgastada de una taza, la forma del tacón de unos zapatos, la marca
de un transistor… Esos restos pertenecían a mi infancia. Toda una época saldada
por unas manos envejecidas, moradas por el frío.
Aquel
pasado humano para siempre desperdigado me impresionó más que la obscena
ostentación de la nueva riqueza, mucho más que cualquier otro cambio. Ese
pasado y también la belleza de la niña maquillada. Mi ignorancia, en esta nueva
era, de lo que debía hacer para proteger a la pequeña.
Siberia
me hizo olvidar esos encuentros frustrados. Allí apenas había cambiado nada.
Las nuevas repúblicas, surgidas tras la caída del imperio, sólo habían
coloreado los mapas. La tierra era la misma: infinita, blanca, indiferente a
las escasas apariciones del hombre. En el letargo invernal, uno no vivía
pendiente de los últimos sobresaltos de la actualidad, sino del trazo rojizo
del sol, que, en unos días, surcaría el horizonte tras una larga noche polar.
Al
escuchar a los geólogos de la isba de La Orilla, comprendí que pertenecían a la
misma época que los objetos vendidos por los ancianos en los pasillos del
metro. Vivían como si los ocho mil kilómetros de nieve que los separaban de Moscú
hubieran aminorado el paso del tiempo. ¿Se habían quedado en los años sesenta?
¿En los setenta? Todo en su forma de vivir, de hablar, iba con veinte o treinta
años de retraso. El chiste del recién llegado que viola a una osa… lo había
escuchado más de una vez durante mi juventud. Unos veinte años atrás en el
tiempo. No, más bien era un tiempo al margen del tiempo, una sucesión de días
marcada por el rechinar del viento en el cristal, la llama del fuego, la
respiración de esas tres personas que dormían, tan distintas y tan cercanas,
esos dos hombres con el rostro quemado por el Ártico, esa mujer grande de ojos
rasgados acostada en el cuarto de al lado. (¿Cómo serán sus sueños? ¿Estarán
cubiertos de nieve o, muy al contrario, bañados por el sol del sur?) Un tiempo
nocturno, acompasado al pálpito de nuestra sangre en un brazo que se dobla bajo
la cabeza, un latido tibio perdido en medio de la blancura infinita, en lo más
recóndito de la oscuridad cósmica, irisada por la fosforescencia boreal.
Antes
del amanecer me despertó una tormenta que proyectaba los copos de nieve contra
los cristales y retumbaba en la casa con una vibración sorda. Tardé unos
segundos en comprender que un helicóptero acababa de aterrizar al lado de La
Orilla. Vi una luz encendida bajo la puerta del comedor y oí el ruido de platos
y tazas de aluminio. Los geólogos se levantaron a toda prisa e incluso, me
pareció entonces, con cierto pánico. El gran Lev se frotó el rostro con rabia
bajo el grifo. El pequeño Lev abrió con premura su navaja de afeitar…
La
puerta cedió con el crujido estridente del hielo cuando se quiebra, y yo creí
descubrir el motivo del nerviosismo de mis anfritiones. Para entrar en la casa,
un hombre tuvo que inclinarse y, al detenerse en el centro de la habitación, su
rostro se quedó a la altura de la bombilla encendida en el techo. Llevaba
puesto un chaquetón de borrego negro y botas de piel de reno. Observó la
estancia desde su gran estatura, vio el desorden causado por la borrachera de
la noche anterior pero no dijo nada, esperó a que los dos Lev se le acercaran.
Los geólogos se presentaron con un aire en apariencia distendido y la mirada
huidiza:
–¡Hola,
jefe! ¡Estamos listos en cinco minutos!
A
su lado, el gran Lev parecía un tanto pequeño. El Lev más menudo tuvo que levantar
el brazo para darle la mano al piloto. El hombre los observó en silencio, luego
tomó la botella de coñac vacía.
–Veo
que estabais preparados desde ayer –dijo en un tono de voz grave, parecido al
ruido que hace el embrague de un todoterreno militar en inverno–. Os advierto
que si oigo el menor ruido durante el vuelo os tiro por la ventanilla con
vuestros petardos…
Se
abrió la puerta de la cocina y entró Valia con una tetera grande que desprendía
un hilo de vapor. Al verla, recordé mi asombro: «¿Qué clase de hombre querría
hacerle el amor?». Su cuerpo pareció recuperar unas proporciones normales; la
presencia del piloto la volvía más femenina, incluso seductora.
–¿Vas
a comer algo? –le preguntó ella.
Él
sonrió con un aire huraño:
–No,
no tenemos tiempo, han anunciado que soplará el viento a última hora de la
tarde… Pero dales un poco de salmuera a estos borrachines para que no me
ensucien el aparato, ni medio Ártico. –Sacudió la botella de coñac y soltó un
gruñido sin dejar de sonreír–. ¡Y ahora se emborrachan con alcohol de
importación! Menudos aristócratas…
El
pequeño Lev intervino con aire conciliador y señaló con el dedo hacia donde yo
estaba:
–Jefe,
esta botella nos la ha traído nuestro camarada de Moscú. Es coñac, pero no muy
fuerte. Quizá podría venir con nosotros… Es periodista…
Dijo
esta última frase en un tono de voz más apagado que acabó perdiéndose en un
balbuceo.
El
piloto se volvió hacia mí, me miró con dureza pero sin hostilidad.
–El
camarada moscovita… –murmuró– les incita a beber y después ellos se vuelan la
tapa de los sesos en lugar de hacer volar la montaña…
Se
inclinó un poco para entrar en la cocina y añadió, sin apenas volver la cabeza,
como si fuera un tema zanjado:
–En
cuanto a lo de venirse con nosotros, lo siento pero no hacemos visitas guiadas.
El
gran Lev siguió los pasos del piloto y evitó cruzar mi mirada. El pequeño Lev
me dirigió un gesto contrito, con los brazos separados en expresión de
impotencia.
Yo
salí fuera. El día había amanecido: una luz cenicienta permitía distinguir la
silueta de las montañas y, a mis pies, un árbol enano tendía hacia el cielo sus
ramitas, tan retorcidas que parecían un alambre de espino. En la penumbra, las
hélices del helicóptero agitaban la lenta caída de los copos de nieve. Me
encontraba a una hora de vuelo del destino de mi periplo. Desde París había
recorrido más de once mil kilómetros. El lugar donde yacía el avión de Jacques
Dorme debía de estar por allí cerca, en algún punto de esa cordillera glacial.
Sentí cómo el frío (¿treinta y cinco, cuarenta grados bajo cero?, igual que la
víspera…) me arañaba la cara, cómo las lágrimas heladas me lastimaban los ojos.
Comprendí que ver ese lugar era esencial. Mi curiosidad de escritor no era un
capricho, la vida me había llevado hasta allí de forma misteriosa y mi
existencia sería otra si no lo contemplaba.
La
puerta chirrió. Los dos Lev salieron cargados con cajas y se dirigieron hacia
el helicóptero. Escuché la voz de Valia. El piloto se detuvo en el umbral. Yo
le corté el paso y lo abordé con torpeza:
–Oiga,
tal vez podría…
Pero
la expresión de sus ojos me impidió terminar la frase: «… pagarle». Me dio una
palmadita en el hombro y me aconsejó, en un tono más amistoso:
–Yo,
en su lugar, me iría ahora mismo al pueblo, no sale otro medio de transporte
hasta la noche…
Fue
entonces cuando, con voz apagada, acepté mi fracaso y, sin pedir nada más, le
hablé de Jacques Dorme. Conseguí resumir su vida en unas frases breves y
desnudas. Me sentía tan abatido que apenas oía mis propias palabras. Sólo en ese
estado me vi capaz de expresar la dolorosa verdad de aquella existencia. Un
aviador llega a Rusia desde un país lejano y conoce a una compatriota, se aman
durante unos días, en una ciudad que pronto acabará convertida en ruinas; luego
él parte hacia el confín de la tierra para pilotar aviones destinados al frente
y muere al estrellarse contra una ladera helada, bajo el cielo pálido del
círculo polar.
Lo
conté de otro modo. Quizá no mejor, sino más breve, más cerca de la esencia de
aquel amor.
El
piloto soltó el picaporte de la puerta y murmuró, como haciendo un esfuerzo de
memoria:
–Sí,
ahora lo acuerdo… El puente aéreo entre Alaska y Siberia, el Alsib…
Escuadrillas de auténticos ases caídos en el olvido. ¿Es el avión que yace en
medio del Tridente?
Asentí
a sus palabras. El Tridente, una montaña de tres picos…
–¡Jefe,
ésta es la última, ya podemos irnos!
El
pequeño Lev bajaba los escalones haciendo equilibrios con una caja sobre los
hombros. El piloto carraspeó.
–Y
esa mujer… ¿era algo suyo? ¿La conoció?
Yo
respondí en voz baja, como si nadie fuera a escucharme en ese desierto blanco:
–Para
mí ella era como… una madre.
–¡Todo
listo, jefe! –El sonido de un portazo cortó la voz del gran Lev.
–¿Lleva
la documentación encima? –preguntó el piloto, y se frotó la nariz.
Pensé
en mi pasaporte redactado en un idioma que para él era ilegible, donde se
mencionaba aquello de «en cualquier país excepto en la Unión Soviética».
–No…,
no tengo los papeles…
Hizo
un movimiento de la cabeza, luego separó las manos como diciendo: «En ese caso,
no puedo hacer nada por usted». Pero, de pronto, señaló el helicóptero con un
gesto del mentón, sonrío y suspiró:
–¡Vamos,
suba!
Al despegar, el aparato se inclinó de un lado y, por un momento, vi la casa de La Orilla, una luz en la ventana de la cocina. Me pareció que el piloto también miraba hacia esa ventana.