Tan pronto empezó
la guerra mi viejo volvió al mar en su vieja carraca. No regresó más nunca.
Entonces mi vieja se acostó a morar en el cuarto que teníamos alquilado en el
Cerro y me mandó a vivir con tía Aurelia al reparto. Mi vieja murió cuando yo
tenía cinco años, sin saber nada de la guerra, y sin importarle, salvo porque
por ella mi viejo había vuelto al mar, donde era peligroso, y donde un día u
otro tenían que hundirlo los yanquis. Pero los yanquis todavía no habían ido a
la guerra. Eso fue en el 14.
Tía Aurelia había
comprado un pedazo de tierra en el reparto y empezó a sembrar y cultivar
flores. Sabía algo de eso. Se mandó hacer también un bajareque, sobre pilotes,
y tenía una vaca de leche amarrada a un mamoncillo. Sólo entonces empezaba el
reparto a tener cercas, había media docena de casas por ahí, desperdigadas, y
alguien había abierto una bodeguita abajo, en la calzada. Los cesteros que compraban y vendían
las flores subían a pie o en la guagua de caballos desde el paradero. Las
flores de tía Aurelia eran tan pobres y pequeñas y sonrojadas como ella. Rosas
y claveles era lo único que cultivaba. No sabía de cierto hasta dónde llegaba
la tierra que había comprado, de modo que empezó por cavar unos surcos en el
centro y plantar allí las primeras rosas. Por un lado se abría el monte; por
otro estaba el conuco de un hombre que llamaban Demetrio; lo demás era el
caserío y la calzada. Tía Aurelia vivía sola, y, a veces, lloraba sola. Tenía
treinta y cinco años y era sola, pero se había fatigado sirviendo de criada y
quería tener, por lo menos, un cachito de tierra. En alguna parte tenía también
un hermano, que era jardinero, y que le había enseñado lo que ella sabía, pero
un día se había ido con una familia para Oriente y no le había escrito más
nunca. Quizá estuviera muerto. Los emigrantes mueren fácilmente.
Tía Aurelia había
ido a casa a cuidar a la vieja en los últimos días; y luego a lavar el cadáver,
vestirlo, velarlo y enterrarlo. En eso se había ido cuanto teníamos, pero el pedacito
de tierra era todavía suyo, y no había tenido que vender la vaca. No era mucho,
pero tía Aurelia no estaba acostumbrada a mucho. Lo que más le afligía ahora era pensar que los años suben y la
vida baja y que no tenía un «arrimo» a su lado. Una noche fue a casa la
bodeguera, y tía Aurelia le dijo, sin venir al caso, que el arrimo que ella
precisaba era un hombre, pero que ya estaba resignada a no tenerlo. Dijo que, a
los treinta y cinco años, era
virgen, y que probablemente moriría virgen. Esto fue al año de empezar la
guerra.
Al comienzo la gente del reparto apenas se enteró de
la guerra. Los periódicos apenas llegaban aún allí sino en envoltorios, con
retraso, y lo que pasara al otro lado del mar, en Europa, no importaba mucho a
los del reparto, visto que (para los españoles como tía Aurelia, la bodeguera y
otros) España no había entrado en la guerra. Ni aún los fiñes jugábamos todavía
a la guerra –ni apenas a nada, salvo a las maldades–, porque todos éramos niños
pobres en aquel reparto. Los mayores trabajaban
aquí y allá, donde podían, criando aves, sembrando viandas. La guagua no
pasaba más que una vez al día; a veces, ni pasaba; y entonces los floreros y
vendedores de aves bajaban a pie al paradero. El tren estaba algo lejos.
Pero la guerra dio en animar oscuramente el reparto. Se
empezaron a hacer otras casitas de madera, y a tirar cercas, y hasta se
alquilaba un coche viejo para llevar cosas que vender al paradero. La gente
parecía contenta, compraban periódicos y, por las tardecitas, se apiñaban a
leerlos en la bodega. El bodeguero fue el primero en amoscarse por aquella
lectura. Todas las victorias eran de los Aliados. Secretamente, el bodeguero
deseaba que ganaran los alemanes, pero como tenía que tratar con los marchantes
había aprendido a ocultar sus sentimientos. Por lo demás, la guerra estaba
inflando el caserío y el bodeguero estaba ampliando y surtiendo la bodega. La
guerra era buena para los negocios.
Esto se vio
especialmente cuando apareció en el caserío Monet, el porquero. Monet venía de
otro reparto, más el oeste, sin familia; compró un conuco cerca de la bodega,
armó unas tablas, y empezó a criar puercos en el traspatio. No tardó en
aumentar el negocio.
Monet estableció
una estafeta en su casa, para cartas y periódicos, y hacía de intermediario
para cualquier compra había traído un carricoche con una mulita, y con ellos
iba por La Habana buscando sobras
de las fondas para sus puercos. Además, hacía pozos y fosas mouras. Él mismo era un hombre porcino, pero por debajo de
las pellas le brincaba una gran energía. Fue el primero en el barrio que empezó
a preguntar quiénes simpatizaban allí con el Káiser, por que a ésos, dijo,
había que asarlos como a los puercos.
Nadie habla
pensado mucho quién pudiera ser germanófilo en el reparto. Al menos, nadie
había pensado en asarlos. Monet hablaba mucho; hablaba gruñendo como sus
puercos. Antes de que nadie leyera el periódico del día, por la tarde ya él
había regado todas las noticias, enguatadas, por el barrio. En eso estaba una
tarde cuando apareció andando, calzada arriba, un hombrecito flaco, pomuloso,
triste, pálido y metido en grandes botas embarradas que le daban por encima de
la rodilla. Traía un guano en la cabeza y una varita pelada en la mano, en la que mordía a cada rato. Los ojos del hombrecito
eran claros y en otro tiempo sus mejillas debían de haber sido rosadas como les
de tía Aurelia. En efecto, era como una tía Aurelia algo más joven (pero más avejentado) en
botas y pantalones. Nadie le conocía.
–Los alemanes
ganarán la guerra –dijo–. Tienen que ganarla. Dios tiene que estar con los
alemanes, porque son la venganza y justicia. Los Aliados son el latrocinio.
Nadie había oído
jamás tales palabras en el reparto. Monet estaba regando noticias alborozadas a
un grupo en la bodega. Todos callaron, volviéndose, asombrados, hacia el
desconocido. No estaban seguros de haber oído bien. El forastero se había
detenido detrás de ellos, escuchando a
Monet, y luego se había vuelto a preguntar algo al bodeguero. Cuando
tuvo la respuesta, soltó la andanada y continuó camino adelante hacia la casa y
el jardín de tía Aurelia. Monet no había tenido mucho tiempo para replicar;
además estaba aturdido y cogiendo aliento. Dijo finalmente:
–Ahí tienen. ¡Uno
de los que habrá que asar como los puercos!
Uno de los presentes
era Demetrio, aunque no estaba el grupo de Monet. Demetrio permanecía siempre aparte de los grupos, y nadie sabía
qué pensaba (de la guerra ni de otras cosas). Tampoco nadie se atrevía a
preguntárselo. Demetrio era el hombre que tenía un conuco contiguo al jardín de
tía Aurelia, y lo trabajaba con un chico; el mismo criaba gallos. Su conuco
tampoco tenía cercas.
Demetrio era un
hombre enteco y poderoso; era también un hombre callado, solitario, impasible
y, aunque no sabía por qué, temido. La
gente hablaba de él, pero por lo bajo. La mujer del chino era la que Demetrio
le había traído del campo y se murmuraba de eso. Nadie se atrevía a hablar
mucho mirando a los ojos fieros, fijos, secos de Demetrio bajo el jipi sucio y
alón. Y, sin embargo, nunca llevaba cuchillo ni machete. Criaba sus gallos, con
un ayudante llamado Cunagua, y los vendía o llevaba a las vallas. No parecía
hacer nada más. Demetrio no parecía apurarse nunca en hacer nada.
Demetrio escuchó
entrecerrando los párpados: primero hacia Monet y luego hacia el desconocido.
Pidió un aguardiente al bodeguero y, mientras los otros callaban, pasmados,
siguió con el ojo más entrecerrado al hombrecillo alejándose entre las matas
hacia el jardín de tía Aurelia. Después el grupo se abrió para dejarle paso y
Demetrio marchó despacio por la calzada en dirección a su conuco.
El grupo se volvió
entonces al bodeguero. Éste era un hombre redondo, medio calvo, con cara de
máscara. El bodeguero bajó la vista. Un isleño se desprendió del grupo
gritando:
–¿Qué les pasa a
estos peninsulares? Son todos germanófilos. Se acuestan todas las noches
rezando por el Kaiser.
El bodeguero volvió a
apartar la mirada. Dijo rezongando:
_Todos son iguales:
Aliados y Alemanes. Cada uno dice lo que le conviene, pero al fin todos van a
lo mismo: a coger lo que pueden.
La bodeguera asomó su
cabecita amarilla de la trastienda y chilló:
-¡Deja que te digan!
¡Deja que se maten! A nosotros no nos va ni nos viene. ¡No nos va ni nos viene!
El hombrecito
forastero fue directamente a la casita de tía Aurelia. Ella había salido un
instante de nuevo a preparar la comida cuando lo vio venir entre el día y la
noche. Al principio creyó que era el chino de Demetrio que venía por el atajo,
y aun cuando lo tuvo ante sí, a dos pies de distancia, no podía dar crédito a
sus ojos. Hacía tanto tiempo que no veía a su hermano, que lo había dado por
muerto. Además, era tan distinto a como lo recordaba, había envejecido tanto,
que lo que veían los ojos embotaba lo que el alma sentía. Tía Aurelia se
arrojó, llorando, a abrazar a tío Pablo. Tío Pablo era el forastero.
El barrio no se
enteró hasta el otro día. Aquella noche tía Aurelia cerró las puertas y se
quedó en la salita conversando con tío Pablo. Éste no hablaba mucho; todo lo
que tenía que decir lo reducía al desenlace y luego se quedaba callado mirando
en vacío. Tía Aurelia sacó en limpio que su hermano había trabajado mucho,
aprendido mucho y ganado poco. Llegaba a La Habana arrancado; ni siquiera traía
maleta, pero cuando, por la mañana, echó una ojeada al jardín dijo que la
tierra era buena y podía dar lindas flores. Había, además, matas y árboles
donde cultivar parasitarias y enredaderas. A la hora del almuerzo pidió a tía
Aurelia que le enseñara la escritura y le preguntó si tenía algún ahorro.
-Tengo ahí unos pesos
-dijo tía Aurelia. -Y la escritura está limpia. Yo estaba casi pensando en
venderlo todo, y colocarme nuevamente de criada, pero si tú dices que se le
puede sacar algo...
Tío Pablo le pidió
los ahorros y bajó a La Habana a comprar abonos. De regreso pasó de nuevo por
la bodega, pero esta vez no se paró a contradecir a Monet y el bolón de
comentaristas. Monet disparó tras él las últimas victorias de los Aliados, pero
tío Pablo iba sumergido en su plan de levantar el jardín y no hizo mucho caso.
Algunos rieron viéndolo caminar doblegado. Todos sabían ya que era hermano de
tía Aurelia y que pensaba mejorar el jardín. El mismo bodeguero había pedido,
para él, postes y alambres de cerca, y el abono llegaría en un carrito el día siguiente.
Demetrio, el del conuco, se hallaba también en la bodega esta tarde y escuchó
los comentarios, pero no tenía nada que decir por su parte. Siguió a tío Pablo
hasta perderlo de vista y luego marchó, como siempre, despacio, hacia su
conuco, seguido de Cunagua. Cunagua traía al hombro un saco de gallos peleados;
algunos habían muerto y otros estaban moribundos, pero otros venían
victoriosos. Ni victorias ni derrotas se reflejaban nunca en el rostro de
Demetrio.
Cuando tío Pablo
llegó a casa se encontró un periódico atado con un hilo. Nadie sabía quién se
lo había mandado. Alguien lo había tirado al portal aquella tarde. El periódico
traía un cintillo, anunciando una gran victoria de los aliados. Traía otras
noticias menores, pero tío Pablo no leyó más que aquélla. Luego llevó el
periódico a la cocina y lo quemó. La noticia no parecía haberlo afectado mucho.
No parecía creer las noticias de los periódicos.
-Todo eso se borra
-le dijo a tía Aurelia. -La verdad no la dicen los periódicos. La verdad no está
en las hojas, sino en las raíces.
Al otro día cogió un
cordel y se puso a medir el terreno. En seguida empezaron a llegar los postes
de la cerca y los alambres, y las herramientas nuevas que había comprado.
Durante varios días tía Aurelia seguía cuidando las rosas y los claveles, y
vendiéndolos a los cesteros, mientras tío Pablo clavaba la cerca y preparaba el
suelo para llenar todo lo que encerraba de nuevas semillas. Éstas vinieron
también en sobrecitos estampados con sus figuras y colores. Tía Aurelia no
tenía mucha fe en los sobrecitos y no entendía nada de los nuevos abonos,
también de varios colores, que tío Pablo había comprado, pero estaba contenta
de tener un hombre en casa que mandara e hiciera las cosas. Tía Aurelia
ordeñaba la vaca y compraba pollos y se desvivía por alimentar a tío Pablo.
-Pobrecito -dijo tía
Aurelia. -Viene como si hubiera estado en la cárcel, o en una sepultura.
En la bodega se
hablaba también de tío Pablo. Él bajaba a veces, por las tardes, a comprar
cigarros, y escuchaba un momento los comentarios, pero le esquivaba el cuerpo a
Monet. Éste era demasiado bocón y agresivo porque tenía consigo casi todo el
molote que se formaba en la esquina. Y los que no estaban con él no se atrevían
a contradecirlo; sólo tío Pablo se había atrevido al principio, y esto lo había
hecho un apestado; y ahora tío Pablo tenía en su mente la idea fresca de hacer
un jardín y quería llevarse bien con los vecinos. De modo que cuando daba su
opinión sobre la guerra lo hacía calladamente al bodeguero, o algún otro que
todavía no se había definido y pudiera ser neutral, o aun germanófilo. Demetrio
era uno de éstos. Pero cuando tío Pablo dirigía una palabra a Demetrio éste no
hacía más que mirarlo fríamente con sus ojos duros por debajo del ala del jipi
sucio; era como una lagartija mirando a una mosca.
En tanto todo el
barrio seguía creciendo. Monet amplió su cría de puercos, y pronto trajo de
otra parte una mujer, llamada Mira Mulet, que hablaba como él y era exactamente
como él. Todas sus furias se dirigían ahora, a través de la guerra, contra tío
Pablo. Sin embargo, cuando Monet se enteró de que tío Pablo iba a abrir dos
pozos para riego, y montar tanque y bombas de mano, él mismo se ofreció para el
trabajo. Tío Pablo había conseguido un préstamo y le otorgó a Monet aquella
obra. Monet era un buen pocero, y sus puercos eran los más gordos que se
vendían en el Paradero. Mientras duró el trabajo, Monet no dijo nada en la
bodega contra tío Pablo, pero su mujer, Mira Mulet, seguía mandándole secretamente
por un propio el periódico todas las noches. Todas las mañanas encontraba tío
Pablo el periódico del día anterior atado con un hilo en el portal. Un día rió:
-¡Vaya! Las noticias
son malas, pero al menos no me pasa la cuenta.
Cuando Monet hubo
terminado la obra, el jardín empezó a florecer. Nadie había visto juntas tantas
matas lindas, ni tan bien cuidadas; y nadie había visto tampoco terreno tan
bien aproverchado. La gente venía a verlo, se paraba en el borde, viendo al
hombrecito afanado a ras de tierra como auscultando el crecimiento de las
semillas. Luego daba unos pasos más allá y miraba hacia abajo, al enyerbado
conuco de Demetrio, y se asombraba de la diferencia. Demetrio mismo asomaba a
veces, por su lado, a la cerca, y tendía la vista sobre las nuevas flores, pero
nadie podía saber qué había detrás de su mirada. Tío Pablo había medido bien,
por la escritura, la tierra que le correspondía y había plantado la cerca
exactamente en el lindero, de modo que Demetrio no podía sentirse agraviado. Muchos
otros estaban tendiendo cercas; la tierra empezaba a valer algo; la de tía
Aurelia era ahora la que más valía.
Pero nadie podía
quejarse. Las noticias de la guerra eran buenas y el barrio crecía, y las
noticias distraían. Ni aun Monet y su Mulet eran todavía bastante agresivos, y
tío Pablo aún podía bajar a la calzada y pasar entre los grupos y no negar su
filiación. podía decir que "a mucha honra" cuando le apuntaban y
llamaban germanófilo. Todavía podían ganar los alemanes.
Pero la gente cambia.
A veces olvida; otras veces vuelve a recordar. A veces se apiña y agolpa y
otras se dispersa, y es como las matas o los grillitos. También a veces es como
los cocuyos, dando luz fatua de noche en vuelo silencioso, pero la luz puede
ser también candela. Uno nunca sabe completamente a qué atenerse.
así, pues, al
principio todo era fiesta en torno a los cintillos que voceaban victorias. No
todos lo creían por completo. La mayoría se había venido saturando, y pasmándose,
ávidamente, de esas noticias por más de tres años. Así que no estaban tan
bravos. Estaban ahítos. Sólo Monet seguía regañando, y rolando por las tardes
entre los grupos. Sordamente, tío Pablo bufaba contra ellos. Tía Aurelia decía
que era locura y maldad de los hombres. Abajo, en la calzada, el bodeguero y la
bodeguera tenían que cuidar a sus marchantes y callaban, agachando la cabeza,
cuando veían crecer el aire de conspiración contra tío Pablo. Los dos estaban
de acuerdo. Estaban conchuchados. Todos lo sabían. Eran los del Káiser.
–¿Qué le habrá
dado el Káiser al jardinero? –preguntó una tarde el isleño–. ¿O habrá sido la
Kaiserina?
Todos se miraron,
riendo. Sus conversaciones eran todavía plácidas. Las noticias eran todavía
grandes solamente; no enormes; y los que las querían así estaban saturados de
ellas. Tío Pablo nunca había sido un peligro. Así que las luces de los ojos
eran todavía fatuas. Contestó el bodeguero:
–Tengan respeto,
no se metan con las señoras.
Fue cuando el
porquero estiró su corto brazo por sobre el mostrador, cogió la cabeza del
bodeguero, la sacudió como una bola, y regañó:
–¡A ti también te
vamos a coger el cuero, Remigio!
Aquello aún
parecía juego. Jugaban con la guerra, como los niños. Demetrio estaba también
presente y, como siempre, era el único que no reía. Demetrio no jugaba a la
guerra, ni a nada. Demetrio no jugaba. ¡Y nadie podía jugar con Demetrio!
–¿Y tú qué opinas
de eso, Baracutey? –le dijo el porquero.
Pero Demetrio
seguía serio. Él no leía el periódico y si venía, al atardecer, a tomar una
caña y escuchar, lo hacía aparte, acodado (grande, largo, seco, huesudo, con
las piernas separadas) en el mostrador, al otro lado. Nadie sabía lo que
opinaba. Quizá nada. Hay hombres que no opinan nunca nada. Demetrio era uno de
ellos. Pero escuchaba.
Entonces pasaron
dos cosas. Tío Pablo había acabado de remover y expurgar todo el parche de
tierra de tía Aurelia, y las flores empezaban a brotar, pujantes, de todas las
ramas, en todos los colores. Era un milagro. Empezaban a acudir más vendedores,
con sus cestas, y preguntaban a tío Pablo cuál era el secreto. Él torcía un
poco el labio, ladeaba la cabeza, y seguía abonando, con sus manos desnudas, de
rodillas, cada tallo; plantando hasta los bordes de Demetrio nuevos tallos.
Demetrio lo observaba, callado, desde el otro lado. Se paraba a mirarlo, fijo
como una estaca; se movía unos pasos y volvía a pararse. Pero tampoco de esto
dijo nada.
Quizá no tuviera
tampoco nada que decir. Su conuco seguía enyerbado pero entero. Tío Pablo
aprovechaba hasta los bejucos y entre sus flores había hasta orquídeas.
Plantaba estacas en los rincones y por ellas se enredaban las pasionarias, las
madreselvas, los jazmines y los ojos de poeta. Pero al otro lado el conuco de
Demetrio seguía enyerbado; y sólo Cunagua, con los gallos, parecía animarlo.
Pero esto no lo
observaba el caserío. No era nada nuevo y no importaba. Demetrio sembraba algo
(con el chino), criaba algo, peleaba sus gallos, y vivía. Hasta podía ponerse a
veces un jipi fino, la guayabera de hilo, que le planchaba Felicia la mujer del
chino, y salir de noche para La Habana. Otros solteros como él hacían lo mismo,
y al otro día tenían más de que hablar en la bodega. Demetrio no contaba nunca
lo que veía en La Habana. Su vida era oscura, encerrada en un círculo. Y nadie
podía penetrar esa línea.
Quizá fuese yo el
primero en asomar a esa tiniebla, aunque no comprendiera aun del todo lo que
veía. Luego, las cosas, asociadas, fueron cobrando cuerpo. Ésta fue la segunda
cosa.
Primero me
extrañó algo en tía Aurelia. Esto era ya antes de que tío Pablo acabara de
plantar todas las flores y elevar toda la cerca. Tía Aurelia iba siempre al
conuco de Demetrio a comprar aves y huevos, y a veces leche. No era guaso. Lo
hacían otras mujeres del reparto. Yo iba al principio con tía Aurelia. Luego
dejó de llevarme.
Pero no creo que
hubiese nada entre tía Aurelia y Demetrio. Sólo que tía Aurelia se acercaba a
los cuarenta, y estaba soltera, y todavía era virgen. Y tío Pablo había puesto
a florecer el jardín, y ahora ella tenía más tiempo para sí misma. Es posible
que tía Aurelia mirara con luz tierna en sus ojillos claros, y rubor en los
pómulos, al hombre seco, fuerte, duro y potente que veía al otro lado entre las
hierbas. ¡No sé! A veces volvía cabizbaja, con el rostro encendido; y otras,
antes de ir (por las mañanas y por las tardes), cantaba en casa cantos nuevos
que oía y cantos viejos que nadie había oído nunca. Su cuerpo parecía moverse
con más soltura, ahora que ya no tenía que doblegarse tanto en los surcos de
las rosas, y tenía tiempo para imaginar cosas. ¡No sé! Esto es divagar. Nadie
estaba dentro de ella. Pero recuerdo eso, y tiene un sentido. Había cambiado un
poco. Al mismo tiempo, esquivaba a Demetrio en la bodega y las veredas. Bajaba
la frente, lo miraba de reojo. Parecía odio. Decía que era odio. Demetrio había
tropezado una o dos veces con tío Pablo, se le había acercado del otro lado de
la cerca, le había dicho con sorna si había medido bien su pedazo. Otra vez
tropezaron realmente. Tío Pablo venía caminando, de noche, al borde del jardín y
salió al camino que Demetrio, de regreso, seguía hacia el conuco. Demetrio lo
empujó. Tío Pablo quedó volteando, y Demetrio siguió su camino. Eso no era
nada, sin embargo. Demetrio había empujado ya a otros hombres.
Entonces ocurrió
(aunque sólo yo lo había visto) lo de tía Aurelia. Esta vez tío Pablo había
bajado, a la bodega, al anochecer (todavía las noticias de guerra eran sólo
grandes) a comprar un tabaco. Tía Aurelia había ido por la mañana al conuco de
Demetrio pero él no estaba. El chino la había despachado. Demetrio y Cunagua
habían salido temprano con siete gallos a pelearlos a la valla. Otros del
barrio iban también a la valla, los domingos, pero nadie tenía gallos tan finos
cono los que criaba Cunagua para Demetrio.
Por mucho tiempo
se habló en el Reparto de aquella tarde de gallos en Aguadulce. Demetrio habla
casado sus siete gallos (tres gallos-gallina, un bolo, dos indios, un malatobo)
para pelear seguido y los siete, menos el bolo que se cayó de para atrás, con
la vena, pararon en la valla chica. Caían, los levantaban, los soplaban, les
cuchaban la sangre, los abosaban; y seguían peleando. Sólo los indios quedaron
vivos finalmente. Demetrio y Cunagua los trajeron así, bolas de sangre, en
sacos y luego los utilizaron de fonfones.
Esa tarde, casi
de noche, Demetrio se encontró con tía Aurelia en el canal del tren. (Ningún
tren había pasado nunca por allí. Era sólo un proyecto, una zanja vieja forrada
de hierbas y techada de bejucos.) Demetrio no había ido aún a su casa. Cunagua
había seguid con los gallos. Demetrio había demorado en la bodega, tomando un
trago y escuchando un momento a los que leían el periódico. Todavía traía
manchas de sangre (Demetrio, no el periódico) en las manos y en la ropa, y sus
ojos brillaban como de pedernal encendido. Con ellos miró fijamente a tío
Pablo.
Yo volví
entonces, a casa con los mandados. Tío Pablo quedaba aún en la bodega, y tía
Aurelia había ido a casa de Felicia a buscar su vestido. Había hablado de eso.
El camino más corto era el que pasaba por el túnel de bejucos. Yo fui en esa
dirección a buscar a tía Aurelia.
La noche estaba
clara de estrellas. Desde el ribazo yo vi venir una figura que parecía ser tía
Aurelia por la linde del conuco, y me llegué hasta el borde del túnel. Por allí
debía salir un minuto después. El túnel era corto y le entraba luz bastante por
el techo, y desde una boca se veía la otra. Yo vi asomar a tía Aurelia a la
boca opuesta.
Venía
canturreando y a paso tranquilo. Era el camino que había seguido otras veces.
No había peligro. No había animales feroces ni venenosos a ras de tierra entre
las matas.
De repente
Demetrio se desprendió del costado del túnel. Su figura grande y desgarbada
ocupaba casi todo el espacio. Yo vi venir a tía Aurelia por entre sus piernas y
por debajo de sus brazos, algo separados del cuerpo, como para coger algo. Ella
venía distraída; no lo vio hasta que estaba junto a él.
Tía Aurelia
sofocó un grito pero él le habló en seguida, suavemente, con voz baja.
–No tengas miedo
–le dijo–. Soy yo, Demetrio.
Dio dos pasos hacia
ella. Tía Aurelia pareció un instante paralizada, muda, hipnotizada. Dejó caer
el paquete del vestido que traía en la mano. Demetrio la cogió por un brazo y
la atrajo suavemente hacia sí. Ella hizo un movimiento por zafarse, luego quedó
de nuevo paralizada. Los brazos de Demetrio empezaron a envolverla como enormes
culebras.
Todavía tía
Aurelia no hizo gran esfuerzo por zafarse. Parecía aturdida y fascinada, y
emitía unos sonidos mixtos, entre gruñido y cacareo. Demetrio la ocultó casi
toda con su cuerpo, la viró un poco, de modo que yo los veía ahora de lado. Sus
manos empezaron a andar por ella. Demetrio había echado el busto hacia atrás,
separando las piernas, ciñéndola con un brazo contra su centro. Todavía tía
Aurelia estaba cacareando por lo bajo.
Pero entonces él
la llevó contra el declive, al borde del túnel, y empezó a presionarla
fuertemente hacia abajo, mientras la ceñía aún más contra su centro. Tía
Aurelia dio un chillido, lanzó un revuelo de ave herida, se soltó de su abrazo.
Desprevenido, Demetrio pareció tambalearse un segundo, se recobró, la alcanzó
cuando ella se había separado dos metros. Ahora esta más cerca de mí. Tía
Aurelia suplicó asustada:
–No..., no...,
por el amor de Dios. No.. Eso es imposible. Eso es...
Demetrio la tenía
de nuevo ceñida, la sacudió brutalmente:
–¡Calla! ¡Calla,
te digo! ¡Te digo que te calles! Calla o...
Volvió a
sacudirla, ahora aún más brutalmente; la empujó contra el declive, la tiró, se
le fue encima. Demetrio era un hombre poderoso.
Cuando yo volví a
casa, tío Pablo estaba en el portalito, sentado. No me preguntó nada y yo no le
dije nada. Yo volví a salir y llegué hasta donde estaba amarrada la vaca, al
borde del caminito por donde debía venir tía Aurelia y esperé. Pero ella no
vino esa noche por este camino, y cuando regresé a casa, algún tiempo después,
ella había entrado por la puerta posterior y estaba preparando la comida. Yo
volví a salir, y me llegué hasta el túnel, pero Demetrio se había ido, y sólo
encontré el paquete que tía Aurelia había dejado abandonado con el vestido y lo
traje. Al volver, me fijé en tía Aurelia, pero no dije nada. Estaba tan
colorada que las gotas de sudor parecían de sangre, pero puso la luz brillante
allá atrás y tío Pablo parecía ensimismado y no se fijó en ella. Ahora no parecía
ya fijarse en nada. Las noticias iban siendo demasiado grandes.
Aquella tarde,
mientras tía Aurelia y Demetrio estaban todavía en el túnel, tío Pablo se habla
sentado en el portalito con los pies colgando sobre el camino y un fajo de
periódicos sobre las rodillas. No había luz para leerlos y él ni siquiera los
había abierto. Pero su mismo peso era una noticia: eran muchos periódicos.
Los periódicos
florecían ahora como papalotes. Venían en hojas suelta y en varios colores y a
todas horas. Algunos eran nuevos: habían nacido estos días, para dar, en letras
enormes, las mismas noticias. Éstas eran ya también enormes. Todos los que
subían a mediodía y por la tarde del paradero trían alguno. Otros mandaban a
los fiñes al paradero a comprarlos a media mañana y media tarde. Todo era lo
mismo, pero era grande. Monet mandaba a tío Pablo también nuevos periódicos,
fajados, con un propio. Tío Pablo los abría, por las mañanas, entre las flores,
los rompía en pedazos, los quemaba para abono. Pasaba la vista sobre los
cintillos, murmuraba que era mentira, y los encendía.
«Mucha llama y poco fuego», había dicho un día. «La
verdad es más bajita.»
Así pensó
siempre. Las noticias se habían ido haciendo grandes poco a poco, de modo que
podía tolerarlas. Un modo de tolerarlas era no creerlas, creerlas a medias y,
en último término, esperar algún milagro. El milagro estallaría un día, de
súbito, y dejaría a todos los Monet espantados. Ésos eran los tres escalones de
defensa de tío Pablo. Primero no creía nada. Luego creía sólo a medias.
Ahora... no sabía, pero aún esperaba el milagro.
Cuando sólo creía
a medias aún podía replicar en la bodega a los Monet. Pero ahora el fuego era
más rápido y tío Pablo sólo bajaba a hurtadillas, a hablar con el bodeguero,
cuando no había molotes en la acera. Pero todavía esperaba el milagro.
Al otro día, tras
la noche en que Demetrio brincó sobre tía Aurelia, una hoja traía sólo dos
enormes letreros en sesgo por cada cara Los letreros decían: cayó alemania. Venían en letras rojas.
La hoja llegó al barrio en el carro con las sobras, y Monet fajó con cajetillos
de cigarros todos los ejemplares y, antes del día, los tiró al portalito para
tío Pablo. Así que tío Pablo fue el único que leyó los letreros esa mañana,
pero como sólo parecían papeles pintados, creyó que era mentira. La mañana
estaba fresca y, caso extraño, tío Pablo se sentía más animado. Durante seis
días había dejado de bajar a la bodega. Eso le había dado un descanso, y este
papel embarrado con letras oblicuas era señal de que necesitaban inventar
victorias. Quizá los periódicos verdaderos trajeran, para los Monet, malas
noticias. Hasta la noticia grande y (para ellos) mala que tío Pablo esperaba en
secreto. Por eso tenían que embarrar papeles por su cuenta en el reparto. ¡Ya
se vería!
Primero, sin
embargo, eran las flores, y aprovechó la fresca para regarlas. En toda la
mañana se vio a tía Aurelia ni a nadie. Se había llevado las hojas y las había
quemado.
Tía Aurelia se
levantó temprano. Estaba todavía encendida, volvía la cara, bajaba los párpados
cuando había gente. Cuando los abría un poco, lo que se veía en ellos era
tristeza. Me mandó a mí a la bodega.
A esa hora sólo
había mujeres y fiñes en la bodega. Monet andaba por allí frotándose las manos,
riendo para sí. Sólo él y tío Pablo sabían aquí la gran noticia, y tío Pablo
aún no la creía. Por eso, cuando hubo regado las flores más sedientas bajó a
explorar, pensando que el bodeguero podía saber algo. Monet vio venir a tío
Pablo, se escondió detrás de una columna, riendo para sí, gozando de antemano
la cara que pondría tío Pablo con la noticia.
Monet salió del
escondrijo, llegó al mostrador al tiempo que tío Pablo preguntaba al bodeguero
si había llegado el periódico. Nadie había visto el periódico.
–¿Y tú,
jardinero, no lo has visto? –dijo Monet.
Tío Pablo meneó
la cabeza bajando la vista. Claret empezó a ponerse rojo de cólera, dio la
vuelta en torno a las mujeres, miró de frente a tío Pablo. Otra vez éste se
volvió y trató de seguir hablando con el bodeguero.
–¡El periódico
trae una gran noticia, bodeguero! –dijo Monet–; pregúntaselo al jardinero, ¡Una
gran noticia!
La guagua subía
en ese momento pero no traía más periódicos. No había ninguno en el paradero.
Los pasajeros habían registrado todos los kioscos sin encontrar un periódico.
Monet seguía rolando en torno a las mujeres, mirando de reojo a tío Pablo
mientras el bodeguero despachaba los mandados. Tío Pablo todavía se atrevía a
mirar al porquero, todavía pensaba que podía ocurrir el milagro, si es que no
había ocurrido aquella misma noche, pero la gente que estaba llegando a
almorzar trata la noticia, y sus miradas lastimaban a tío Pablo. Demetrio venía
también bordeando el lometón y por debajo del jipi sus ojitos apuntaron
fieramente a tío Pablo. Demetrio tiró un medio por entre las mujeres al
mostrador y pidió un aguardiente, y avanzó tropezando con Monet y haciéndolo
virar en redondo. El porquero no se podía volver contra Demetrio. El gallero le
sacaba la cabeza y sus puños duros parecían hechos para hundirse en la carne
del porquero. Demetrio escupía siempre delante de Monet.
–¡Ése, ése! –El
porquero se volvió contra tío Pablo, que empezaba a replegarse–. ¡Éste cogió
los periódicos y los escondió para que nadie supiera la noticia! ¿Ustedes no
saben la noticia? Es la noticia más grande de la historia ¡Cayó Alemania! ¡Hoy
es el día de la Victoria!
Tío Pablo había
bajado de la repisa de la bodega, se había alejado unos pasos por el camino, se
paró en seco, sin volverse. La noticia, así hablada, así pronunciada, le hirió
en la nuca como una flecha. Continuó allí, paralizado, temblando, Monet avanzó
unos pasos tras él, repitiendo, martillando, la misma noticia. Después se
volvió hacia las mujeres y empezó a poner texto al cintillo, hablando deprisa,
rolando entre ellas como una mujer más en pantalones.
Demetrio se
desprendió entonces del mostrador y marchó lentamente calzada arriba,
desviándose del camino que había seguido tío Pablo.
Éste no lo vio.
En todo caso, no podía pensar ahora en Demetrio.
Monet seguía
poniendo borra a la noticia. A los bodegueros se les habían paralizado las
manos con que despachaban en el aire.
–¿Pero eso es
cierto?
Todavía tío Pablo
oyó esta pregunta. Un instante después subía a galope un mandadero a caballo
agitando en alto, como una bandera, otro periódico con la misma noticia. Monet
se tiró a cogerlo y lo agitó confirmadoramente ante los presentes. Tío Pablo se
volvió temblando lentamente. La gente se había apiñado en torno a Monet y su
papel. Por encima pudo ver al bodeguero encaramado en el mostrador. En su cara
leyó tío Pablo la confirmación de la noticia. «Es verdad, es verdad», decía
aquella máscara.
Tío Pablo reanudó
el paso poco a poco. Tomó un trillo entre las matas para salir, por detrás, por
el lado del monte, al portillo posterior del jardín. Desde allí podía ver,
abajo, conuco y el bajareque de Demetrio. Pero su pensamiento no estaba junto a
sus ojos.
En tanto, tía
Aurelia se habla estado preparando para salir. Tenía que bajar a La Habana.
–Dile a tu tío
que he ido a la quinta –me dijo–. Anoche me hinqué con un hierro en el
traspatio. –Todavía su rostro estaba encendido y aún caminaba algo agachada y
seguía ocultando los ojos en los párpados y la frente–. Tengo que ir a la
quinta – repitió–. Me duele la cabeza y me hinqué con un hierro, en el traspatio,
y no quiero morir de tétanos.
El sol caía de
pleno sobre la cabecita amarilla y su vestido negro cuando salió a esperar la
guagua. Pasó junto al jardín sin mirar a las flores y junto a la cerca de
Demetrio sin mirar hacia abajo. Demetrio debía de estar aún en la bodega.
La guagua en que
bajaba tía Aurelia pasó frente a la bodega cuando el porquero estaba
alborotando la noticia y tío Pablo aún clavado en el trillo. No miró hacia
ellos. Iba mirando adelante, apretando la bolsa contra el vientre moviendo los
labios como en un rezo. Delante de ella, en el pescante, el guagüero seguía
trazando filigranas con el látigo.
La gente del
separto se fue remansando en la bodega. Algunos de los que trabajaban en La
Habana habían alquilado coches en el paradero para llegar más pronto con la
noticia. Todos traían periódicos diferentes y de distintos colores en las
manos, sudaban, hablaban en voz alta, reían, blandían los puños, se abrazaban a
sí mismos y daban vueltas como trompos. Los únicos que no aspavientaban eran
los bodegueros. Sus máscaras no decían nada. La gente estaba ahora demasiado
alborozada para pararse a pensar qué habría detrás de la máscara. Hasta Monet
se había olvidado de todo; brincaba, rolaba, sacudía su grasa, poniendo más y
más guata a los cintillos.
Ahora cada uno era parte del gran suceso, y todos gritaban con los titulares:
–¡Victoria!
¡Victoria!
Yo también había
estado en eso. A veces los niños jugábamos en el placel o los matorrales a los
«Aliados» y los «alemanes»,
pero como mi tío era «alemán», yo por compensación, jugaba a ser «aliado». Así
que no podía ser parte ahora de los que corrían a casa de los Alemanes (porque
mi tío era Alemán) y tampoco de los cazados.
Ahora, no era de ninguno. Quizá como Demetrio.
Volviendo a casa pasé junto al jardín y vi a tío Pablo
todavía al otro lado, junto al portillo, mirando al monte. Estaba de pie,
inmóvil como un espantapájaros. El sol de la tarde le daba en la cara. El sol
parecía dar ahora en la cara de todas las cosas.
Yo entré en la
casa y miré por la ventana. Desde allí veía aún a tío Pablo clavado al otro
lado, sin moverse. Por la misma ventana vi asomar entonces a Demetrio a la
puerta de su bajareque, con las manos en el cinto. Su sombrero se movió a la
derecha e izquierda, como oteando; luego bajó al caminito que, a través del
túnel, venía a dar al portillo del jardín donde esperaba tío Pablo. Demetrio
venía despacio, como pensando, Pero yo presentí algo y corrí hacia tío Pablo.
Iba yo todavía
corriendo cuando Demetrio estaba ya ante el portillo mirando a tío Pablo. Éste
no se movió. Sólo dando la vuelta y mirando su cara pude cerciorarme de que
estaba vivo –no muerto–, de pie en el surco entre los gladiolos. Yo me agaché
en el surco, pero tío Pablo me sintió y se
volvió un instante, mientras Demetrio se le acercaba lentamente. Luego
se viró hacia el hombre grande que tenía delante.
Los dos hombres
se miraron un rato callados. La expresión de tío Pablo parecía vacía, pálida,
ausente, perdida. Miraba al otro como si no fuera más que una parte del aire, y
sus ojos se iban escapando, disueltos, hacia el monte, que se perdía,
ondulando, más allá del bajío. El sol disolvía sus facciones.
Demetrio dejó
resbalar lentamente los ojos duros por el hombrecito metido en unas botas.
Todavía traía las manos en el cinto. Sus labios se separaron casi
imperceptiblemente sobre los dientes grandes, fuertes y amarillos. Yo reparé
que tenía en el bolsillo uno de los periódicos. Tío Pablo recogió la vista y la
detuvo en aquel tubo impreso que sobresalía del bolsillo de Demetrio, pero no
por mucho tiempo.
Como cuando se había anunciado la noticia, tío
Pablo quedó clavado en el
suelo, los hombros caídos, el cuerpo algo encorvado, los brazos colgando a lo
largo del cuerpo. Demetrio estaba a un paso de él; estaba sacado las manos del
cinto. Ninguno había dicho nada.
La expresión de
Demetrio no había cambiado. No tenía expresión. No tenía sentido. Sus dos
manazas, abiertas, se alzaron como enormes hojas de malanga, una por cada lado
de la cara de tío Pablo. Seguían subiendo, los dedos se juntaban, se doblaban
hasta formar un puño todavía incompleto. Luego, a la altura de la cara de tío
Pablo, formaron puños verdaderos.
Demetrio había
separado algo las piernas, virando un poco el busto. Uno de los puños (el
izquierdo) hizo un movimiento hacia atrás, se detuvo un segundo en el aire. Tío
Pablo no se había movido. Todavía parecía estar mirando a través del aire al
monte lejano. El puño de Demetrio vino contra su cara, con la potencia
deliberada de una mandarria. El golpe sonó seco y sin eco, alzó (al tiempo que
lo inclinaba) ligeramente a tío Pablo del suelo. Demetrio acompañó el golpe con
un resoplido, pero no movió los pies de donde los tenía, y antes de que tío
Pablo pudiera caerse hacia la izquierda, el golpe de la derecha vino a enderezarlo.
Este golpe sonó también seco y sin eco. Tío Pablo quedó un instante en el aire.
Los puños de
Demetrio volvieron a abrirse. Juntó un poco las piernas, echó una última mirada
al hombrecillo desmoronado en el surco. Entonces viró y procedió a reanudar
tranquilamente su camino.
Tío Pablo quedó
desmoronado en el surco. Yo brinqué hacía él y empecé a levantar su cabeza. Él
empezó a removerse en la tierra. Trató de levantarse, apoyándose en los codos,
y volvió a caerse, sangrando, con la cara contra la tierra. Luego se agarró a
un rosal con la mano desnuda, se apoyó con otra sobre mi espalda, y logró
enderezarse. Su cara seguía sangrando a través de la tierra, y sus ojos se
volvieron hacia el monte. No dijo palabra. Hizo otro esfuerzo por afianzarse
sobre sus piernas, pero no trató de quitarse la tierra ni la sangre de la cara.
Cuando se sintió seguro, empezó a dar los primeros pasos, como un niño. Los
pasos se fueron haciendo más firmes y regulares. Su cuerpo se fue enderezando.
Echó la cabeza hacia atrás, y marchó por el camino hasta perderse, pasado el
conuco de Demetrio en el monte lejano. Nadie lo ha vuelto a ver más nunca. Se
ha perdido para siempre.
Ésa es la
historia. Desde entonces pasaron muchas otras cosas, y Demetrio tumbó la cerca
que habla levantado tío Pablo, y Monet siguió alborotando. Pero la historia ahí
termina. Y desde entonces yo he querido ser siempre como Demetrio. ¡Nunca como
tío Pablo!