Como sucede con frecuencia cuando nieva, la mañana era templada, pero a eso
de las once comenzó a soplar el viento, empezó a caer hielo y nieve, y la
temperatura descendió por debajo de cero. Aunque no me dieron tiempo para
llevarme nada, sentí no haberme acordado del gorro con orejeras de felpa que
colgaba del perchero junto a la puerta. Qué fácil: cogerlo no me hubiera
llevado ni un segundo. Ahora tenía las orejas doloridas e hinchadas y todos los
segundos del mundo para lamentarlo.
La nevada se
intensificó al acercarse el mediodía, amontonándose en el sendero que llevaba
hasta el campo; yo caminaba delante del otro civil y de los dos soldados.
Avanzábamos sin prisa, como si hubiéramos salido a dar un paseo en un día de
invierno, y las botas se nos hundían en la nieve. Pisé en un hoyo, la nieve me
entró por el talón y el agua fría me encharcó la bota, y con ella el pie.
Pasamos bajo unos pinos que mostraban en la parte inferior de las ramas un
verde iluminado como tras una pantalla blanca. Supongo que podría decirse que
era un hermoso día, pero no hicimos ningún comentario.
El otro
civil me alcanzó, encendió una cerilla y luego un pitillo, rápidamente volvió a
meter la mano libre en el bolsillo del abrigo y encorvó los hombros mientras aspiraba
el humo y el cigarrillo se ponía al rojo vivo.
Por mi
parte, aunque las tenía insensibles, las orejas me dolían y el dolor me llegaba
al alma; me notaba sin vida. El crujido de los pasos sobre la nieve podría
haber sido el de mi corazón. Me volví a mirar a los soldados. Tres pasos
detrás. Se me ocurrió que quizá pudiera escaparme. Dejar atrás todo aquel caos,
alcanzar el bosque y después la libertad. El aire helado me salía a bocanadas
de los labios mientras respiraba hondo y me mentalizaba para intentarlo. Los
pies, sin embargo, se negaron a ir más deprisa. Me temblaban las piernas.
En
cualquier caso, no habría conseguido escapar. Me hubiesen visto correr, y,
olvidándose de su propio sufrimiento ante aquel frío, se habrían descolgado los
fusiles para rociarme con fuego hasta verme caer sobre la nieve, desangrarme
poco a poco y morir.
Como estamos
tan al norte, a veces los días no consiguen levantarse por encima del
horizonte, no son capaces de llegar hasta la puerta y abrirla para que penetre
el sol. Desde el alba, hoy se ha filtrado muy poca luz entre las nubes, aunque
la nieve reflejara la que ya había. Era, me pareció, como si la hora del día se
hubiera disfrazado a conciencia. ¿Ocaso? ¿Amanecer? ¿Mediodía? Hay días que
nunca llegan a ponerse en marcha.
El campo
quedaba a unos cien metros por delante de nosotros. Lo conocía bien, jugaba
allí de niño. Cuatro hectáreas de hierba uniforme, una granja pequeña y, en un
extremo, un establo que servía de alojamiento a dos ponis. El dueño había
muerto, y el ayuntamiento se había quedado con la propiedad por impago de
impuestos. Un pinar lo rodeaba por tres lados; en el cuarto corría un muro
paralelo al camino. Olí el pinar y noté en el aire el intenso aroma de las
cortezas.
Cuando
cruzábamos el primero de los portones para entrar en el campo, oí que alguien
hablaba entre dientes y me volví. Uno de los soldados había alzado una mano y
miré en la dirección que señalaba; asentí con la cabeza, caminé con dificultad
hasta el segundo portón y esperé mientras el otro civil se hacía a un lado. El
soldado más joven lo abrió y me hizo una indicación para que pasara.
Entramos
en el campo, yo delante, el otro civil detrás, los dos soldados a continuación;
estos últimos, una vez dentro, se colocaron junto al soporte de una
ametralladora. El otro civil y yo llegamos hasta la mitad del campo, ante una
zona donde la nieve se hundía aproximadamente un metro en un corte rectangular,
de unos seis metros por dos. Supe que mi acompañante se había detenido a mitad
de camino porque sus botas dejaron de crujir sobre la nieve. El resto del
trayecto era sólo mío.
Contemplé
el pico mientras éste volaba por el aire. Vino a caer a un par de metros
delante de mí. Luego uno de los soldados lanzó una pala que acabó deslizándose
entre nosotros. La recogí y caminé hasta el borde de la depresión, respiré
hondo, miré una vez más a mi alrededor y entré en el hoyo.
El hoyo
Crecí viendo
este campo. Jugaba aquí de niño al volver del colegio, aunque casi siempre lo
hacía solo, ya que nunca tuve muchos amigos, por razones que ahora comprendo
mejor. Tendía a estar solo, y al llegar a los dieciséis años ya no jugaba con
ninguno de mis compañeros de clase, ni siquiera al fútbol, ni siquiera cuando
hacía buen tiempo. Me dedicaba a leer libros allí mismo, junto al muro, o bajo
aquel árbol. El campo descendía un poco de norte a sur, de manera que en los
días de mucha lluvia se formaba un charco en el extremo sur, donde los patos
migratorios se posaban en otoño para descansar. Alborotaban tanto que el campo mismo
parecía estar vivo. En verano, el suelo se ablandaba por la lluvia y parecía
carne marrón con hierba a modo de piel, perfumada por todas las flores que se
abrían paso hasta su superficie. En invierno era un campo duro, que ya no
parecía hecho de carne ni de ninguna otra cosa, excepto de aquella dureza que
impedía que incluso las botas se hundieran en la nieve, una dureza que decía:
«Suelo».
Empuñé la
pala y aparté a un lado la nieve que había caído en el hoyo parcialmente
cavado, siempre bajo la mirada indiferente del individuo, a seis metros de
distancia, que pronto se sacó otro cigarrillo de una pitillera de plata, le dio
unos golpecitos y se lo colocó entre los labios, sin quitarme los ojos de
encima y con la mano izquierda descansando cómodamente en el bolsillo.
No era
éste un día para grandes acontecimientos, y cualquier cosa escrita en el libro
de la historia sobre el día de hoy sería borrado por las densas nubes grises
que derramaban aquí y allá sus cristales fríos, sobre los pinos, sobre las luces
y las casas del pueblo, visibles a kilómetro y medio a la tenue claridad de la
mañana. Era un día para esconder en él las cosas. El viento racheado encontraba
todas las huellas y las rellenaba, ocultando su orientación, y nuestra
presencia en el campo dejaría pocos rastros y aún menos pruebas. De hecho,
aquel 25 de noviembre no ofrecía nada a los sentidos para distinguirlo de
cualquier otro día de invierno en la rotación de la Tierra y en el paso del
aire a través de cada par de pulmones o bajo cada par de alas. Pero es bien
sabido que todas las cosas tienen que ocurrir algún día, sea el que sea.
Aunque
panadero de oficio, mi ocupación de hoy era cavar. Paleé quizá durante veinte
minutos, y a veces usaba el pico para soltar la arcilla endurecida. Un buen ritmo.
Mi acompañante se fumó tres cigarrillos. Sin prisa, yo raspaba una fina capa de
nieve a cada golpe y la esparcía en el aire para crear la ilusión de volumen y
mantenerme así ocupado más tiempo. Cuando llegué a la arcilla, seguí haciendo
lo mismo. Mi acompañante no mostró intención alguna de corregir mi método, si
es que se había fijado en él. Yo aprovechaba cada movimiento hacia arriba para
hacer inventario de lo que me rodeaba. En el umbral del granero permanecía
inmóvil un tractor con barro helado en las ruedas; en el interior del granero,
vi bieldos que colgaban de la viga central, y también vislumbré la cuadra de
los ponis, desaparecidos desde hacía dos días, cuando llegaron al pueblo los
soldados. Nieve en el tejado del granero, también sobre la verja que lo
rodeaba, y la que caía de las ramas de los árboles agitadas por el viento.
Yo paleaba
para entrar en calor, para que mi corazón siguiera latiendo; latiendo, sí.
Repetía rítmicamente unas palabras al cavar y al girar después con la pala:
«Hielo y nieve, viento. Hielo y nieve, viento. Sigue vivo. Sigue vivo».
Estábamos en medio de la nada, con una pequeña tormenta de nieve
que empeoraba por momentos y, por mucho que me empeñara en no correr, ya había
cavado un metro en el hoyo.