El telescopio de Schopenhauer

De camino al campo

 

Como sucede con frecuencia cuando nieva, la mañana era templada, pero a eso de las once comenzó a soplar el viento, empezó a caer hielo y nieve, y la temperatura descendió por debajo de cero. Aunque no me dieron tiempo para llevarme nada, sentí no haberme acordado del gorro con orejeras de felpa que colgaba del perchero junto a la puerta. Qué fácil: cogerlo no me hubiera llevado ni un segundo. Ahora tenía las orejas doloridas e hinchadas y todos los segundos del mundo para lamentarlo.

La nevada se intensificó al acercarse el mediodía, amontonándose en el sendero que llevaba hasta el campo; yo caminaba delante del otro civil y de los dos soldados. Avanzábamos sin prisa, como si hubiéramos salido a dar un paseo en un día de invierno, y las botas se nos hundían en la nieve. Pisé en un hoyo, la nieve me entró por el talón y el agua fría me encharcó la bota, y con ella el pie. Pasamos bajo unos pinos que mostraban en la parte inferior de las ramas un verde iluminado como tras una pantalla blanca. Supongo que podría decirse que era un hermoso día, pero no hicimos ningún comentario.

El otro civil me alcanzó, encendió una cerilla y luego un pitillo, rápidamente volvió a meter la mano libre en el bolsillo del abrigo y encorvó los hombros mientras aspiraba el humo y el cigarrillo se ponía al rojo vivo.

Por mi parte, aunque las tenía insensibles, las orejas me dolían y el dolor me llegaba al alma; me notaba sin vida. El crujido de los pasos sobre la nieve podría haber sido el de mi corazón. Me volví a mirar a los soldados. Tres pasos detrás. Se me ocurrió que quizá pudiera escaparme. Dejar atrás todo aquel caos, alcanzar el bosque y después la libertad. El aire helado me salía a bocanadas de los labios mientras respiraba hondo y me mentalizaba para intentarlo. Los pies, sin embargo, se negaron a ir más deprisa. Me temblaban las piernas.

En cualquier caso, no habría conseguido escapar. Me hubiesen visto correr, y, olvidándose de su propio sufrimiento ante aquel frío, se habrían descolgado los fusiles para rociarme con fuego hasta verme caer sobre la nieve, desangrarme poco a poco y morir.

 

 

Como estamos tan al norte, a veces los días no consiguen levantarse por encima del horizonte, no son capaces de llegar hasta la puerta y abrirla para que penetre el sol. Desde el alba, hoy se ha filtrado muy poca luz entre las nubes, aunque la nieve reflejara la que ya había. Era, me pareció, como si la hora del día se hubiera disfrazado a conciencia. ¿Ocaso? ¿Amanecer? ¿Mediodía? Hay días que nunca llegan a ponerse en marcha.

El campo quedaba a unos cien metros por delante de nosotros. Lo conocía bien, jugaba allí de niño. Cuatro hectáreas de hierba uniforme, una granja pequeña y, en un extremo, un establo que servía de alojamiento a dos ponis. El dueño había muerto, y el ayuntamiento se había quedado con la propiedad por impago de impuestos. Un pinar lo rodeaba por tres lados; en el cuarto corría un muro paralelo al camino. Olí el pinar y noté en el aire el intenso aroma de las cortezas.

Cuando cruzábamos el primero de los portones para entrar en el campo, oí que alguien hablaba entre dientes y me volví. Uno de los soldados había alzado una mano y miré en la dirección que señalaba; asentí con la cabeza, caminé con dificultad hasta el segundo portón y esperé mientras el otro civil se hacía a un lado. El soldado más joven lo abrió y me hizo una indicación para que pasara.

Entramos en el campo, yo delante, el otro civil detrás, los dos soldados a continuación; estos últimos, una vez dentro, se colocaron junto al soporte de una ametralladora. El otro civil y yo llegamos hasta la mitad del campo, ante una zona donde la nieve se hundía aproximadamente un metro en un corte rectangular, de unos seis metros por dos. Supe que mi acompañante se había detenido a mitad de camino porque sus botas dejaron de crujir sobre la nieve. El resto del trayecto era sólo mío.

Contemplé el pico mientras éste volaba por el aire. Vino a caer a un par de metros delante de mí. Luego uno de los soldados lanzó una pala que acabó deslizándose entre nosotros. La recogí y caminé hasta el borde de la depresión, respiré hondo, miré una vez más a mi alrededor y entré en el hoyo.


El hoyo

 

Crecí viendo este campo. Jugaba aquí de niño al volver del colegio, aunque casi siempre lo hacía solo, ya que nunca tuve muchos amigos, por razones que ahora comprendo mejor. Tendía a estar solo, y al llegar a los dieciséis años ya no jugaba con ninguno de mis compañeros de clase, ni siquiera al fútbol, ni siquiera cuando hacía buen tiempo. Me dedicaba a leer libros allí mismo, junto al muro, o bajo aquel árbol. El campo descendía un poco de norte a sur, de manera que en los días de mucha lluvia se formaba un charco en el extremo sur, donde los patos migratorios se posaban en otoño para descansar. Alborotaban tanto que el campo mismo parecía estar vivo. En verano, el suelo se ablandaba por la lluvia y parecía carne marrón con hierba a modo de piel, perfumada por todas las flores que se abrían paso hasta su superficie. En invierno era un campo duro, que ya no parecía hecho de carne ni de ninguna otra cosa, excepto de aquella dureza que impedía que incluso las botas se hundieran en la nieve, una dureza que decía: «Suelo».

Empuñé la pala y aparté a un lado la nieve que había caído en el hoyo parcialmente cavado, siempre bajo la mirada indiferente del individuo, a seis metros de distancia, que pronto se sacó otro cigarrillo de una pitillera de plata, le dio unos golpecitos y se lo colocó entre los labios, sin quitarme los ojos de encima y con la mano izquierda descansando cómodamente en el bolsillo.

 

 

No era éste un día para grandes acontecimientos, y cualquier cosa escrita en el libro de la historia sobre el día de hoy sería borrado por las densas nubes grises que derramaban aquí y allá sus cristales fríos, sobre los pinos, sobre las luces y las casas del pueblo, visibles a kilómetro y medio a la tenue claridad de la mañana. Era un día para esconder en él las cosas. El viento racheado encontraba todas las huellas y las rellenaba, ocultando su orientación, y nuestra presencia en el campo dejaría pocos rastros y aún menos pruebas. De hecho, aquel 25 de noviembre no ofrecía nada a los sentidos para distinguirlo de cualquier otro día de invierno en la rotación de la Tierra y en el paso del aire a través de cada par de pulmones o bajo cada par de alas. Pero es bien sabido que todas las cosas tienen que ocurrir algún día, sea el que sea.

Aunque panadero de oficio, mi ocupación de hoy era cavar. Paleé quizá durante veinte minutos, y a veces usaba el pico para soltar la arcilla endurecida. Un buen ritmo. Mi acompañante se fumó tres cigarrillos. Sin prisa, yo raspaba una fina capa de nieve a cada golpe y la esparcía en el aire para crear la ilusión de volumen y mantenerme así ocupado más tiempo. Cuando llegué a la arcilla, seguí haciendo lo mismo. Mi acompañante no mostró intención alguna de corregir mi método, si es que se había fijado en él. Yo aprovechaba cada movimiento hacia arriba para hacer inventario de lo que me rodeaba. En el umbral del granero permanecía inmóvil un tractor con barro helado en las ruedas; en el interior del granero, vi bieldos que colgaban de la viga central, y también vislumbré la cuadra de los ponis, desaparecidos desde hacía dos días, cuando llegaron al pueblo los soldados. Nieve en el tejado del granero, también sobre la verja que lo rodeaba, y la que caía de las ramas de los árboles agitadas por el viento.

Yo paleaba para entrar en calor, para que mi corazón siguiera latiendo; latiendo, sí. Repetía rítmicamente unas palabras al cavar y al girar después con la pala: «Hielo y nieve, viento. Hielo y nieve, viento. Sigue vivo. Sigue vivo».

Estábamos en medio de la nada, con una pequeña tormenta de nieve que empeoraba por momentos y, por mucho que me empeñara en no correr, ya había cavado un metro en el hoyo.