Epílogo
Primer informe sobre los progresos realizados
Es una fría noche de invierno en Kiev, capital de Ucrania. Entre las tiendas del campamento revolucionario que se ha alzado en el equivalente local de las Ramblas barcelonesas o el madrileño paseo de la Castellana, charlo con Sviatoslav Smolin, un tipo demacrado pero de aire duro, vestido con un chaquetón caqui y que trabaja en Chernobyl controlando los niveles de radiación. Me dice que el lunes 22 de noviembre, cuando oyó en las noticias que el candidato de la oposición había «perdido» las elecciones a la presidencia del país, le dijo a su mujer que tenía que venir a Kiev sin falta. Llegó a la ciudad, se unió a la multitud de manifestantes en la plaza de la Independencia y, al ver cómo se montaban las tiendas de campaña, ofreció su ayuda. Ahora es responsable de la vigilancia de esta sección de la «ciudad de tiendas», que ocupa casi un kilómetro de la amplia avenida.
Calentándose
junto a uno de los braseros de leña está Vasil Khorkuda, un hombretón bajo y de
ojos claros que ha llegado de un área rural cercana a los Cárpatos, donde tiene
una agencia de viajes. Según afirma, nunca antes se había implicado en
actividad política alguna, pero ese lunes también él decidió que debía venir a
Kiev. Lleva aquí desde entonces y no se irá hasta «la victoria», lo que, según
explica, significa tener un presidente elegido en unas elecciones libres y
limpias.
Más
adelante, junto a un árbol de navidad sintético de color naranja, me encuentro
con la risueña Elena Mayarchuk. Cubierta de vistosas pieles y con la obligada
bufanda naranja al cuello, resulta ser dueña de un salón de belleza en una
pequeña ciudad de la zona central de Ucrania. Otra vez la misma historia: oyó
las noticias del pucherazo y supo que tenía que venir; se quedará hasta el
final. Por último, también he conocido a Vova, un trabajador de una ciudad
industrial del noreste del país que posa con aires heroicos mientras levanta
sus manazas, enfundadas en guantes negros, para hacer el signo de la victoria,
y afirma: «¡Fue el país el que me llamó!».
Así era
Kiev la noche del 7 de diciembre de 2004. La lucha por la expansión de la
libertad humana a veces nos depara reconfortantes sorpresas. A pesar de la
pobreza, la corrupción, la violencia y la manipulación de la vida política
ucraniana, ahí estaba esa gente considerada «corriente» haciendo algo
totalmente fuera de lo corriente. La «revolución naranja» de Ucrania se suma a
la lista cada vez mayor de ese nuevo tipo de revoluciones europeas, evolutivas
y en gran medida pacíficas, que se gestó hace ya treinta años con la Revolución
de los Claveles portuguesa. Como he defendido en este libro, la respuesta por
parte de Bruselas a una Ucrania democrática que deseara ocupar el lugar que se
merece como miembro de la Unión Europea debería ser un «sí» estratégico.
Pocas
semanas antes, fui testigo de otras elecciones presidenciales, esta vez al otro
lado del mundo. Al contrario que en el caso de los comicios amañados que
desencadenaron la revolución naranja, los observadores de la Organización para
la Seguridad y la Cooperación en Europa consideraron que éstas habían sido «en
gran medida» limpias y libres. Su resultado, sin embargo, es mucho menos
alentador. El martes 2 de noviembre de 2004, a las once y treinta y nueve minutos
de la noche, hora de Washington D.C., la cadena de televisión ABC otorgó el
estado de Florida a George Bush. Intuí que Bush había ganado. El pesimismo que
se apoderó de muchos europeos no era nada en comparación con la desesperación
de los intelectuales de izquierda con los que me encontré en las siguientes
semanas, al visitar varias ciudades del llamado Estados Unidos «azul» (es
decir, progresista), que hablaban de emigrar a Canadá o Nueva Zelanda. En la
página de Internet Freeworldweb.net, surgida de este libro y que se ha
convertido en un animado foro de debate, hubo un participante que, un poco
sobreexcitado, llegó a pedir a los europeos que invadieran Estados Unidos y lo
salvaran del «fascismo teocrático cristiano».
Es inútil
fingir que la reelección de Bush va a contribuir a los objetivos que planteo en
la segunda parte del libro. No es así en absoluto. Ya se trate del cambio
climático, del comercio y la ayuda a los pobres del mundo o de la perspectiva
de una colaboración entre Estados Unidos y Europa para mejorar la situación de
Asia y de Oriente Próximo, lo cierto es que hubiera sido más fácil hacer borrón
y cuenta nueva con John Kerry como presidente. No obstante, debemos partir de
lo que tenemos.
Fieles a
sí mismos, Jacques Chirac y Tony Blair reaccionaron de maneras muy diferentes a
la reelección de Bush. Adoptando una clásica postura eurogaullista, Chirac
declaró: «Está claro que, ahora más que nunca, Europa tiene la necesidad
perentoria de reforzar su dinamismo y su unidad para hacer frente a esta gran
potencia mundial». Recién llegado de una visita a Beijing, volvió a referirse a
la «multipolaridad». Entretanto, Blair corrió a Washington para ser el primer,
y más fiel, aliado en felicitar al presidente Bush y reunirse con él. También
le conminó a relanzar, tras la muerte de Yaser Arafat, las conversaciones de
paz entre Israel y Palestina. No obstante, ¿cuál era la influencia real de
Blair, que hablaba sólo en nombre de Gran Bretaña?
Ahora más
que nunca necesitamos ese compromiso histórico entre Gran Bretaña y Francia
–polos opuestos de nuestra Europa dividida– que he defendido en este libro. Lo
que nos hace falta no es la política del presidente francés Chirac o del primer
ministro británico Blair sino la del presidente europeo «Blairac». Blair tiene
razón cuando se refiere a la futilidad de un intento europeo de erigirse en
superpotencia rival de Estados Unidos, en un «polo» alternativo a éste; Chirac
está en lo cierto cuando afirma que sólo una Europa más fuerte y unida, que
hable con una sola voz, tendrá el peso necesario para que Washington la tome en
serio. En política, como en los negocios, uno escucha a un socio porque quiere
escucharlo, pero también porque no le queda otro remedio.
Hay
indicios de que la administración Bush podría empezar su segundo mandato
tratando a la Unión Europea como a un socio serio, abandonando su tendencia a
seleccionar a sus aliados europeos individualmente y según las circunstancias
siguiendo una política de «divide y vencerás». Veremos por cuánto tiempo.
También da la impresión de que, en la visión del presidente Bush de cómo ganar
la «guerra contra el terrorismo», ha cobrado mayor fuerza el componente
wilsoniano. En la rueda de prensa que dio en Washington junto con Tony Blair,
aludió en varias ocasiones a la democracia como la clave del cambio en Oriente
Próximo. Afirmó que «la razón por la que hago tanto énfasis en la democracia es
[...] que las democracias no se declaran la guerra entre sí». Y repitió: «Tengo
gran fe en las democracias como promotoras de la paz». ¿Se había convertido
repentinamente en seguidor del filósofo ilustrado Immanuel Kant? Bush, en
efecto, había defendido una clásica postura neokantiana; y ello a pesar de que,
en opinión del neoconservador estadounidense Robert Kagan, Kant sería el referente
intelectual de una visión de la política internacional típicamente europea.
Los
europeos mostraron diversas reacciones ante esta aparente conversión: la burla,
la incredulidad o una adhesión cauta, escéptica. Esta última reacción partía de
dos premisas: 1.ª es el presidente que vamos a tener en Estados Unidos durante
los próximos cuatro años, y 2.ª la modernización, liberalización y, finalmente,
democratización de Oriente Próximo nos interesan aún más a los europeos que a
los estadounidenses. En efecto, si no somos capaces de ayudar a nuestros
vecinos, especialmente a la juventud árabe, a encontrar más motivos para la
esperanza en sus países, vendrán a los nuestros en cantidades tan abrumadoras y
portando un cóctel tan explosivo de ilusiones económicas y resentimientos
culturales que sus consecuencias desgarrarán nuestras sociedades. Tras los
atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, cometidos por inmigrantes
marroquíes desafectos, hemos presenciado el asesinato en Ámsterdam del cineasta
holandés Theo van Gogh, a consecuencia del cual ese país, uno de los más
tolerantes y liberales de Europa, se ha visto inmerso en una espiral de ataques
entre extremistas musulmanes y extremistas cristianos o laicos. ¿Es éste el
rostro de la Europa del futuro?
Por nuestro
propio interés, deberíamos suscribir los elementos wilsonianos de la nueva
agenda propuesta por Washington, pero a nuestro modo. Decirle: «Sí, compartimos
el mismo objetivo, pero no estamos de acuerdo con algunos de los medios que has
elegido para alcanzarlo», sobre todo la invasión de Irak, y poner sobre la mesa
«lo que la Unión Europea puede hacer para que sus vecinos se muevan
gradualmente en la buena dirección», que es tan importante como lo que pueda
hacer Estados Unidos desde la distancia. De hecho, la valiente -y
arriesgada- decisión
de la Unión Europea de abrir un proceso de negociación con Turquía con vistas
al futuro ingreso de ésta en la Unión supone una contribución mucho más
importante para «ganar la guerra contra el terrorismo» (por decirlo en el
lenguaje de Bush) que la ocupación de Irak que lidera Estados Unidos.
Irak es
hoy un sangriento terreno de juego para los actuales grupos terroristas
islamistas y, a buen seguro, un criadero de nuevos grupos. Por el contrario, la
oferta de la Unión Europea a Turquía es una clara señal de que Europa no es un
«club exclusivamente cristiano», de que Occidente no está metido en una nueva
«cruzada» (como afirma Osama bin Laden) y de que las normas y los hábitos de
una democracia liberal moderna, que son los requisitos para pertenecer a la
Unión Europea, son posibles en una sociedad mayoritariamente musulmana. Lo que
es más, esta oferta se le ha hecho a un gobierno encabezado por un musulmán
devoto, Recip Tayyip Erdogan, que hace unos años estuvo preso por recitar en
público un poema que contenía los siguientes versos: «Las mezquitas son
nuestros barracones, / las bóvedas, nuestros cascos, / los minaretes, nuestras
bayonetas, / y los fieles son nuestros guerreros», y que ahora cuanto está en
sus manos para que Turquía cumpla lo que ellos llaman los «requisitos
europeos». Aunque probablemente este acercamiento no tenga el claro efecto de
demostración en sus vecinos árabes y persas que a veces se defiende, el mensaje
de apertura al mundo musulmán que se lanza vale por diez divisiones de los marines
estadounidenses.
En gran
medida, «el pesimismo del intelecto» sigue vigente. Si tuviera lugar un nuevo
atentado, o si un Estado canalla amenazara con hacerse con armas de destrucción
masiva, es posible que la segunda administración Bush retroceda a las
respuestas unilaterales, belicistas y nacionalistas de su primer periodo. Por
su parte, también la Unión Europea podría empantanarse en un debate interno
sobre la ratificación de la Constitución europea. La historia está llena de
sorpresas, y a nadie asombran más que a los historiadores. Cuando usted lea
estas líneas, sabrá más sobre estos temas.
No
obstante, no debemos olvidar esa perspectiva más amplia que he mencionado. Los
presidentes, primeros ministros o cancilleres llegan y se van, pero los grandes
desafíos que hemos identificado en este libro permanecen. El modo en que los
abordemos en los próximos veinte años determinará que las sociedades en que
vivan nuestros hijos sean más libres y civilizadas o, por el contrario, más
fracturadas e intolerantes. Algo que, en gran medida, depende de nosotros, los
ciudadanos.
Recordemos
el caso de Ucrania. En el otoño de 2004 era un país con una sociedad pobre,
profundamente dividida, y con un Estado corrupto controlado por un régimen
gangsteril. Hacía sólo trece años que era independiente y muchos de sus
ciudadanos rusófonos no tenían del todo claro que realmente fuera un país. La
sociedad civil estaba débil y carecía prácticamente de tradición en el ámbito
del activismo cívico pacífico. Aun así, los Vasil y Sviatoslav, las Elena y los
Vova, fueron a Kiev y acamparon noche tras noche con temperaturas por debajo de
los diez grados bajo cero para hacer una revolución de terciopelo.
Si ellos
pudieron ser dueños de su destino, nosotros también podemos. No hace falta que
plantemos nuestras tiendas bajo la lluvia de Regent Street (o de los Campos
Elíseos, las Ramblas, Nowy Swiat o el Kurfürstendamm). Sólo tenemos que alzar
nuestras voces en todos los canales, formales e informales, que nos ofrece una
democracia que funciona. Lo repito: está en nuestras manos.