Las ostras son consideradas como un exquisito manjar desde los tiempos
más remotos. Sin embargo, no se sabe de una manera positiva si la comían los
egipcios y los asirios, y parece haber sido desdeñada por los judíos. En la Biblia,
donde tantas referencias aparecen de manjares, la ostra no consta ni una sola
vez. En cambio, ya los celtas las devoraban en Francia, y fueron conocidas y
apreciadas por los griegos desde los tiempos más antiguos. Los griegos no
solamente las comían crudas, sino aderezadas de muy distintos modos; apreciaban
sobre todo las ostras del Helesponto, nombre clásico del mar Negro. Como es
sabido, los griegos votaban con conchas de ostra. Sobre el nácar blanco de
estas conchas, el votante escribía, con un estilete, su sentencia. Por esta
razón la pena del destierro adquirió el nombre de ostracismo. La primera pena
de ostracismo que se conoce fue la de Arístides el Justo. Su enemigo
Temístocles consiguió poner a votación su exilio. Dícese que un campesino iletrado,
sin conocerle, pidió a Arístides que le escribiera su propio nombre en el ostrakon,
o sea, en la concha. Arístides le preguntó qué agravios había recibido de aquel
hombre a quien quería expulsar de Atenas, y el campesino contestó: «Ninguno,
pero estoy harto de oírle llamar el Justo». Arístides bajó la cabeza y escribió
su nombre. Había recibido la última lección que puede aprender un político: la
fatiga que causa, en el pueblo voluble, la perfección y la justicia.
Pero el pueblo que realmente apreció las ostras y llevó su consumo a
deliciosos extremos fueron los romanos, que apreciaban sobre todo las del lago
Lucrino. Artificiosos y llenos de ostentación, los romanos tomaban las ostras
cocinadas de muy curiosas maneras, aunque las preferían con su célebre salsa garum
para el pescado. Esta salsa era una especie de salmuera que se obtenía por
desecado y presión de diversos pescados, sobre todo de la caballa. El de
caballa era el garum nigrum, y era el mejor, aunque considerablemente
avinagrado. El garum era un condimento de gran precio. Se fabricaba en
Leptis, en Pompeya, en Provenza; pero el más exquisito era el garum
sociorum, el garum de los aliados. Venía de nuestra Cartagena.
Las noticias históricas sobre los glotones de ostras son estupendas.
Vitelio posee el récord, que yo sepa, de la engullición de ostras. Según
parece, sorbía en cada almuerzo 1200 ostras, como puro adorno al sólido cuerpo
de su minuta. Se me objetará que Vitelio fue un emperador entorpecido por sus
digestiones, desmesurado, que sólo logró sostener unas semanas con su mano fofa
la cohesión del Imperio. Pero de todos modos, el récord es extraordinario. El
vizconde Mirabeau, verdadero cohete de pasiones que inauguró la Revolución
francesa, devoraba antes de comer más de treinta docenas, y Voltaire no
vacilaba en tomarse como aperitivo una gruesa del preciado molusco. Fue el
siglo xviii la gran época de las
ostras, por lo menos en cantidad. El gastrónomo Grimod de la Reyniére afirmaba,
modestamente, que la ostra perdía sus virtudes aperitivas después de la sexta
docena. Esto demuestra ante todo la facilidad con que se consumían, y luego el
apetito sostenido por Grimod, que era un hombre voraz, de un humor excéntrico y
que tenía entre los dedos de las manos una membrana que las semejaba a pies de
palmípedo. Grimod, que repelía a las mujeres por ser torpe en la caricia,
diose, incontinente, a la gula. En aquellos tiempos, un festín de cierta
importancia comenzaba invariablemente con pirámides de ostras, y la mayor parte
de invitados no se detenía hasta haber ingerido una gruesa, o sea, 144.
Brillat-Savarin elogia las virtudes aperitivas del molusco, y contra la opinión
de su contemporáneo Grimod de la Reynière, afirma que cada docena de ostras
pesa cuatro onzas, o sea que una gruesa, 144, pesarían un kilo y medio, lo cual
bien demuestra las virtudes aperitivas del molusco. Ello se ha perdido
irremisiblemente. Ya el mismo Brillat-Savarin, en 1825, se lamentaba con acento
elegíaco: «Por desgracia, he visto desaparecer, o poco menos, aquellos almuerzos
de ostras, en otro tiempo tan frecuentes y tan alegres, en que se tragaban por
millares; han desaparecido con los abates, que no comían menos de una gruesa, y
los caballeros, que nunca encontraban el momento de terminar».
Como es sabido, todas las ostras que comemos hoy son de cultivo, es
decir, de vivero. Las ostras salvajes, o sea, las de pesca, tienen un gusto
salobre demasiado acentuado, que el consumidor actual no podría soportar. El
criar las ostras en vivero no es de nuestros días. Según el escritor romano
Plinio, fue Sergio Orata quien inventó los viveros artificiales de ostras del
lago Lucrino, doscientos cincuenta años antes de Jesucristo. Ésta fue la
industrialización más importante conocida en la Antigüedad, si bien Aristóteles
nos cuenta que algunas gentes de la isla de Quíos habían conseguido de la
vecina isla de Lesbos unas cuantas ostras vivas, que trasplantaron a lugares de
su costa muy parecidos a los sitios de origen, donde tales ostras vivieron
estupendamente.
En la Antigüedad tuvieron nombradía estos viveros italianos, y los de Burdeos gozan de una venerada tradición. En Francia se creyó, en toda la Edad Media y hasta el siglo xix, que las ostras llamadas salvajes eran inextinguibles, y entonces se consumían así, a pesar de su fuerte sabor salobre. Se bebían con ellas los vinos verdes de Anjou y de la Turena y los ásperos bearneses. De tal modo se creía que los bancos de ostras de las Landas y de la península bretona eran inagotables, que un decreto de 1681, para proteger los mejillones, dejaba libre la pesca de ostras durante todo el año. Pero a principios del xviii, la regencia de Luis XV consumió una cantidad fabulosa de este preciado molusco y ya tuvieron que dictarse órdenes restrictivas para evitar el expolio total de las costas francesas. De modo que en 1750, 1754 y 1759 empezó a regularse contra la devastación de la ostra. El siglo xviii devoró millones de ostras con una sensualidad casi pueril, fofa y como no se había conocido desde los tiempos de Lúculo y de Vitelio.