Como la vida misma

Estación I

 

Aparte de lo que acaba de soñar, no parece haber trazas de que Caramelo ande en las últimas. Despertó hace rato y sabe que el sueño no volverá. Pero ha de ser hasta que el alba esté a punto de rayar cuando le venga en gana levantarse, asomarse y aspirar el aroma de los encinos y abetos de los alrededores.

A la izquierda, en la parte de arriba y por el viento oriente, un burro joven y sin carga vendrá tramontando la colina de La Mesa. Detrás del animal irá saliendo la luz del amanecer, alcanzará el quieto oleaje de la sierra, tecleará las doradas puntas de los encinares y se apurará a llegar al claro donde Caramelo ha venido viviendo, al lado de una iglesia tan apenitas que todavía no alcanza nombre.

Desde el lado contrario aletea un zanate, cruza la oscuridad y los rumbos de San Buenaventura y del camino real a San Miguel Cerezo. Ronda la maraña de cachanillas, las aprismadas columnas de órganos y el manchón de pirules, y se posa en las ramas del pino más alto.

El primer rayo de sol pega en el ala izquierda del pájaro y el reflejo se estrella abajo, en la pupila de Caramelo. Caramelo parpadea, guiña y se espanta de un bostezo las últimas resistencias a salir al día.

Su cuarto está en penumbra; al fondo, el colchón, pura borra enfriada de rocío y orines; en el rincón, el anafre donde calienta su posillo de café en polvo, y arriba, sobre un tablón cruzado a modo de trastero, se equilibran una lata de leche nido llena de hojas secas de yerbabuena, un jarro para las visitas, un cucurucho de periódico con frijol coconilla agorgojado, una veladora y las estampas de san Judas Tadeo, san Charbel y la Santísima Muerte.

–Ya te llegó la hora, hermana –era Martín a los doce años, poco antes de que le entrara la loca de huir al África. Venía vestido como de primera comunión. Vaya, por fin se dignaba volver, aunque fuera en sueños, y quizá por tal motivo volvía como ella se lo había figurado; no parecía de este mundo, seguía estando como roto y seguía andando como ido.

Los recuerdos. Pese a que Caramelo bien claro se lo había pedido a Dios, no le fue dado aprender a nadar en esta clase de ondas, así que sintió hundirse en los recuerdos. Los recuerdos. Los recuerdos la han venido persiguiendo hasta esta orilla, de modo que aún después de despertar tardó en despegarse de los labios el nombre de Martín.

–Martín, Martín, Martín.

 

Cuando esta ciudad fue apenas poco más que la juntura de los cerros María Magdalena y San Cristóbal, la gente con aspiraciones levantó mercados, templos, escuelas y entretenimientos a la salida de las minas. Con ello fue creando una ciudad límite para las barriadas de las faldas de los cerros, una ciudad de pretensiones aristocráticas, entre desparramada y estreñida, a medias entre pueblo minero y agrícola, junto a una de las metrópolis más grandes del mundo.

Entonces los barrios de arriba, proletarios y artesanos, se encontraron con que les marcaban el alto las construcciones afrancesadas e italianizantes y una nueva plaza central donde se levantaría un monumento al centenario de la independencia nacional: plaza que sustituiría y borraría, de ser posible, a la plaza original. Y como todo lo que sube baja, los hacinados de arriba no tuvieron de otra que bajar y olisquear la fragancia de lo bueno, probar el sabor de la melcocha y aprender de qué lado masca la iguana, para luego dejar ahí, entre apuestas, francachelas y mitotes de rompe, rasga y barandilla, el jugo y la ganancia.

Así fue engordando la ciudad, plana y dispareja. De la única forma en que se acumula la riqueza material, con premeditación, alevosía y ventaja, con infamia y engaños, con resentimientos inducidos, con leyes y morales a modo, con profecías prefabricadas y con sentencias previas: qué le vamos a hacer, la pobreza y la riqueza, la clase y el desclase no se hurtan, se heredan.

 

Caramelo, alma mía, va a salir envuelta en refajos, con un vestido estampado, una blusa de terlenka y una chamarra borrega, no tanto para enfrentar las heladas ráfagas de octubre, que se encorajinan más en esta parte, sino para dar la talla del traje a cuadros grises sobre fondo verde que se agenció en el basurero del Huixmí. Y encima de todo se echa su abrigo gris tipo astracán.

Todavía sin convencerse de que ya es la hora, venteándola más bien, como una débil corazonada, echa un vistazo al interior de lo que ha sido su casa durante... cuántos años. ¿Veinte? ¿Menos? Más o menos.

Ahora verán. El predio en el barrio de la mina La Camelia, al norte y en las afueras de esta ciudad, sobre los terreros de la mina El Paraíso, se lo regaló un diputado admirador suyo, por sus puras pistolas y aprovechando la liquidación de la empresa minera. Eso fue poco antes de que clausuraran El Abanico y desalojaran toda la zona roja. Muy poco antes, porque ella con trabajos se estaba terminando de acomodar en el terrenito cuando le cayeron dos antiguas compañeras.

–Órales manita, qué has de hacer, danos caridad que el Dios de los cielos te lo premiará, ja ja ja. –Así llegaron pidiendo posada. Después, con el paso de los meses, una se fue yendo, que si rumbo a Actopan, al congal ese que le decían Las Vegas, que si al Washington, en Tampico, o a donde ve el apache, en Saltillo, y nomás se quedó la que venía de Almoloya.

 Al salir, Caramelo topa con las vecinas que se han propuesto deshacerse de ella; mandarla al demonio con todo y los recuerdos que a querer o no ella les trae; a ella, que nunca, hasta el sueño de hoy, había tenido recuerdos. La quieren botar, mj, a Caramelo, con sus tardes de regresar cargada de triques, con su pestilencia de azufre y meados y con la piara de perros convenencieros que viene por la cacerola de agua.

–¿Y el Guardián? ¿Qué será de ese ingrato? –se pregunta Caramelo desparramando miradas alrededor.

Guardián, su criollo cruza de cobrador dorado, ahora está muerto. Apenas anoche se lo enyerbaron y ya no vendrá a lengüetear más su cacerola de abolladuras negras.

 

 

En el principio de Allende, cuando pasen diez minutos y no llegue el colectivo que la llevará a su casa, Lupita, estudiante del Instituto Tecnológico Regional, rubia de minifalda y blusa ombliguiabierta color mandarina, comenzará a sentir la cruda. Así que aunque no traiga dinero tendrá la tentación de abordar un taxi, cualquiera de tantos, uno que siempre está ahí disponible para ella, ande donde ande.

Al rato, cuando llegue a donde empieza Allende, Caramelo, huérfana de madre desde siempre, verá la figura de Lupita, entonces deseará lo que nunca. Deseará que el tiempo regrese, deseará volver a ser niña y deseará adoptar como mamá a Lupita. Pero antes de que tales deseos cuajen, algo la distraerá.

–Hazte, niña. Hazte para allá –le dirá.

Lupita se hará a un lado todavía medio atarantada por las emociones, por las horas de viaje y por los pomos de alcohol. Así que no se fijará en Caramelo ni oirá bien al profesor Francisco.

–También qué pinches mamadas... –mascullará el profesor Francisco apretando los párpados mientras se despegue del pavimento en el principio de Allende, el lugar en donde sacrificará su bicicleta y sus rodillas con tal de no atropellar a Caramelito.

–Hazte, niña, hazte a un lado...

Algo así creerá oír Lupita, quien dos o tres meses después de esta escena habrá de terminar con una bala en la frente.

 

La calle de Allende es como la vida, hagan ustedes de cuenta. Nunca se llega uno a enterar a ciencia cierta dónde acaba ni mucho menos dónde empieza. Al principio parece una calle. Una sola calle, nada más; porque ya en su primera esquina deja de llamarse Allende y se transforma en Plaza Independencia como bien claro lo asienta un rótulo; se abre de piernas para dar cabida a un ebúrneo monumento erigido por otros caciques para conmemorar el centenario de la independencia de México. El monumento a El Reloj.

El Reloj, corazón y escudo de este poblado, lleva un siglo de soltería; es un incomprendido contador de momentos, y siendo tan viril permanece virgen, sin siquiera una puta o un bohemio dignos para hacerle compañía y cantarle un poema: virgen y lejano de sus iguales, los farallones y los órganos de los cerros de San Cristóbal y de La Magdalena.

Si dejara su tiesura de pisaverde en visita a los suegros, si se animara a echar una canita al aire y renunciara a su erección perpetua, El Reloj se recostaría al norponiente y penetraría a la única edificación que también es de cantera y habla su mismo lenguaje arquitectónico, la Banca del Comercio, obra de estilo neoclásico, de arco triunfal y pilastras dóricas en su portada. Pero, qué esperanza, él es muy formal, muy emblemático, y ella sólo franquea sus puertas al poderoso caballero don dinero.

 

Apenas traspone la cerca, Caramelo ve a las mujeres, sus vecinas. Están mirándola feo desde la casa de tabicones que sus hombres van levantando cada Corpus y San Juan. Y no se conforman con hacerle mala cara y echarle chicos ojotes como siempre, sino que le echan cacayacas.

–Ay Jesús, tú, conque estrenando traje sastre de lana.

Cuando las cosas habían comenzado a pintarle de la tiznada a Caramelo, y el vecindario, la gente ésta, se atrevió a invadirle su tecorral y a no guardarle ninguna consideración, ella levantó una trinchera como las de los soldaditos del aparador de la juguetería del profe Francisco, con sacos de cemento echado a perder por la humedad, y también con muñones de escoba, con lajas, con madera de cimbra, con alambre quemado, cordeles, ladrillos y láminas que el gobierno reparte en tiempos de frío y de elecciones; con todo lo que sirviera para preservar un cinturón de territorio, un patio, pues, alrededor de su casucha: un espacio donde criar animalitos y plantar azucenas y geranios, y donde dejar crecer matas de mastuerzo y guarín, en torno a un ropero sin fondo ni lunas que en tiempos recientes le ha servido de excusado.  

Antes de ser gabinete de baño, aquel ropero fue el chiquero de tres marranitos que quién sabe quién le había robado con todo y escamocha la Navidad antepasada.

 

 

Camina unos metros. Las habladas engordan. Muerta de hambre. Apestosa. Y sabe Dios qué más. Así que Caramelo finge regresar para atrancar la reja y compartirle tortillas nejas y guisado frío a Guardián. En fin, de lo que se trata es de regresar sobre sus pasos y en lugar de ir hacia su casucha dirigirse hacia el boquete donde ellas se asoman. Saca de una bolsa del abrigo el cascarón de tapas rojas y cruz suiza de una navaja que salvó de un basurero.

Caramelo echa el pecho por delante como aquellos mineros que blandían el cuchillo en una mano mientras con la otra arrastraban su jorongo por las callejuelas desafiando a otros valientes de lotería.

–A como dispongan sus mercedes, de una por una o todas en montón.

Que no le saquen, viejas jijas de su rechinar de muelas. Sin embargo las mujeres se rajan, méndigas chimoleras; desaparecen por el hoyo donde en algún otro Corpus y San Juan se abrirá una ventana y colgará una cortina. Y, al instante, un tufo de alcoholes transpirados se desparrama por el hueco de la puerta; detrás, salen los hombres de la casa, pellejos de puercoespín, puños calizos, agujereadas camisetas de At Last University, Lakers y Bulls.

–¿Qué traes, pinche loca?, ojos de buey en yunta.

Allá lejos va a dar el remedo de navaja. Y una machincuepa más allá va a parar Caramelito.

Dónde que no anda por aquí ni siquiera uno de los perros, ni siquiera Guardián, o su comadre Avellana Segunda, para hacerla sentir menos sola, más valida. Porque los perros la faldean nomás cuando hay modo de darles de comer o de beber; ¿Guardián?, bien gracias, por ahí, cuzqueando de seguro, y en cuanto a la segunda Avellana, quién sabe de qué albergue o de qué hospital de Salubridad habría que sacarla, no para que socorra sino para ser socorrida.