Uno
La urna y su contenido, mi madre, no pesan más que un recién nacido. Aún está caliente cuando me la entregan. El encargado del crematorio me ofrece, además, una caja de cartón, vacía. La acepto. Salgo a la calle abrazado al paquete atado por un lustroso listón negro. Parece un regalo. Camino hasta la boca del subterráneo. Allí, me detengo. Elijo a un transeúnte al azar y le entrego el presente.
–Gracias –me dice el
desconocido–, está tibio.
El extraño se funde
con la multitud.
Es domingo. Algunos
gatos me miran cuando cierro la puerta de la mansarda. Un par de ellos corre a
esconderse mientras inclino el cuerpo y tomo la maleta. No me extrañarán,
pronto llegará otro inquilino. El cubo de la escalera huele a orín concentrado,
intento no respirar. Una gata, mi favorita, me acompaña en mi descenso, me
sigue hasta el descanso del primer piso. Acaso presiente que no volveré al
edificio. No me vuelvo a mirarla ni acaricio su lomo, como es, como era mi
costumbre. No me seguirá hasta la planta baja, como es, como seguirá siendo su
costumbre. Liquido mi cuenta y saco el coche de la pensión. La avenida, vacía.
No miro por el espejo retrovisor, acelero, me alejo, conduzco hacia el
suburbio, al noroeste de la ciudad. Es un día despejado de finales de febrero.
Manejo sin pensar. Una sola frase me acompaña, se repite, como un mantra que acalla la estática de mi memoria viciada.
Siempre esperamos una
despedida.
No me escucha llegar.
Veo su espalda, la cabeza cubierta por una mascada amarilla, pálida, una falsa
rubia. Descansa en el jardín, ante los rosales mutilados, un libro abierto
sobre su regazo. Imagino su vista fija en las montañas del sur, reflejadas en
las lentes oscuras de sus gafas. Me acerco a ella, despacioso, como una nube
que se desintegra. Sé que escucha mis pasos sobre el pasto, sé que me siente
detrás de ella. No se inmuta. Soy yo el que debe hacer contacto, cancelar la
espera. Abro el puño. Coloco la mano sobre su hombro. Pronto acaricia mis
nudillos, mis dedos ceden, las yemas tocan su piel. No se vuelve para verme.
Mi madre morirá antes
de que termine el próximo invierno.
Comemos en silencio,
apenas nos miramos. Mi madre tiene buen aspecto, sus ojos brillan. No me atrevo
a preguntarle lo que piensa en ese momento, cuando una sonrisa fugaz hace que
detenga en el aire la mano con la que se sirve la ensalada.
Un colibrí cruza el
espacio que nos separa y se suspende, apenas un instante, ante nosotros, entre
nosotros.
El pájaro minúsculo
prosigue su vuelo, el momento cede: la lechuga llega a su plato, mi madre toma
un tenedor, prepara un bocado, mastica. Terminamos de comer, recojo la mesa, me
refugio en la cocina, preparo el té. Cuando regreso al jardín, mi madre ya está
de nuevo recostada sobre la tumbona, con la vista en el sur. Toma la taza que
le ofrezco. Cierro la mano, siento la carne escasa de su hombro.
Habla. Por fin dice
algo:
–No llores. No ahora.
No todavía.
Me instalo en mi
viejo cuarto. Repaso la geografía de mi infancia, contemplo los muros vacíos,
el librero, el escritorio. Sobre la cama, un juego de sábanas limpias, una
toalla esponjosa. Deshago la maleta, ocupo apenas un par de cajones de la
cómoda.
Atardece, salgo al
balcón: mi madre ya no está en el jardín. Me recuesto, cierro los ojos, intento
evadirme de los recuerdos, sintonizar el ruido blanco que me anestesia. La
frase, persistente, termina por vencerme como si tuviera fiebre, prisionero de
su creciente eco.
Siempre esperamos una
despedida.
Siempre esperamos una
despedida. Cuando alguien se va, más aún: cuando alguien se marcha para siempre,
nos hace falta un gesto, una señal, el anuncio de su partida definitiva. Una
palabra. Adiós.
Luego la espalda, la
cabeza gacha, el cuerpo que se aleja y el antebrazo que se alza, los dedos
extendidos, la mano como un péndulo moroso que marca el ritmo de los pasos que
se internan en la niebla del tiempo, en donde nacen el pasado y su hermano, el
olvido.
Miro la fotografía,
la única.
Al centro de la
imagen, la cabeza de un bebé dormido, envuelto por una frazada a rayas color
pastel: azul, blanco, amarillo, blanco, rosa, blanco, de nuevo azul. Una mano
descubre la cara, el perfil. Puede verse el ojo cerrado, el párpado abultado,
la nariz ínfima, la frente amplia, la sien cubierta por una pelusa traslúcida,
un fragmento de oreja apenas. Sobre la cabeza, una ventana, el descampado más
allá de la imagen. Un haz de luz ilumina la cabeza del bebé y buena parte de la
frazada. Allí se posa, inevitable, la mirada del espectador y, antes, la del
fotógrafo, en este caso un billetero de
tren, no tu padre. El resto de la imagen, oculto en la penumbra,
protegido por un velo de sombra. La mano que descubre la mano del bebé, mi
mano, es la mano de una mujer. En la esquina superior izquierda del retrato
puede verse una porción de su cara, mi cara, apenas encendida por el reflejo de
la luz que ilumina al bebé, tú. Se distingue una sonrisa amplia, mi sonrisa
realizada, y de la sonrisa se desprende un gesto que sólo puede ser descrito
como pleno. Un ojo, mi ojo, oculto bajo el armazón de unas gafas de pasta
negra. La mujer lleva puesto un suéter de lana clara, el cuello alto. En la
esquina inferior derecha se asoma uno de sus muslos, mi muslo, y un trozo de
falda plisada. La disposición de los elementos que integran la imagen –la
cabeza iluminada del bebé, la sonrisa plena de la mujer ensombrecida, la idea
del descampado al otro lado de la ventana– invitan a pensar que el tren viaja
de norte a sur y de este a oeste. Un observador atento dirá, con razón, que el
bebé nació hace apenas unos días, una semana acaso. La mujer, yo, hará un par
de décadas.
Luego está lo que la
luz no revela.
La fotografía, tu
primer retrato, no la toma tu padre.
Es el billetero del
tren el que me obliga a sonreír en la penumbra del compartimiento. La luz
reposa toda sobre ti, iluminado. Duermes envuelto por una frazada, encima de
mis piernas, contra mi vientre, debajo de mi seno. Descubro tu cara, tu perfil.
El billetero me pide la cámara, se oculta detrás de la lente, oprime el
disparador.
Nadie más vuelve a
usarla, inútil sin tu padre el artefacto, la luz. El tren deja la estación del
puerto y nos trae a la ciudad. Un taxi nos conduce a Montebello,
a esta casa en donde ahora tú duermes y yo muero.
Siempre esperamos una
despedida. Cuando alguien se marcha sin ese gesto último, esa palabra, esa señal de brazo como metrónomo, comienza la
espera, esa enfermedad.
Dos veces se marcha
tu padre sin despedirse. La primera huye del puerto, la deja a ella, viene por
mí, los abandona en su espera. La última regresa, se suma a los suyos, a los
que pertenece. Nos abandona a nosotros.
Pero decido no
esperar, no esperarlo, y nos marchamos en el último tren, sin despedirnos. Como
él.
Entonces, Puerto
Trinidad desaparece.
Da la impresión,
Puerto Trinidad, de ser una ciudad de ociosos. Aquel viajero que soporte el
tedio de subir la empinada escalinata del Parque Buenaventura –allí no va ya
nadie– podrá contemplar un espectáculo inusual: la ciudad compacta y quieta, se
la mire a la hora que se la mire. Algunos afirman que las azoteas de sus
edificios semejan lápidas separadas por el trazo de sus calles vacías –no hace
falta, en Puerto Trinidad, un coche: la ciudad se recorre de un extremo al otro
en menos de un cuarto de hora, si se anda con prisa, y en media si el ánimo es
bucólico, como el de todos los que casi nunca transitan sus aceras–, el puerto y su gran muelle inútil,
abandonado, la Bahía del Hijo convertida en un arenal apenas húmedo, el S.S. Sigur
eternamente encallado. La línea del horizonte, engañoso espejismo, provoca la
sensación de que el mar no se fue tan lejos, pero la franja brillante y acuosa
es mera ilusión óptica, así como lo es el asomo de la isla de La Amazona, que
algunos fingen observar desde las alturas del balcón presidencial del Gran
Hotel Beaumont, hoy Hotel Principal, luego de los
aguaceros que marcan el fin del verano. Pero no, no es Puerto Trinidad la
ciudad de ociosos que aparenta. Si se desciende la escalinata del Parque
Buenaventura a buen paso y al inicio del atardecer, se llegará a tiempo al Café
del Orbe, donde desde que el mar dejara el puerto se reúne a esperar su regreso
la tertulia del pianista sin nombre, todos los días a las siete pasadas, cuando
el sol desaparece en la línea del horizonte.
El
marido de mi hermana no volvió a casa anoche. Es
domingo, no sabemos nada de él. Mi hermana dice que no volverá, que se fue para
siempre. Algo debe haberle sucedido, insisto yo, pero mi hermana se niega a
llamar a la policía y dar cuenta de la desaparición
de su marido. No me atrevo a contarle que estoy solo de nuevo, que la mujer,
otra mujer a la que nunca conoció, ya no está más en mi vida. Quizá nunca lo
estuvo. El dolor de mi hermana, pienso, es mayor que el mío y lo
respeto. Me sumo a su duelo, aunque no comprendo, no del todo, su inmovilidad.
–Mira –le digo a mi hermana y le muestro el incendio en uno
de los cerros, al oeste de Montebello.
Parece el reflejo
vivo de las luces de la ciudad, al sureste, que desde el departamento de mi
hermana puede verse en toda su desbordada amplitud. El manto de fuego se
refleja a su vez en sus ojos impertérritos, la cara vacía de gesto. Me dice:
–Me voy a la cama,
¿quieres tomar algo para dormir?
Niego
con la cabeza y me acerco a ella. Rehúye mi abrazo. Una vez en el umbral de su recámara, sin volverse a
verme, murmura:
–Puedes dormir
conmigo, si quieres.
Permanezco
en la sala, es temprano todavía. Pequeños puntos de luz avanzan hacia las
montañas del sur, giran a la izquierda, descienden. Imagino a los viajeros en el interior de esos aviones, ignorantes de lo que en este
departamento sucede. Muchos desconocerán la existencia de Montebello,
el suburbio que todos los aviones
procedentes del norte sobrevuelan. Me recuesto sobre el sillón y contemplo el
incendio, pienso en las caras que nunca veré, tomo la libreta, escribo:
«Hay
caras que nunca veré. Si mi vida es la cuerda que
se tensa de un extremo al otro de un arco, principio y fin, conocido y
desconocido, entonces es la voz que pertenece a esas caras que nunca veré la
que las hace vibrar de sentido. Las voces. Hay una cara primera: la del hombre
acuclillado que, en la cima de un cerro hoy en llamas, escucha la radio,
canciones que parecen lamentos viciados por la estática. La voz de esa cara es
nocturna, silenciosa. Se diría que no es una voz, dado que, de niño, al
principio, nunca la escuché, así como tampoco he escuchado la voz del hombre
del automóvil, el sastre que tal vez sea mudo y cuya cara sí conozco. Antes de
irme a dormir, como ahora, antes de cerrar los ojos y abandonarme al sueño,
cuando mi hermana ya me había dado las buenas noches y, luego, yo había fingido
no estar despierto cuando mis abuelos entraban al cuarto y se aseguraban de que
estaba arropado, antes de irme a dormir pensaba en el hombre acuclillado en la
cima del cerro y escuchaba las canciones, los lamentos lejanos y estáticos que
manaban de su radio, para luego pensar en lo último que pensaría antes de,
finalmente, cerrar los ojos y dormir. Pensaba en recordar ese último pensamiento del día, mi pensamiento
inmediato previo al sueño, y, luego de un insomnio intenso pero breve,
concentrado en un instante, me descubría despierto
en la madrugada y con el último pensamiento del día ausente en mi recuerdo, un
pensamiento inasible que me llevó a inventar caras, recuerdos. Y voces.»
Silencio.
Amanece.
Una mancha negra
cubre casi todo el cerro. Despierto y
desvelado, ahora, no escucho más las canciones distantes, los lamentos vencidos
por la estática. Pienso: es probable que el hombre acuclillado, el
velador de alguna casa en construcción
acaso, no sea más. Afuera, un hombre cuya cara nunca veré barre los
restos de la noche debajo del cantar temprano de los pájaros. Barre seguro,
protegido por la penumbra, habitante privilegiado de la madrugada, dueño de una
disciplina, una constancia que envidio. Luego pienso que no sé nada, que lo doy todo por sentado: quizá ese
par de caras que nunca veré no sea más que una misma, velador y
barrendero, pasado y presente, y en ella se encuentre
una verdad inalcanzable: el recuerdo que, en mi infancia, perseguí sin
éxito hasta caer dormido y amanecer hoy, aquí, despierto ante la vibración que
une los cabos de mi existencia.
Mi
hermana me descubre despierto. Toma la libreta y
la abre en la primera página. Lee:
«Es
el inicio de la madrugada, el cabo de la noche. Al otro lado de la ventana,
orientada al sur, no se escucha nada, apenas el murmullo del viento que se
cuela por una fisura en la ventana. Los cuerpos se separan, ahítos, la piel
vibrante y la carne satisfecha. Las miradas sin voz se encuentran. Acaricio su
cara, la sonrisa, y llevo la mano a su nuca tibia, húmeda. La peino con los
dedos. Ella dice las palabras, dos palabras, cinco letras, y gira sobre su
costado. Los cuerpos, cóncavo y convexo, embonan.»
El rugido nos
sorprende.
Alzamos la vista.
Primero es el sonido, un estruendo agónico que amenaza con fracturar el
firmamento. Luego, el avión, una ballena plateada que surca, ligera, el cielo
cada vez más claro.
–¿Quién es ella? –pregunta mi hermana.
–Ella era –le
respondo–, ya no es.
–Igual
que mi marido –dice mi hermana–. Y desaparece en
la cocina.