El emigrante
–¿Olvida usted algo?
–Ojalá.
Dos acequias
Sabes
que la lluvia nunca cae por error.
Los
Inquietos, «Nunca niegues que te amo»
El
cielo se ha cansado ya de ver
la lluvia caer.
Shakira Mebarak, «Inevitable»
¿Por eso fue que
abandonamos la mesa y fuimos a tu cuarto, Alejandra? ¿Por eso, porque en tu
casa hay esqueletos de mariposa y salamandras degolladas, salamandras
multicolores con una estaca en el pecho, como los niños que clavaron a las
puertas los paramilitares, y ahí podía llover: y teníamos miedo? ¿Por eso? ¿Por eso dejamos las cervezas a la vera de
la calle, frente al parque Lleras, cancelamos
la cuenta y tomamos un taxi? ¿O fue una buseta? ¿O fue porque hilvanabas
palabras como una enredadera mientras la ciudad nos quedaba abajo, toda ella de
barro cocido, de rojo y enredaderas verdes, y tus ojos eran dos piletas de agua
pura y tal vez tú veías lo mismo en mis ojos? ¿Por eso? ¿O fue por lo que decía
el chileno huevón, el que les prometía a todas la Patagonia
y el Atacama, los Campos de Hielo Sur y los bosques de araucaria?
Primero fuimos al
Vizcaya, caímos víctimas de la
promoción y acabamos perdiendo cincuenta mil pesos en el bingo. Íbamos a comprar un tinto cuando llegó la muchacha con
los volantes y yo dije que fuéramos, que siempre había tenido ganas de
entrar en uno de esos lugares, que en México no había: nos chutábamos las dos
boletas gratis y volvíamos por el café, por el tinto porque el tinto es bueno,
porque aunque no te provoque un tinto el tinto siempre es un pretexto, es una
conversación que sucederá luego, es perder el tiempo con la conciencia
tranquila mientras miro tus manos y me hablas de cualquier cosa, de que
conociste a una persona que al rezar iba dibujando aviones con polvo de
estrellas, montañas que llegan a bañarse al mar. Y hubiera preguntado si
querías ir a la costa, si no te importaba mandar al carajo
tu laburo en el banco para irnos al aeropuerto y
volar a Cartagena, o a Santa Marta, o al Pacífico, donde pudieras bañarte
desnuda, con una falda de peces y palmeras. Pero fuimos al bingo, primero con
reticencia, con la idea de que sería algo más bien soso, y dejamos el café para
más tarde mientras me señalabas con el índice pegado al vidrio del elevador
dónde estaba tu casa.
¿Por eso? ¿Por eso me
estoy tomando un tinto, un tintico en tazas de
Talento Colombiano, mientras escribo y bien te puedo decir que por acá no se
consigue tan buen café como el suyo por el mismo precio? ¿Y te lo escribo por
decírtelo, por cambiar de tema, o porque me dolió que te sorprendiera, cuando
aún jugabas a venderme un país por otro, saber que México también produce café?
¿O fue que no jugabas, que en realidad quisieras que todo colombiano tuviera
una finca y una casa, una casa como la tuya con poemas de César Vallejo
escritos por las paredes? ¿O un exilio para
poder orinarte en tus recuerdos y en tu rabia, para no haber abandonado
la mesa con la desesperación que lo hicimos después de tocarnos los dedos?
Nos chutamos las dos
boletas y pedimos otro tándem porque claro, mujer,
¡si estabas a punto de gritar gané!;
sólo que la pinche gorda ésa se nos adelantó: por un
número, nomás por uno. Y te reíste cuando mandé quedo, de puntitas, a chingar a su madre a la gorda; pero ya tenías el dinero
listo al momento en que tlaqueé a la edecán para que
nos dejara las otras plantillas. Luego el de la suerte fui yo, tanto para
cantar la línea como el bingo, pero igual, sendas veces alguna emperifollada pituca comenzó a gritar yo, yo, aquí, ¿cómo se dice?; hasta
que dio con la palabrita y nos quedamos a dos números del premio. Querías
ganar. Quería llevarme el premio por el hecho de tenerlo, porque en esta ciudad
donde abundan las casas de apuestas y los casinos, por lo menos una vez todos deben de haber ganado algo. Te pregunté si
siempre habían sido legales las apuestas y las máquinas tragamonedas, pero me
respondiste que no querías hablar de política mientras tachabas un veinticuatro
y un dieciséis y a mí me venía la imagen de un taxista parqueándose afuera de
Apuestas Gildardo; una vendedora de rosas con tres
boletas en una esquina del centro, noventa y nueve; los cachitos de lotería que
estaban sobre la mesa del recibidor de un colega colombiano, treinta y tres; la
negra que vendía collares de la suerte en Restrepo, doce; un local de juegos de
video vacío al lado de unas máquinas tragamonedas atestadas de niños y
adolescentes, sesenta y cuatro; ¡bingo! ¡Por acá! Carajo,
no fuimos nosotros. Otras plantillas.
¿Por eso? ¿Por eso
escribo escuchando a Diómedes Díaz mientras tú
probablemente estés oyendo a Pedro Infante? ¿O es que acaso ya también escuchas
vallenato, y no tendrás que preguntarme de vuelta por qué prefería las busetas
a los taxis? ¿Y estarás sentada en el parque Berrío con tu libretita de apuntes, dibujando a los
vendedores de fruta y a los que les toman, al lado de las esculturas de Botero,
fotos a los turistas? ¿O estarás en El Tesoro, deseando que El Tesoro se
extienda por toda Antioquia con su orden y su gente sin mugre? ¿Estarás
escribiendo que te escribo entre nopales y gringos que vienen a comprar mi
patria?
Y al final, nada: cincuenta mil pesos por la borda. Hubiéramos ido a una isla a tejer cortinas de nubes de lluvia, para controlarla, para que no llueva así: sin cansancio, sin tregua, para que deje de haber pláticas de paz entre la tierra y el cielo en un paraje mientras el chubasco arrasa en alguna otra parte de la selva, y dejen los ríos de tener ese color de tierra erosionada que parece sangre y se lleva consigo torres de alta tensión, presas y caminos. Podrías haber hecho trenzas de caracoles en mi pelo. Nos hubiéramos vestido de arena blanca y arcilla en lugar de señalar puntos de Medellín con las manos pegadas al vidrio del elevador. Me dijiste que allí estaba tu casa, que detrás de esos edificios y esos árboles, y yo te dije que sí como si tuviera una idea, como si no me preguntara por la columna de humo que quería comerse el cielo desde Sabaneta, como si no prefiriera ver tu cintura y tu nuca, Alejandra, Alejandra que me hablabas de orquídeas en los pasos a desnivel, y de que te gustaría tatuarte una salamandra en un seno mientras llegábamos ante las mesas de madera del café que nos tentaba a saltar sobre la ciudad, a saltar al vacío con la creencia de que volaríamos sobre las acacias y las caobas.
¿Por eso me duele el
frío que le dolía a Carrascal? ¿Porque allí, al café, llegaron el paraguayo trucho y el chileno maraco y esa amiga tuya, Isabel, que
estaba fascinada con las pláticas sobre pingüinos y pumas que hacía el chileno
con lujo de ademanes? ¿O porque el chileno ofrecía pasajes y cabañas de Bohemia
al sur del mundo, no sólo porque hubieran llegado al café y se acabaran las
vulvas de las flores? ¿Y porque de allí nos fuimos al barecito
de Lleras como si quisiéramos abrirle otra grieta al
mundo, y las cervezas, y la mano que extendiste para que yo volviera a trazar
sus líneas sin tocarlas, como si de mi dedo brotaran gotitas de hielo? ¿O fue
porque en un momento vimos que al trucho paraguayo le
temblaba una rodilla después de ver que un hombre dejaba su
portafolios bajo una mesa y salía del café?
Yo
no te prometí una casa de adobe en el desierto.
Tampoco te hablé de una ciénega con flamencos en el Atacama, a mitad de la
arena. No, pero desairamos la invitación a un torneo internacional de golfito
con mis colegas sureños e Isabel, para correr cerro arriba por las banquetas
hasta Lleras, a través de los locales comerciales
cuyos televisores mostraban milicos o guerrilleros o algún programa gringo, a
Pastrana mentando la providencia de Dios a cada párrafo. Y quise preguntarte
acerca de las iglesias siempre llenas, de los que rezaban en corro en el
parque, de la mujer que asía con fuerza un rosario mientras jugábamos al bingo.
Quise preguntarte sobre aquello que decías de las fincas cuando el chileno y yo
las conocimos a ti y a Isabel, sin embargo me quejé de algo, mandé a la chingada a alguien o algo así, no recuerdo, y tú
sonreíste con tu sonrisa colombiana, me dijiste que hablaba como las
telenovelas, que qué significaba eso de pinche
y eso de chingada.
¿Eres como tu amiga
Isabel quien, como muchas, quería huir, largarse a Estados Unidos o a Canadá, o
de perdida a Chile? ¿O ahora, al igual que yo, cada que entras a un elevador de
cristales, pegas tus manos y señalas hacia ninguna parte? ¿O abandonamos las
cervezas por el hálito de llanto que exudaban quienes rezaban en corro por las
víctimas del coche-bomba? ¿Porque al igual que al paraguayo nos temblaban las
vértebras ante la posibilidad de esa lluvia comprimida en un auto o un
portafolios abandonado? ¿Por eso?
Pediste una Negra
Modelo por sugerencia mía y yo, una Club Colombia.
Acá no hay Club Colombia, Alejandra. La última me la
tomé en el aeropuerto de Bogotá, antes de entrelazarme con los militares y el
ansia de escape que carcome las maletas y se enreda con las ilusiones de la
muchedumbre, ansia que aladrilla el empeño aquí y
allá, ansia dura de loterías y plegarias. Algún uniformado, Marulanda
o Castaño, quien fuera, estaba en los televisores, también había banderas y
muchas ganas de que todo fuera diferente, de no haber tenido la necesidad de partir tan rápido, de
que el curso que tomaba con el paraguayo y el chileno y otros tantos hubiera
durado más tiempo, de que el chileno no fuera tan putamadre
convincente al exponer sus razones, de que no lloviera tanto, de que no
existiera siempre la amenaza de esa lluvia roja y no estuviera ahora tomándome
un tinto con vallenato de fondo, escribiéndote algo que no leerás, Alejandra.
Alejandra que tendiste la mano y tuvimos que correr hacia tu casa, que
hilvanabas enredaderas por Medellín. Alejandra entre esqueletos de mariposas y
salamandras degolladas. Tú que dijiste que mis ojos eran dos acequias, o dos
abismos, o dos boletos, ¿fue por eso? ¿Por qué?