La velocidad de la luz

Ahora llevo una vida falsa, una vida apócrifa y clandestina e invisible aunque más verdadera que si fuera de verdad, pero yo todavía era yo cuando conocí a Rodney Falk. Fue hace mucho tiempo y fue en Urbana, una ciudad del Medio Oeste norteamericano en la que pasé dos años a finales de la década de los ochenta. La verdad es que cada vez que me pregunto por qué fui a parar precisamente allí me digo que fui a parar precisamente allí como podía haber ido a parar a cualquier otro sitio. Contaré por qué en vez de ir a parar a cualquier otro sitio fui a parar precisamente allí.

Fue por casualidad. Por entonces —de esto hace ahora diecisiete años— yo era muy joven, acababa de terminar mis estudios y compartía con un amigo un piso oscuro e infecto en la calle Pujol, en Barcelona, muy cerca de la plaza Bonanova. Mi amigo se llamaba Marcos Luna, era de Gerona como yo y en realidad era más y menos que un amigo: habíamos crecido juntos, habíamos jugado juntos, habíamos ido juntos al colegio, teníamos los mismos amigos. Desde siempre Marcos quería ser pintor; yo no: yo quería ser escritor. Pero habíamos estudiado dos carreras inútiles y no teníamos trabajo y éramos pobres como ratas, así que ni Marcos pintaba ni yo escribía, o sólo lo hacíamos en los escasos ratos libres que nos dejaba la tarea casi excluyente de sobrevivir. Lo conseguíamos a duras penas. Él impartía clases en un colegio tan infecto como el piso en que vivíamos y yo trabajaba a destajo para una editorial de negreros (preparando originales, revisando traducciones, corrigiendo galeradas), pero como nuestros sueldos de miseria ni siquiera nos alcanzaban para pagar el alquiler del piso y la manutención aceptábamos todos los encargos suplementarios que conseguíamos arañar aquí y allá, por peregrinos que fuesen, desde proponer nombres a una agencia de publicidad para que ésta eligiese entre ellos el de una nueva compañía aérea hasta ordenar los archivos del Hospital de la Vall d'Hebron, pasando por escribir letras de canciones, que nunca cobramos, para un músico que boqueaba en dique seco. Por lo demás, cuando no trabajábamos ni escribíamos o pintábamos nos dedicábamos a patear la ciudad, a fumar marihuana, a beber cerveza y a hablar de las obras maestras con las que algún día nos vengaríamos de un mundo que, a pesar de que aún no habíamos expuesto un solo cuadro ni publicado un solo cuento, considerábamos que nos estaba ninguneando de forma flagrante. No conocíamos a pintores ni a escritores, no frecuentábamos cócteles ni presentaciones de libros, pero es probable que nos gustara imaginarnos como dos bohemios en una época en la que ya no existían los bohemios o como dos temibles kamikazes dispuestos a estrellarse alegremente contra la realidad; lo cierto es que no éramos más que dos provincianos arrogantes perdidos en la capital, que estábamos solos y furiosos y que el único sacrificio que por nada del mundo nos sentíamos capaces de realizar era el de volver a Gerona, porque eso equivalía a renunciar a los sueños de triunfo que habíamos acariciado desde siempre. Éramos brutalmente ambiciosos. Aspirábamos a fracasar. Pero no a fracasar sin más ni más y de cualquier manera: aspirábamos a fracasar de una forma total, radical y absoluta. Era nuestra forma de aspirar al éxito.

Una noche de la primavera de 1987 ocurrió algo que no tardaría en cambiarlo todo. Marcos y yo acabábamos de salir de casa cuando, justo en el cruce de Muntaner y Arimon, nos topamos con Marcelo Cuartero. Cuartero era un catedrático de literatura en la Universidad Autónoma a cuyas clases deslumbrantes yo había asistido con fervor, pese a haber sido un alumno mediocre. Era un cincuentón grueso, bajo, pelirrojo y descuidado en el vestir, con una cara grande de tortuga triste monopolizada por unas cejas de malvado y unos ojos sarcásticos que amedrentaban un poco; también era uno de los primeros especialistas europeos en la novela decimonónica, había encabezado la agitación universitaria contra el franquismo en los años sesenta y setenta y, según se decía (aunque esto era difícil deducirlo de la orientación de sus clases y la lectura de sus libros, escrupulosamente exentos de cualquier contenido político), continuaba siendo un comunista de corazón, resignado e irredento. Cuartero y yo apenas habíamos intercambiado algún comentario de pasillo durante mis años de estudiante, pero aquella noche se detuvo a hablar conmigo y con Marcos, nos contó que venía de una tertulia literaria que se reunía cada martes y cada viernes en el Oxford, un bar cercano y, como si la tertulia no hubiese satisfecho sus ganas de conversación, me preguntó por lo que estaba leyendo y nos pusimos a hablar de literatura; luego nos invitó a tomar una cerveza en El Yate, un bar de grandes ventanales y maderas bruñidas al que Marcos y yo no solíamos entrar, porque nos parecía demasiado lujoso para nuestro exiguo presupuesto. Acodados a la barra, estuvimos hablando de libros durante un rato, al cabo del cual Cuartero me preguntó de improviso en qué trabajaba; como Marcos estaba delante, no me animé a mentirle, pero hice todo lo posible por adornar la verdad. Él, sin embargo, debió de adivinarla, porque fue entonces cuando me habló de Urbana. Cuartero dijo que tenía un buen amigo allí, en la Universidad de Illinois, y que su amigo le había dicho que el curso siguiente el departamento de español ofrecía varias becas de profesor ayudante a licenciados españoles.

—No tengo ni idea de cómo es la ciudad —reconoció Marcelo—. Lo único que sé de ella lo sé por Con faldas y a lo loco.

¿Con faldas y a lo loco? —preguntamos Marcos y yo al unísono.

—La película —contestó Marcelo—. Al principio Jack Lemmon y Toni Curtis tienen que dar un concierto en una ciudad helada del Medio Oeste, cerca de Chicago, pero por un lío con unos gánsteres acaban largándose a escape hacia Florida, disfrazados de coristas, para correrse una juerga monumental. Bueno, pues Urbana es la ciudad helada a la que nunca llegan, de lo cual se deduce que Urbana no debe de ser una maravilla o que por lo menos debe de ser todo lo contrario de Florida, suponiendo que Florida sea una maravilla. En fin, eso es todo lo que sé. Pero la universidad es buena, y creo que el trabajo también. Te pagan un sueldo por dar clases de lengua, lo justo para vivir, y tienes que matricularte en el programa de doctorado. Nada muy exigente. Además, tú querías ser escritor, ¿no?

Sentí que se me incendiaban las mejillas. Sin atreverme a mirar a Marcos balbuceé algo, pero Cuartero me interrumpió:

—Pues un escritor tiene que viajar. Verás cosas distintas, conocerás a otra gente, leerás otros libros. Eso es saludable. En fin —concluyó—, si te interesa me llamas.

...

Así fue como, seis meses después de ese encuentro fortuito con Marcelo Cuartero, tras un viaje interminable en avión con escalas en Londres y Nueva York, fui a parar a Urbana como podía haber ido a parar a cualquier otro sitio. Recuerdo que en lo primero que pensé al llegar allí, mientras el autobús de la Greyhound que me traía de Chicago penetraba por una desierta sucesión de avenidas flanqueadas por casitas con porche, edificios de ladrillo rojizo y parterres meticulosos que reverberaban bajo el cielo candente de agosto, fue en la suerte tremenda que habían tenido Toni Curtis y Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco, y en que escribiría a Marcos para decirle que había hecho diez mil kilómetros en vano, porque Urbana —apenas un islote de cien mil almas flotando en medio de un mar de maizales que se extendía sin interrupción hasta los suburbios de Chicago— no era mucho más grande ni parecía menos provinciana que Gerona. Por supuesto, no le dije nada de eso: para no desilusionarle con mi desilusión, o para tratar de modificar un poco la verdad, lo que le dije fue que Marcelo Cuartero estaba equivocado y que Urbana era como Florida, o más bien como una mezcla en miniatura de Florida y Nueva York, una ciudad efervescente, soleada y cosmopolita donde prácticamente las novelas me saldrían solas. Pero, como por mucho que nos empeñemos las mentiras no alteran la verdad, no tardé en comprobar que mi primera impresión compungida de la ciudad era exacta, y por eso durante los primeros días que pasé en Urbana me dejé dominar por la tristeza, incapaz como era de emanciparme de la nostalgia de lo que había dejado atrás y de la certidumbre de que, antes que una ciudad, aquel horno sin alivio perdido en medio de ninguna parte era un cementerio en el que a no mucho tardar acabaría convertido en un fantasma o un zombi.

Fue el amigo de Marcelo Cuartero quien me ayudó a vadear esa depresión inicial. Se llamaba John Borgheson y resultó ser un inglés americanizado o un americano que no había sabido dejar de ser inglés (o todo lo contrario); quiero decir que, aunque su cultura y su educación eran americanas y la mayor parte de su vida y toda su carrera académica habían transcurrido en Estados Unidos, aún conservaba casi intacto su acento de Birmingham y no se había contagiado de los modales directos de los norteamericanos, de manera que a su modo seguía siendo un británico de la vieja escuela, o le gustaba imaginar que lo era: un hombre tímido, cortés y reticente, que pugnaba en vano por ocultar al humorista de vocación que llevaba dentro. Borgheson, que rondaba los cuarenta años y hablaba ese castellano un tanto arcaico y pedregoso que hablan a menudo quienes lo han leído mucho y lo han hablado poco, era la única persona que yo conocía en la ciudad, y a mi llegada tuvo la deferencia inusitada de acogerme en su casa; luego me ayudó a alquilar un apartamento cercano al campus y a instalarme en él, me mostró la universidad y me guió por el laberinto de su burocracia. Durante esos primeros días no pude evitar la impresión de que la amabilidad exagerada de Borgheson se debía a que, a causa de algún malentendido, me consideraba un alumno predilecto de Marcelo Cuartero, lo que no dejaba de parecerme irónico, sobre todo porque por entonces yo ya empezaba a tener fundadas sospechas de que si Cuartero no me había enviado a un lugar más remoto e inhóspito que Urbana era porque no conocía un lugar más inhóspito y más remoto que Urbana. Borgheson también se apresuró a presentarme a algunos de mis futuros compañeros, discípulos suyos y profesores ayudantes como yo en el departamento de español, y una noche de sábado, pocos días después de mi llegada, organizó una cena con tres de ellos en el Courier Café, un pequeño restaurante situado en Race, muy cerca de Lincoln Square.

Recuerdo la cena muy bien, entre otras razones porque mucho me temo que algunas de las cosas que allí ocurrieron dan el tono exacto de lo que debieron de ser mis primeras semanas en Urbana. Los tres colegas que asistieron a ella tenían más o menos mi misma edad; eran dos hombres y una mujer. Los dos hombres dirigían una revista semestral titulada Línea Plural: uno era un venezolano llamado Felipe Vieri, un tipo muy leído, irónico, un poco altivo, que vestía con una pulcritud no exenta de amaneramiento; el otro se llamaba Frank Solaún y era un norteamericano de origen cubano, fornido y entusiasta, de sonrisa radiante y pelo alisado con gomina. En cuanto a la mujer, su nombre era Laura Burns y, según supe más tarde por el propio Borgheson, pertenecía a una opulenta y aristocrática familia de San Juan de Puerto Rico (su padre era propietario del primer periódico del país), pero lo que en ella más me llamó la atención aquella noche, aparte de su físico inequívoco de gringa —alta, sólida, rubia, muy pálida de piel—, fue su intimidante propensión al sarcasmo, a duras penas refrenada por el respeto que le inspiraba la presencia de Borgheson. Éste, por lo demás, impuso su jerarquía con suavidad a lo largo de la cena, encauzando sin esfuerzo la conversación hacia temas que pudieran ser de mi interés o de los que, según imaginaba o deseaba él, yo pudiera no sentirme excluido. Así que hablamos de mi viaje, de Urbana, de la universidad, del departamento; también hablamos de escritores y cineastas españoles, y pronto advertí que Borgheson y sus discípulos estaban más al día que yo de lo que ocurría en España, porque yo no había leído los libros ni había visto las películas de muchos de los cineastas y escritores que ellos mencionaban. Dudo que este hecho me humillara, porque por aquella época mi resentimiento de escritor inédito, ninguneado y prácticamente ágrafo me autorizaba a considerar pura cochambre todo cuanto se hacía en España —y arte puro todo cuanto no se hacía allí—, pero no descarto que explique en parte lo que ocurrió a la altura de los cafés. Para entonces Vieri y Solaún llevaban ya un rato hablando con devoción irrestricta del cine de Pedro Almodóvar; siempre solícito, Borgheson aprovechó una pausa de aquel dúo entusiasta para preguntarme qué opinión me merecían las películas del director manchego. Como a todo el mundo, creo que por entonces a mí también me gustaban las películas de Almodóvar, pero en aquel momento debí de sentir una necesidad inaplazable de hacerme el interesante o de dejar bien clara mi vocación cosmopolita marcando distancias con aquellas historias de monjas drogadictas, travestis castizos y asesinas de toreros, así que contesté:

—Francamente, me parecen una mariconada.

Una carcajada salvaje de Laura Burns saludó el dictamen, y la satisfacción que me produjo esa acogida de escándalo me impidió advertir el silencio glacial de los demás comensales, que Borgheson se apresuró a romper con un comentario de urgencia. La cena concluyó poco después sin más incidentes y, al salir del Courier Café, Vieri y Solaún propusieron tomar una copa. Borgheson y Laura Burns declinaron la propuesta; yo la acepté.

Mis nuevos amigos me llevaron a una discoteca llamada Chester Street, que se hallaba apropiadamente en Chester Street, junto a la estación del tren. Era un local enorme y oblongo, de paredes desnudas, con una barra a la derecha y frente a ella una pista de baile acribillada de luces estroboscópicas que a esa hora ya estaba atestada de gente. Apenas entramos, a Solaún le faltó tiempo para perderse entre la muchedumbre convulsa que inundaba la pista; por nuestra parte, Vieri y yo nos abrimos paso hasta la barra para pedir cubalibres y, mientras esperábamos que nos los sirvieran, empecé a hacerle a Vieri un comentario entre burlón y perplejo a cuenta del hecho de que en la discoteca sólo se veían hombres, pero antes de que pudiera terminar de hacerlo un muchacho me abordó y me dijo algo, que no entendí o no acabé de entender. Inclinándome hacia él, le pedí que lo repitiera; lo repitió: me preguntaba si me apetecía que bailáramos juntos. A punto estuve de pedirle que lo repitiera otra vez, pero en lugar de hacer eso le miré: era muy joven, muy rubio, parecía muy alegre, sonreía; le di las gracias y le dije que no quería bailar. El muchacho se encogió de hombros y, sin más explicaciones, se fue. Ya iba a contarle a Vieri lo que acababa de ocurrir cuando me abordó un tipo alto y fuerte, con bigote y botas camperas, y me hizo la misma o parecida pregunta que el muchacho; incrédulo, le di la misma o parecida respuesta, y sin siquiera volver a mirarme el tipo se rió silenciosamente y también se fue. Justo en aquel momento Vieri me alargó mi cubalibre, pero no le dije nada y ya ni siquiera tuve que leer la sorna resabiada y un poco vengativa que había en sus ojos para sentirme como Jack Lemmon y Tony Curtis llegando a Florida vestidos de coristas y para entender el silencio estupefacto que siguió a mi veredicto sobre las películas de Almodóvar. Mucho tiempo después Vieri me contó que, cuando a la mañana siguiente de aquella noche triunfal Frank Solaún le dijo a Laura Burns que me habían llevado a una fiesta gay en Chester Street, el grito de Laura resonó como un anatema por los pasillos del departamento: «¡Pero si es tan español que debe de tener el cerebro en forma de botijo, con pitorro y todo!».