Un as en la manga

A finales de marzo, Bob Dollar, un joven de veinticinco años con el pelo rizado, cara de gato, mirada inocente y negrísimas pestañas, se dirigía al este por la autopista 15 del estado de Texas, bordeando el panhandle,[1] adonde había llegado la víspera desde Denver, tras superar el Raton Pass y cruzar la tierra de volcanes extinguidos del noreste de Nuevo México, adentrarse en Oklahoma, equivocarse luego al torcer hacia el norte y perder unas horas antes de reencontrar el camino. Era una espléndida mañana de primavera, con el cielo verde y el aire impregnado de artemisa y de aromático zumaque. En el coche, el programa de la National Public Radio fue perdiéndose en unos anuncios de patrocinadores, y le tomó el relevo un canal religioso que alternaba aleccionadores sermones con una música animada. Encontró una emisora de lo más rancia con un amplio repertorio de canciones sobre los que se quedan en casa, los que vuelven a casa, los que están en casa y sobre los errores de marcharse de casa.

La carretera discurría en paralelo a la vía del tren. A Bob las curvas de los raíles se le antojaban de una tristeza indescriptible: aquellas cintas de metal frías y relucientes que trazaban sus curvas hasta perderse a lo lejos le hacían pensar en la mañana en que lo habían abandonado ante la puerta del tío Tam, desde donde oía el tintineo de la cafetera y las tazas dentro de la casa, aunque en esa ocasión no hubo vías, ni trenes. Apenas sabía cómo se le había metido en la cabeza que las vías del tren fueran un símbolo de la tristeza.

Poco a poco fue animándole la típica exaltación de quien se acerca al horizonte entre la inmensidad amarillenta, pues –por mucho que la inte­rrum­pieran las carreteras y las cercas– la abrumadora presencia de la hierba persistía, aun cuando ya no quedara nada de la pradera original, más allá de una vasta extensión de llanuras y un cielo inmenso. Dos coyotes trotaban por el prado hacia el este en busca de placentas abandonadas, moviéndose entre el mar de hierba, y el sol iluminaba su pelaje a contraluz bañándolos en plata. Sobre la tierra, lisa como una pista de aterrizaje, crecía en círculos irrigados el trigo invernal, punteado aquí y allá por un becerro. En otros campos, los tractores levantaban estelas de polvo. Bob notó que en aquella zona los conductores lentos respetaban el hábito de apartarse al arcén –allí llamado «carril de cortesía»– e invitarle por gestos a adelantarlos.

A lo lejos despuntaban las ciudades pero, al acercarse, los rasca­cielos, las mezquitas y las agujas se metamorfoseaban en silos de gra­no, torres de agua y depósitos. Los silos, simétricos, eran los edificios más altos de la llanura, y sus formas vigorosas parecían contener energía cinética. Al cabo de un rato, Bob advirtió que su presencia imponía un ritmo vertical, pues éstos se alzaban regularmente, cada ocho o dieciséis kilómetros, en los pueblos atravesados por las vías de tren. La mayoría eran cilindros de hormigón, algunos de ladrillo o azulejos, aunque en las afueras de muchos pueblos sobrevivían los viejos silos de madera, maltrechos y pelados, algunos recubiertos de placas de amianto, otros con planchas metálicas oxidadas que el viento había soltado. Las calles cuadriculadas se cruzaban en ángulos rectos. Cada pueblo tenía un lema: el pueblo en el que nadie frunce el ceño; la tierra más fértil y la mejor gente; 10.000 personas amables y un par de gruñones. Pasó ante el Kar-Vu Drive-In, un Cristo de madera laminada en mitad del pueblo, vacas muertas junto a la carretera, con las patas tiesas como leños, en espera del camión del curtidor. A ambos lados cabeceaban las bombas de los pozos de petróleo y se alzaban los aspersores de riego (uno de ellos recubierto todavía de luces navideñas), los tanques de condensación, las comple­jas estruc­turas de tuberías y aparatos de medición. Vistos así, en la inmensidad del paisaje, parecía auténtica quincalla espar­cida al desgaire sobre la tierra por una mano gigantesca. Unos rótulos color naran­­ja y amarillo señalaban la existencia de conductos sub­terráneos, ya que por debajo de los campos y los pastos se extendía un mundo invisible de tubos, cables, perforaciones, bombas y aparatos de extracción, que, sumados a las cercas y carre­te­ras de la superficie, forma­ban una especie de monstruo tridimen­sio­nal. Las columnas de vapor y las transmisiones por satélite elevaban su estructura al cielo. Bob observó que en los márgenes de los campos había motores diesel de ocho válvulas, pintados de colores brillantes (y en su mayo­ría adaptados al gas natural) que bombeaban el agua del acuífero sub­terráneo de Ogallala. En el extremo opuesto a la carretera, distinguió montones de edificios grises, bajos y anónimos, rematados por enormes ventiladores y rodeados de vallas metálicas. Desde el aire, aquellas granjas de cerdos tan discretas parecían extraños pianos de cola, con seis o diez teclas blancas: la forma trapezoidal del depósito de aguas residuales que se extendía tras ellas era la caja del instrumento.

Sin embargo, todos aquellos motores, cables y edificios metá­licos parecían efímeros. Bob sabía que se encontraba en una pradera, en lo que antaño formara parte de la enorme extensión de hierba de América del Norte, que iba desde Canadá hasta México, y que había mostrado sus mil rostros a tantos viajeros que la descri­bieron de modo contradictorio: bajo el viento arenoso de la prima­vera se cimbreaba la hierba, moteada por las flores azules del maíz y las anémonas, de la flor encarnada del pie de gato y la violeta de los pensamientos silvestres, y cobraba vida con los pájaros y los berrendos. Éstos, en pleno verano, se alejaban de los márgenes de la ruta donde el pasto estaba arrasado, y viajaban en medio de la hierba, que les llegaba a la altura del vientre y se agitaba en oleadas; quien recorriera la pista a finales de verano encontraba un desierto seco e inservible, tachonado de cactus que lisiaban a los caballos. Nadie más, aparte de los vaqueros que trabajaban allí, se atrevía a cruzar esas llanuras en invierno, cuando el mordaz viento del norte las cubría de nieve. Donde en otro tiempo aullaran los lobos, sonaba ahora el chirrido de los neumáticos.

Bob Dollar no tenía ni idea de que se internaba en una región de una complejidad natural incalculable, esquilmada, según algunos, hasta la ruina. Veía lo que otros habían visto antes: la inmensidad, las bombas que cabeceaban como pterodáctilos y los trozos de caucho desprendidos de las enormes ruedas de los camio­nes. Cada pocos kilómetros, un halcón de cola roja señalaba su territo­rio de caza. En los márgenes de la carretera flotaba una bruma de mos­taza silvestre, de flores púrpuras, que amargaba el aire con su aroma rancio. «Vaya mierda de lugar», dijo mirando por el retrovisor. Pero no parecía encontrarse en un lugar, sino ante la materia prima del consumo humano.

Una furgoneta blanca adelantó su coche en un cruce de la carretera y Bob entrecerró los ojos: sabía que los locos criminales y los presos fugados preferían las furgonetas blancas, que atraían a los malos conductores igual que la gravedad. La furgoneta aceleró, sobre­pa­sando la velocidad máxima permitida, y desapareció de su vista. A lo lejos, al otro lado de la carretera, asomó un punto negro que se tambaleaba y fue convirtiéndose en un ciclista. Un efecto engañoso del aire caliente magnificaba la bicicleta, que parecía medir diez metros de altura y temblaba como si fuera de gelatina. Pasó junto a otro poste de la línea telefónica, en el que descansaba un halcón.

Los perritos de las praderas que tiempo atrás habitaran cientos de kilómetros cuadrados casi habían desaparecido, aunque algunos halcones de cola roja seguían cazando como sus an­ces­tros, en un vuelo de alas extendidas, describiendo círculos metó­dicos sobre la pradera, al acecho del menor movimiento entre la hierba. Otros muchos habían adoptado hábitos moder­nos y permanecían aposentados en la comodidad de los postes, en es­pera de que los vehí­culos aplastaran algún conejo o cualquier perrito de la pradera. Luego se quedaban la carroña con la misma flema insolente que despliegan las amas de casa cuando echan al carro de la compra un paquete de costillas. Uno de esos halcones, con un hilillo de piel asomando por el pico, contemplaba al ciclista, que pedaleaba hacia el oeste. A medida que la bici entró en el foco de aquellos ojos de color ámbar, el pájaro fue perdiendo interés: la bicicleta no tenía ningún futuro en un mundo de halcones; en aquellas carreteras asfaltadas resultaban más convenientes los camiones, con sus parrillas delanteras salpicadas de sangre, o las camionetas descubiertas, que zigzagueaban con la intención de atro­pellar a los conejos y a las ser­pientes, como si, desde lo alto de los postes telefónicos, una voluntad superior dirigiera sus movimientos.

El ciclista, reducido a tamaño humano, y Bob Dollar, en su sedán, se cruzaron: el primero vio un rostro sonrojado; a su vez, Bob atisbó una pierna fibrosa y una cadena dorada, y luego la bicicleta se perdió en un cambio de rasante. De nuevo solo en la autopista, Bob fijó la vista en un parche de nubes algodonosas que se arrastraban por el cielo. Junto al Saturn se extendía la tierra llana, en la que cada centímetro se destinaba a algún uso: cultivos, petróleo, gas, ga­nado y servicios. Los ranchos quedaban alejados de la carre­tera principal, y Bob de cuando en cuando pasaba junto a alguna casa aban­do­na­da, castigada por el clima y rodeada de algodoneros marchitos. En los molinos caídos y en los cobertizos derruidos vio el triste pasado del país desparramado como los lápices de un artista que hubiera abandonado la mesa de dibujo para irse a comer. Los ances­tros del lugar flotaban sobre los residuos fragmentarios de sus vidas malogradas. No se percató de que un perrito había salido corriendo de entre las hierbas del arcén y se había cruzado en su camino, y las ruedas dieron una sacudida al golpearlo. Un halcón hembra de cola roja alzó el vuelo. Llevaba tiempo esperando esa oportunidad.

 

 

Bob Dollar era un extraño en aquel territorio del norte del río Canadian, en el panhandle de Texas y Oklahoma. Había tenido dos trabajos durante los cinco años posteriores a su graduación en la Horace Greeley Junior University, una institución ubicada en un edificio de bloques de hormigón al borde de un cam­po de cebollas, junto a la Interestatal 70 de Denver. Allí esperaba encontrar una iluminación, algún inte­rés que se convirtiera en carrera absorbente. Eso no había ocurrido, de modo que sus dudas sobre los estudios que debía seguir se disiparon irremediablemente. Incluso llegó a pensar en la utilidad de acceder a una educación de mayor espectro y hasta intentó matricularse en la universidad estatal, pero ni siquiera con la modesta beca que le ofrecían (por tener un amplio vocabulario, buenos hábitos de lectura y notas ejemplares) le alcanzaba el dinero.

Armado con el diploma de la Horace Greeley, una hoja impresa por ordenador, le había resultado difícil encontrar lo que él consi­deraba «una buena colocación» y, al fin, en vez de trabajar en la tienda del tío Tam, acabó aceptando un empleo de salario mínimo como oficial de inventarios en la fábrica de bombillas Platte River Lightbulb Supply.

Después de treinta meses de fatigas con cajas y cristales rotos, y de minúsculos aumentos anuales de sueldo, sufrió una experiencia poco afortunada con la presidenta de la empresa, la señora Eudora Giddins, viuda de Millrace Giddins, funda­dor de la misma. Y lo despidieron. Estaba encantado, porque no quería que su vida se redujera a una nerviosa espera entre bombilla y bombilla. Había que apuntar más alto, más lejos. Quería objetivos y recompensas.

Luego vinieron cinco meses de intensa búsqueda hasta que la compañía Global Pork Rind, con sedes en Tokio y Chicago y una sucursal en Denver, lo contrató como localizador de terrenos para granjas porcinas. Le asig­naron el territorio del panhandle de Texas y Oklahoma y le encargaron el primer viaje de negocios.

El día antes de salir, Lucille, la secretaria del señor Cluke, lo saludó con una sonrisa forzada y le indicó por señas que entrara en el despacho. El señor Ribeye Cluke, director regional de operaciones de la Global Pork Rind, se levantó de su escritorio con mesa de cristal, que brillaba lo mismo que un pequeño lago, y le dijo:

–Bob, no tenemos demasiados amigos allí abajo, en la zona del panhandle, aparte de un par de políticos más listos de lo normal, de ahí que debamos hacer nuestro trabajo con bastante discreción. Quiero que seas lo más circunspecto que puedas. ¿Entiendes lo que significa la palabra «circunspecto»?

Contempló a Bob con sus ojos llorosos. Alzó una de sus enormes manos y se acarició el hirsuto bigote, que más parecía el pellejo de un puercoespín. Tenía una caída de hombros tan pronunciada que, visto de espaldas, era como si la cabeza se mantuviera en difícil equilibrio sobre un arco.

–Sí, señor. Pasar inadvertido.

El señor Cluke tomó un bote de crema de afeitar que había sobre un archivador y lo agitó. Sacó de un cajón del escritorio un aparato hecho de abrazaderas, cintas y accesorios extraños y se lo pasó por la cabeza, de modo que una parte quedó apoyada en sus hombros, y la otra, formada por un gran disco, en el pecho. Tiró del disco, que basculó sobre un brazo telescópico y se convirtió en un espejo. Se aplicó la crema de afeitar en las gruesas mejillas, se hizo con la navaja que guardaba en el bote de los bolígrafos, la abrió y empezó a afeitarse, perfilando las puntas del bigote.

–Pues muy bien, Bob. El último tipo que se creyó capaz de realizar esta labor de reconocimiento para nosotros aún creía que eso era algo que le habían hecho en el hospital cuando era un crío. Así que no sirvió para nada. Tú eres listo, Bob. Listo como un dólar, ja, ja.

―Ja, ja ―se rió Bob, que había ampliado su vocabulario desde los nueve años gracias al Diccionario ilustrado para niños que le había regalado su tío Tam.

Sin embargo, aquélla era una risa apagada, dado que Bob nada sabía de cerdos, más allá del hecho, ciertamente misterioso, de que de ellos se sacara el beicon.

–En otras palabras, Bob, no permitas que nadie de por ahí se entere de que estás buscando terrenos para granjas porcinas, porque si no lo tergiversarán todo contra nosotros y querrán aprovecharse de la situación enviando cartas a no sé cuántos periódicos, además de otras maldades de toda clase... Verás, el Sierra Club les ha lavado el cerebro para que crean que las granjas porcinas son malas, aunque luego se vuelven locos por unas costillas, incluso los que bus­can trabajo. Pero te diré una cosa: la región del panhandle es perfecta para las explotaciones porcinas. Sobra espacio, está poco poblado, la esta­ción seca es larga y agradable, y abunda el agua. Así que no hay ninguna razón para que el panhandle de Texas no produzca el setenta y cinco por ciento de los cerdos del mundo. Ése es nuestro objetivo. Por cierto, Bob, veo que llevas unos buenos zapa­tos.

–Sí, señor.

Bob giró un poco un pie, contento de exhibir el brillo céreo de los zapatos Cole Haan que costaban más de trescientos dólares. Su tío Tambourine Bapp los había sacado de una caja de beneficencia que alguien había dejado en la zona de carga de su tienda de baratijas, en las afueras de Colfax Avenue.

 

 

A Bob lo crió el tío Tam. Era un hombre bajo y delgado, de ojos vivos y azulados como el agua, los mismos que tenían Bob y su madre y el resto del clan Bapp. De su frente cuadrada nacía un pelo espeso y canoso. Había quien se irritaba con sus rápidos pasitos de pollo y los movimientos bruscos de sus manos. Durante las dos pri­me­­ras semanas, a Bob le daba miedo porque tenía la oreja izquierda un par de centímetros más alta que la derecha, lo cual le otorgaba un aspecto desequilibrado, pero poco a poco había ido cediendo a la bondad de Tam y al interés sincero que mostraba por él. El recorte de la otra oreja de su tío era consecuencia de una herida de infancia, cuando su hermana Harp le cortó la carne de la parte superior con unas tijeras como castigo por haber jugado con su muñeca Barbie favorita.

–¡No estaba jugando! ¡La estaba ahorcando! –protestaba ella entre sollozos.

Una mañana, cuando Bob tenía ocho años, sus padres lo abandonaron en la puerta de la tienda de artículos de segunda mano de su tío Tam, tras decirle que se quedara sentado al lado de una caja de novelas román­ticas con las esquinas de las hojas dobladas.

–En cuanto el tío Tam se levante y empiece a dar golpes con las cosas ahí dentro, llamas a la puerta. Vas a quedarte con él. Ahora tenemos que irnos corriendo, o perderemos el avión. Un abrazo rápido de despedida –le dijo su madre.

Su padre, sentado al volante del sedán, se despidió con un gesto enérgico de la mano. Años más tarde, Bob pensó que tal vez el viejo llevara mucho tiempo esperando aquella oportunidad.

Al principio, su tío negó que fuera un abandono. Una vez, senta­dos a la mesa de la cocina, durante el descanso que Tam hacía los sábados para tomarse un café, le dijo:

–Yo les dije a Viola y Adam que te trajeran aquí. El plan era que te quedaras conmigo hasta que volvieran de Alaska. Iban a volver para recogerte después de construirse la cabaña, adonde viviríais. Lo de estar conmigo era temporal. Sigo sin saber qué pasó. Viola llamó una sola vez para decir que habían encon­trado una tierra. Nunca dijo dónde y no dejaron ningún rastro. El piloto que los llevó a dondequiera que fuesen salió de Alaska y se fue al Mississippi para dedicarse a fumigar cultivos. Cuando conseguimos localizarlo ya no servía para nada. Se había estrellado en un algodonar y había sufrido daños cerebrales. Ni siquiera recordaba su nombre. A tu madre y tu padre podría haberles pasado cualquier cosa: un oso, tal vez amnesia. Alaska es un sitio muy grande. Ni se me ocurre pensar que te abandonaron.

Tamborileó con los dedos en la mesa, impaciente por sus palabras, que le sonaban estúpidas e inapropiadas. No era posible que dos adultos desaparecieran como lo habían hecho Adam y Viola.

–¿Y de qué vivían? –preguntó Bob, con la esperanza de descubrir una pista para su futura vocación. Su única certeza era que no les había importado suficiente para llevár­selo. Se obligó a obviar el hecho de que sus padres lo considerasen tan poco interesante que decidieran dejarlo en la puerta de una casa y no preocuparse de llamarlo o escribirle nunca más–. O sea, ¿qué era mi padre? ¿Ingeniero, informático...?

–Bueno, tu madre pintaba corbatas. ¿Sabes ésa que tengo con un dibujo del Titanic hundiéndose? La pintó ella. Yo diría que es mi bien más preciado. Algún día será tuya, Bob. En cuanto a tu padre, es un poco más difícil de explicar. Siempre estaba sometién­do­se a exámenes para averiguar qué debía hacer en la vida. Exámenes de apti­tud. No me entiendas mal. Era un buen hombre, un buen hombre de ver­dad, pero un poco descentrado. Fue siempre incapaz de concentrarse en algo. Antes de irse a Alaska, tuvo más de cien trabajos distintos. Y estoy seguro de que allí debió de sucederles algo que no pudieron evitar. No sabemos qué. Me gasté una fortuna en llamadas telefónicas. Tu tío Xylo se fue a Alaska dos meses y no encontró nada, aparte del nombre de ese piloto. Puso anuncios en los periódicos. Nadie sabía nada, ni la policía, ni nuestra familia, y nadie en Alaska había oído hablar de ellos. Así que diría que tuviste la mala suerte de que tus padres desa­parecieran, perdiste la oportunidad de criarte en Alaska, en vez de crecer con un tío loco y pobre que tiene una tienda de trastos viejos. –Arqueó la espalda, ladeó la cabeza y toqueteó un hilo suelto que tenía en el puño de la camisa de punto–. Bob, lo único que me gustaría inculcarte es el sentido de la responsabilidad. Viola no lo tenía, y Adam, por supuesto, tampoco. Si te metes en un proyecto, maldita sea, tienes que llegar hasta el final. Que tu palabra signifique algo. Se me partía el corazón cuando salías corriendo cada día al buzón a buscar una carta de Alaska. Adam y Viola no eran precisamente muy responsables.

–En cierto sentido, tuve suerte.

La suerte era el tío Tam. Cada noche le leía historias a Bob, le preguntaba su opinión sobre el tiempo, sobre el punto de hervor del maíz, y rebuscaba entre los restos de la tienda algo que pu­diera interesarle. Bob Dollar era incapaz de imaginar qué hubiera sido de su vida en el hogar del tío Xylo, cuya esposa, Siobhan, bailaba todo el día con zuecos y tenía un negocio de astrolo­gía en el salón de su casa de Pickens, Nebraska. Había un rótulo de neón sobre la puerta con una mano dibujada que parecía llamar a los clientes, bajo las palabras «Predicción y quiromancia».

–Supongo que criar al hijo de otro no fue fácil –murmuró.

Las lecturas a la hora de acostarse le habían unido a su tío Tam y a los cuentos. Desde la primera noche en aquel pequeño apartamento, cuando el tío Tam pasó la página de un libro y dijo las palabras «Primera parte: El viejo bucanero», se había despertado en Bob la ilusión por los cuentos. Se deslizaba hacia mundos imaginarios, encandilado, atento, boquia­bierto, y sucumbía ante cualquier historia.

–Eras un buen niño, salvo por las multas de la biblioteca. Siempre me ayudabas. Nunca me preocupó ninguna llamada de la policía: que si drogas, coches robados o atracos a supermercados. El único dolor de cabeza que me diste fue cuando empezaste a salir con aquel gordo. Orlando «el Zumbado». Ése no estaba bien. No me sorprende que terminara en chirona. Doy gracias de que no lo estés tú también.

–Tampoco es que desvalijara un banco, ni nada parecido. Sólo fue un delito informático.

–¿Ah, sí? Si te parece que desviar todos los fondos operativos del servicio forestal de Colorado a un burdel de Nevada «sólo fue un delito informático», tendrás que explicármelo. –Se estiró, se toqueteó de nuevo el puño y miró el reloj–. Son casi las once. Tengo que volver a la tienda.

 

 

Durante los primeros años, Bob se sintió a menudo escindido en muchas partes pequeñas que no encajaban, como si por dentro fuera un saco de astillas de madera. Una astilla era la vida con sus padres; otra, los años con el tío Tam y Wayne «Bromo» Redpoll, y luego a solas con el tío Tam. Otra, Orlando y Fever y las películas raras, y el tiempo de las bombillas, y la señora Giddins, que le pedía que le masajeara los pies y se enfadaba al ver que Bob se apartaba, boqueando, por el olor pegajoso del nailon. Era cierto que Bob siempre le había ayudado a lavar los platos y cocinar, y en las tareas de la casa, sobre todo porque se avergonzaba tanto de la extrema pobreza del tío Tam que casi le parecía menos grave si todo estaba limpio y ordenado. Se dedicaba a ordenar los libros en las estanterías según el tamaño y color, y Bromo Redpoll, el socio de su tío en el negocio, solía decirle: «Pareces una abuelita».

El tío Tam adoraba a Bob Dollar, pero tenía poco que ofrecerle como prueba de su afecto, aparte de su atención solícita y los tesoros relativamente lujosos que le buscaba en el rastrillo, incluidos los zapa­tos marrones que llevaba ahora.

–¡Bob! Éstos parecen de tu talla. Pruébatelos. Estaban en una bolsa de trastos de algún pez gordo de Cherry Creek. Probablemente los habrá traído una criada.

–Son geniales. Ahora me hace falta una americana.

De hecho, aquellos zapatos quedaban raros con los pantalones vaqueros y la camiseta que Bob llevaba.

–No hay americana que valga. Sin embargo, tenemos una cazadora muy bonita, de ante y con forro de borrego. Está como nueva y es casi de tu talla. No pienses que las cazadoras están pasadas de moda... Nunca se sabe. Lo que pasa es que... es un poco oscura. Vuelve a la tienda y míratela.

La cazadora le iba estrecha de hombros y las mangas le quedaban algo cortas, pero no se podía negar, a pesar del desastroso color de su mal tinte, que era una buena prenda. A Bob le aterraba que algún día lo reconociera por la calle el anterior dueño e hiciera algún comentario despectivo. Ya le había ocurrido un par de veces en el colegio, una con un jersey de rombos, y la otra con una gorra de punto que llevaba el nombre de Charles bordado en el dobladillo. Había intentado tachar las letras con un rotulador, pero se veían bastante claras. Al final apareció una boina negra y grande con quemaduras de cigarrillos, y la llevó durante muchos años, convencido de que la había abandonado algún francés de visita en Denver.

 

 

–En fin, Bob –dijo el señor Cluke, palmeándose las mejillas con una loción para después del afeitado–, no puedes bajar a Texas con esos zapatos. Hazme caso. He pasado allí el tiempo suficiente para saber que con un calzado así te vas a poner a la gente en contra. Aparte de los petroleros, que se arreglan con sus mejores trajes, y de los agricultores ricos, que cultivan trigo y llevan anillos de diamantes, en Texas la figura respetable sigue siendo la del ganadero, y los ganaderos quieren parecer cowboys. No te iría nada mal conseguir unos buenos pantalones y unas cuantas camisas de manga larga. Desde luego, te has de comprar unas botas decentes de cowboy y llevarlas puestas. No hace falta que te pongas sombrero, ni camisas del oeste, pero sí las botas.

–Sí, señor –dijo Bob, viendo que tenía su lógica.

–Además, Bob, hay una lista de las prioridades que quiero que busques, siempre en secreto, en ese territorio. Has de buscar pequeñas granjas y vaquerías, nada de explotaciones enormes ni de ranchos con cuatrocientos pozos de petróleo. Busca zonas donde todo el mundo tenga el pelo canoso. Ancianos. Los ancianos quieren vivir tranquilos y no liarse a defender ninguna causa o enfren­tarse al ayunta­miento de turno. Ésa es la clase de población que queremos. Averigua los nombres de los tipos que lo manejan todo, los banqueros, los que van a la iglesia, y llévate bien con ellos. Mantén los ojos y los oídos atentos en busca de granjeros cuyos hijos se hayan largado del pueblo para estu­diar y no estén dispuestos a volver si nadie les pone una pistola en la cabeza. Lee los obituarios para encontrar a los dueños de terre­nos recién fallecidos, cuyos descendientes estén esperando que aparezca alguien con el dinero para volverse a Kansas City, Key West o donde prefieran.

»Una cosa más. Necesitarás una tapadera, porque no puedes aparecer por ahí abajo diciendo que eres un informador de la Global Pork Rind. Habrá quien se muestre abiertamente hostil. Cada vez que vayas pasarás allí unos meses, de modo que has de inventarte una historia para explicar tu presencia. El tipo que había antes le contó a la gente que era reportero de una revista de difusión nacional y que estaba trabajando en un artículo sobre el panhandle. Se suponía que así podría colarse en cualquier rincón y hacer las preguntas pertinentes. Entiendes lo que significa «pertinente», ¿verdad?

–Sí, señor. Que corresponde a un asunto, o se relaciona con él de algún modo.

–Muy bien. Parece que te fue bien en el colegio. Ese tipo que acabo de mencionarte creía que tenía algo que ver con los implantes capila­res. En cualquier caso, le pareció una buena tapadera y esperaba que todo el mundo se deshiciera ante ella como si fuera mantequilla.

–¿Para qué revista dijo que trabajaba, señor? ¿Para quién era ese artículo?

–No escogió el Texas Monthly porque creía que le sonaría al populacho de allí. Por supuesto, nombrar el Cockfight Weekly o el Ranch News hubiera sido una locura. Creo que dijo que escribía para el Vogue. Pensó que eso funcionaría.

–¿Y no fue así, señor?

–No, no. No le funcionó. –El dedo meñique de Ribeye Cluke retiró del lóbulo de la oreja un resto de crema de afeitar–. Tendrás que pensar otra cosa. Yo que tú me olvidaría de las revistas. Ya se te ocurrirá algo. Ah, y no es mala idea pasar unos días en un motel hasta que te orientes un poco, pero yo alquilaría una habitación en casa de alguien. Busca alguna viejecita, o una pareja mayor con muchos parientes. Así te ente­rarás de todo lo que pase. Estarás en el meollo. Tienes que explorar los terrenos al norte del... –Consultó el mapa de la pared–, del río Canadian. ¡Explóralos bien! Cuando encuentres un terreno con buena pinta y el dueño esté dispuesto a vender, me avisas y enviaré a nuestro encargado de ofertas. Creamos una empresa subsidiaria para comprar las parcelas y las transferimos a la Global. Los resi­dentes no se enteran de que llega una granja de cerdos hasta que las excavadoras empiezan a construir el estanque para los purines. Más adelante, cuando tengas más experiencia y hayas demos­trado tu valía a la Global Pork Rind, podrás hacer de encargado de ofertas, aunque generalmente preferimos enviar a una mujer que les informe a los abuelos de la cantidad. Tiene sus ventajas. Otra cosa, no te quedes siempre en el mismo sitio. Cada mes, más o menos, cambias de pueblo. Y etcétera. Ese tipo que te he mencio­na­do... Él escogió Mobeetie, así que yo que tú no pasaría por allí. Des­pertó muchas suspicacias. Se metió en líos.

»Lucille, aquí presente, te ha preparado un paquete con mapas, folletos y datos del condado, y además dispones de una tarjeta de crédito de la empresa. Ya puedes dar por hecho que tiene un límite de gasto, Bob. Necesitamos que firmes en ella. Bien. Me queda desearte buena suerte. Envíame un informe por correo cada semana. Y no me refiero al correo electrónico. Ése ni lo miro. Consí­guete un apartado de correos. Me escribes a la dirección de mi casa y yo te contestaré desde allí para que el cartero no vea el nombre de la Global Pork Rind en el sobre y saque las cuentas claras. Me encargaré de que las hojas informativas de la empresa te lleguen en sobres marrones sin distintivo. Toda prudencia es poca. Si hay alguna emergencia, me llamas desde un teléfono público.

–Sí, señor.

–Y recuerda que lo verdaderamente importante es... que nos dedicamos a lo que nos dedicamos.

Bob salió con la sensación de que, de algún modo, Ribeye Cluke lo estaba engañando.