El lado oscuro del hombre

Diferencias entre niñas y niños

 

Mi esposa Connie y yo tenemos una hija y un hijo que se llevan dieciocho meses. A los tres años, nuestra hija Crystal pasaba horas arreglando la cama para sus muñecas y muñecos de peluche, ponis e incluso dinosaurios y algún que otro murciélago. Los metía con gran cariño en la cama, los tapaba y depositaba con cuidado sus cabezas sobre la almohada. Curaba con cariño sus heridas imaginarias. Les hablaba, les cantaba y les peinaba los cabellos. Los situaba alrededor de un mantel y les daba la comida. Criaba a su enorme colección de animales salvajes como si hubiese estudiado psicología infantil. Y les reñía si se portaban mal. En una de sus rabietas, nos dijo a su madre y a mí que quería llevar faldas, incluso cuando nevaba, porque tenía que parecer femenina. Hoy, ocho años más tarde, Crystal ya no insiste en llevar faldas, pero sigue con su fijación por los caballos y se interesa todavía más por la educación y la seguridad.

A los tres años, su hermano Cliff disparaba sobre los mismos muñecos de peluche con armas de juguete, los apuñalaba con cuchillos de caucho, les cortaba la cabeza con espadas de plástico y los empujaba escaleras abajo, provocándoles caídas mortales. Sus dinosaurios no hacían más que atacarse y matarse entre sí, y devoraban sus sangrientas carcasas. Cliff nunca se dedicó a alimentar, abrazar, curar, consolar, educar o reñir a nadie. Le bastaba que su ropa fuese cómoda. Hoy es Boy Scout, quiere ser guía de deportes de aventura y más adelante pilotar un avión de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y juega a juegos de ordenador como si fuese adicto a ellos. ¿Cuál es el objetivo? Matar a los malos.

A medida que pasa el tiempo, se agranda la brecha entre los géneros.

Alguien podría decir que se trata simplemente de un hermano y una hermana que son distintos. Vale. Dos niños no son una muestra representativa.

Dos amigos nuestros tienen una hija y un hijo de edades parecidas. Trabajan uno en el ámbito de la psicología social y el otro en el de la antropología social y el psicoanálisis. Para evitar que su hijo de cuatro años desarrollase tendencias violentas, su madre no le dejaba jugar con juguetes bélicos. Muy a su pesar, observó que su hijo salía a pasear por el bosque próximo a su casa en busca de palos con forma de rifle con los que se dedicaba a disparar. Su hermana nunca hizo eso. Al contrario, se comportaba como una niña. Su madre estaba consternada. Pero es verdad que tampoco este caso demuestra nada por sí solo.

Tanto si tiene una base científica como si no, la mayoría de nosotros sabe que los hombres y las mujeres, o los niños y las niñas, son distintos. Los padres lo saben. Los profesores lo saben. Normalmente, los esposos lo sospechan de sus esposas. En cambio, las esposas están seguras de que es así. No es ningún secreto, a pesar de la insistencia políticamente correcta de que los hombres y las mujeres son iguales en todos los sentidos. Como es evidente, los hombres y las mujeres son iguales desde el punto de vista de los valores personales y de los derechos legales. Pero, por lo demás, son muy distintos, tan distintos, y tan pronto, que los niños y las niñas, ya en la infancia, se comportan como si estuviesen programados para desempeñar papeles muy distintos. Es como si los hombres hubieran nacido para ser malos.

Sabemos que antes de los dos años los niños y las niñas se identifican con lo masculino y lo femenino y que insisten en copiar a su propio género. Ni siquiera los cambios quirúrgicos de sexo practicados a bebés varones de dieciocho meses de edad consiguen invertir su modelo de comportamiento y orientarlo hacia el de una hembra.1 Los niños y niñas ajustan su comportamiento fijándose en las personas mayores. A los dos años, las niñas copian o imitan a sus madres (o imitan a otras madres si no tienen una propia a quien imitar) y los niños imitan a sus padres. Es notorio que esta división parece llevar a los niños hacia la violencia. En todas partes sucede lo mismo.

 Todo esto se explica con gran claridad en un estudio global, muy detallado, llevado a cabo por el etólogo alemán Irenäeus Eibl-Eibesfeldt. Dicho estudio pone de manifiesto que los chicos mayores de todo el mundo juegan a juegos de persecuciones y enfrentamientos, hacen experimentos y normalmente se pelean, a pesar de ser castigados por su agresividad mucho más a menudo que las chicas.2 En cambio, las chicas se interesan por juegos más tranquilos, incluso solitarios, que a menudo se centran en la seguridad. Todavía más sorprendente es que resulta más frecuente ver que niños y niñas imitan los comportamientos que consideran adecuados para su propio sexo, independientemente del sexo del actor. Por ejemplo, los experimentos acerca del desarrollo infantil en Estados Unidos indican que una chica copia el comportamiento «femenino» de un hombre antes que el comportamiento «masculino», agresivo e intimidante, de una mujer.3

La necesidad que tienen los seres humanos de adoptar un género «adecuado» es tan poderosa que se impone incluso cuando no existen roles de género que copiar. El experimento del kibutz israelí proporciona sin querer una prueba: el sistema israelí pretendía crear roles monogenéricos a base de educar a los niños y las niñas en comunidad.4 Sin embargo, la mayoría de ellos, al no tener modelos familiares que copiar, inventaron sus propias familias. El kibutz tampoco consiguió erradicar los estereotipos asociados a los roles, ni siquiera durante los juegos. Las niñas crecieron concentrándose en el modelo de roles femeninos, así como en el modelo maternal. El hecho de que para los niños y las niñas del kibutz el género resultase la raíz identitaria más poderosa e inamovible, a pesar de la educación en comunidad, nos da una idea de la profundidad del instinto humano de situarse en el género «correcto».