Primera
noche
Llegué a
medianoche, según sus instrucciones. Hotel agradable pero discreto.
–Me
esperan, habitación 58.
–Ahí
mismo, a la izquierda. Buenas noches, señora.
Quizás
hubiera podido no decir nada. O decir: «Me espera mi marido». Pero no tengo marido,
ni quiero tenerlo. ¿Por qué debe preocuparme lo que pueda decir el
recepcionista? Como si fuera la primera… Aunque me trae sin cuidado lo que
hagan los demás, y lo que puedan pensar. Si al menos pudiera excitarle un poco
el imaginarse…
Apenas
había dado un paso y ya no recordaba su cara. ¿Están vivos los demás, tienen
cuerpo y alma, o son fantasmas? Incluso antes de que se sepultase en la
oscuridad, detrás de mí, había dejado de pensar en él.
En el
ascensor me levanté el vestido para comprobar si estaban bien tirantes mis
medias antideslizantes. Para nuestro primer encuentro no quise sacar toda la
parafernalia, los ligueros y tacones de aguja. Por mucho que a ellos les guste
todo eso. Y pese a que llevábamos esperando esa noche durante todo un año, en el
cual nos habíamos limitado a mandarnos e-mails. Sin embargo, el intercambio de
palabras deja las almas al desnudo y pone los nervios al rojo vivo.
La
habitación debía estar sumida en la penumbra, así lo habíamos decidido. Nos
habíamos visto una sola vez, dieciocho meses atrás, en una cena. Habíamos
necesitado seis meses para decidirnos a establecer contacto, simultáneamente.
Un misterioso dedo había encendido la luz en nosotros, en un mismo interruptor,
no se sabía dónde.
En el
espejo lívido, mi rostro parecía salir de la nada. El ligero maquillaje no
disimulaba las huellas del tiempo, y casi resultaba tranquilizador, pues surgía
allí sin fin, como algo irreal y amenazante. Todo reflejo en un espejo es
extraño, y además sólo duró un instante: oí pararse el ascensor y me volví
hacia las puertas que se abrían.
De pronto
desapareció el dolor de barriga que me había dado al apearme del taxi. Me
hallaba en medio de un pasillo rojo, suave y cálidamente iluminado por unos
apliques amarillos. En la pared de enfrente, una placa dorada señalaba los
números 50 al 54, a la derecha; en otra placa, los números 55 al 59, a la
izquierda. Hasta mí llegaba el leve rumor de un televisor. ¿Existen
habitaciones totalmente insonorizadas?
Me había
arreglado con esmero. Pero me sentía menos guapa que las veces en que salía con
una mínima preocupación por mi apariencia. Lo que me faltaba aquella noche era
precisamente despreocupación. Máxime porque tenía la vaga sensación de que,
mientras procuraba ponerme guapa, había estado tan distraída, tan nerviosa, que
podía haberme pasado por alto algún detalle capital, como peinarme, o esperar a
que se secase bien el esmalte de las uñas de los pies antes de ponerme las
medias...
Era
demasiado tarde para comprobar si estaba hecha un espantajo. Por otra parte,
enseguida se me olvidó pensar en ello. Entregada a mi deseo, me interné en el
corredor rojizo, hasta su puerta. Replegué la mano derecha y, con la punta de
los dedos, golpeé dos veces la madera oscura.
Oí sus
pasos, abrió la puerta de par en par y se quedó en la penumbra. Una luz difusa,
que llegaba del fondo de la habitación, le iluminaba por detrás, recortando su
alta figura, inmóvil en la oscuridad.
Permanecimos
así un momento, mirándonos a los ojos. Yo no veía otra cosa, me aferraba a
ellos. Por él había alcanzado el límite de la desesperación. Y, de pronto…,
sentía todo lo demás, su cuerpo, su rostro, los sentía sin verlo, me bastaba.
La emoción
me atenazaba la garganta y el sexo. Cuando avancé él retrocedió, se retiró a la
oscuridad de la puerta. Tras cerrarla, dio un paso hacia mí y se detuvo.
Me daba la
impresión de que mi deseo de él iba a arrancarme la piel, hasta tal punto mi
cuerpo se sentía atraído por el suyo. Inicié un movimiento hacia él, pero
permaneció inmóvil y dijo «Todavía no», y repitió, más suavemente, «Todavía
no…». No recordaba que su voz fuese tan cálida, tan firme y profunda.
Se dirigió
a la ventana donde brillaba la lamparita. Pensé que iba a ofrecerme una copa.
Pero comenzó a desabrocharse la camisa, de arriba abajo. Botón tras botón, la
piel y el vello aparecían en la abertura con la lentitud de unos párpados
pestañeando al salir de un sueño recurrente.
Una colcha
de satén color azul moaré cubría la cama. Avancé hasta allí, sin atravesar ese
río, al otro lado del cual él seguía desnudándose. Vi aparecer su torso, su
vientre, sus hombros, sus brazos. La belleza de su carne, con la que tanto
había soñado. Menos escultural que escritural, belleza de un fruto grávido a
punto de caer del árbol, del perfume de un fruto abandonado en verano en una
habitación cerrada y cálida.
Se quitó
el cinturón. Yo, jadeante, también empecé a desnudarme, conteniéndome para no
gemir. La visión de su cuerpo me producía el efecto de una estaca clavada en mi
raja e hincada hasta los pulmones. Me costaba mantenerme en pie.
Me quité
el vestido sacándomelo rápidamente por la cabeza sin despegar los ojos de él.
¿Cómo podía amarse tanto como yo amaba en aquel instante? Cuando arrojé el
vestido al suelo vi su miembro, medio erecto, y, bajo la mata de vello, entre
los fornidos muslos, el relieve de su virilidad.
Es mi
hombre, pensé. Va a ser mi hombre. Era algo tan hermoso, tan delicioso... Me
entraron ganas de llorar. Había esperado tanto... Tantas veces había perdido la
esperanza, y tantas había temido que la vida que nos alejaba nos separase
definitivamente, antes siquiera de poder tocarle la mano...
Lo llamé
por su nombre, él se acercó, abrió la cama del todo, me pidió que me tumbase.
Intenté arrastrarlo conmigo en la sábana, pero no me dejó tocarle.
–Mañana
–dijo–. La primera noche no tenemos que tocarnos…
Buscó las
mantas del armario y las dobló en el suelo, para dormir allí. Conforme se
movía, notaba su olor, el olor de su cuerpo de deseo sabiamente reprimido.
Hubiera deseado tomar ese olor entre mis brazos y besarlo.
Le di una
almohada y le ayudé a hacer su cama improvisada, a fin de bailar con él ese
lento ballet del no-me-toques. Hubiera podido arreglármelas para rozar su piel
pero, al tiempo que me movía lo más cerca de él, me esforzaba en respetar su
voluntad. Dos cometas ardientes lanzados a vertiginosa velocidad que se
encuentran el uno con el otro, aunque desde tierra parecen inmóviles, y
procuran desviar ligeramente su trayectoria con tal de retrasar el éxtasis de
su desintegración recíproca.
Tomé la
colcha de satén azul y la extendí sobre las mantas para que su cama fuera más
suave. Me hubiese gustado ser su colcha, que durmiese sobre mí y se diese mil
vueltas, con todo su cuerpo herido de amor… «Sin embargo, yo, antes que recibir
muestras de amor llegadas del país del espíritu, antes que sobrevivir, siempre
enamorada, en el Hades o en la vida futura, prefiero convertirme contigo en
flor de ciruelo bermejo, en flor de adelfa. Entonces las mariposas que liban el
polen nos unirán», dijo un poeta.
Sentada
sobre la sábana, acabé de desnudarme lentamente –sujetador, bragas, zapatos,
medias. Él se había acurrucado a mis pies, la cara a la altura de mi vientre,
muy cerca. Estaba erecto. Pero no quiso que le acariciase, ni siquiera
acariciarse para mí o acariciarme. Se levantó a apagar la luz; toda su carne
vedada e irresistiblemente tentadora atravesó las sombras para luego no venir
conmigo.
«La
primera noche no…» Cubrí con la sábana mi cuerpo desnudo y, hecha un ovillo,
intenté dormir. Tenía los ojos abiertos en la oscuridad. ¿Por qué miramos la
penumbra cuando no hay nada que ver, y aun si hubiera un fabuloso espectáculo
no veríamos más que lo que se mueve tras las pupilas? Pero siempre hay una luz
que, desde el fondo de la más oscura noche, asciende como un reflejo lejano de
las pupilas, y sin duda eso es lo que esperan nuestros ojos fijos.
Le oía respirar, yo contenía mi respiración para oírle mejor. También él se revolvía en su lecho. Yo tenía calor. Aparté la sábana hasta el borde de la cama con las manos y los pies. Comencé a urdir rebeliones y a forjar frases en mi cabeza, a buscar explicaciones. Él no era impotente, eso lo había comprobado. ¿Entonces?
Pero,
apenas surgidas, las frases y las rebeliones se desvanecían en el espacio
infinito de mi amor, se enroscaban en la cuerda de mi tenso deseo, tenso entre
mis muslos como un falo que proyectaba un flujo continuo de fantasmas sobre él,
que, tumbado a mis pies, se atormentaba.
Acurrucada
con las piernas encogidas, y adoptando la respiración regular del sueño, dejé
que mis nalgas se desbordasen de la cama, por encima de él.
Le
presenté mis nalgas y mi espalda, donde ésta se hiende y se hincha para hacer
de dos almohadas la alegría herida de los hombres, y traza un camino a su arma
de amor. Con el aliento profundo de la durmiente, dejé que mis nalgas ofrecieran su luz y propusieran su sombra, por
amor lo hice, por amor lo comprendió, y terminó durmiéndose.
Yo ahora
escuchaba su aliento de durmiente, su aliento que me parecía notar en mis
nalgas fuera de la cama, y me sentía tan bien que ya no intentaba dormirme,
pero me dormí.
Así fue nuestra primera noche, su aliento en mi carne, su aliento sosegado que subía hasta allí donde tengo más carne, y mi carne, relajada, fiel y cariñosa, que desde arriba velaba por él.