Michael Leidson llegó a La Maestranza al
final de la mañana.
Le esperaba Mayoral, el intendente de la
finca, que le atendió, ofreciéndole un café, algún refresco, lo que deseara.
Leidson dijo que tal vez algo de beber, un vaso de agua fría, ¿por qué no? ¿Nada
más? No, nada, un vaso de agua vale.
Mayoral le invitó a que se sentara allí
mismo, en el amplio porche de la casa, mientras llevaban su bolsa de viaje a la
habitación que le estaba destinada. Había una mesa, unas butacas de mimbre; se
sentó.
Hacía calor, sintió como una angustia
leve, indefinida...
Una hora antes, a la entrada del pueblo
según se viene de la carretera general, Leidson había franqueado la puerta del
almacén de Eloy Estrada con la intención de preguntar cuál era el camino para
La Maestranza. Desde luego no sabía que el dueño se llamaba Eloy Estrada: hasta
allí no llegaban los datos que se le habían facilitado para ese viaje. Ni lo
sabía antes de llegar al pueblo ni lo supo entonces. Había visto el rótulo del
establecimiento, La Prosperidad, y pensó que allí podrían indicarle el camino
más corto a la finca; entró: eso es todo.
Dentro hacía fresco.
El local era amplio, abovedado,
penumbroso. No sólo almacén o tienda, también taberna, acaso fonda. Se
mezclaban olores muy diversos: a especias ultramarinas, a verdura y fruta
fresca, a cuero de guarniciones y correajes, a café recién tostado, a vino
recio y tinto. Y otros que Leidson no identificó de inmediato.
Se acercó al mostrador, le pidió al dueño
un café cortado y una botella de agua mineral con gas.
Eloy Estrada -mejor dicho, aquel señor que
todavía no tenía nombre pero sí presencia física, apariencia; que sólo era eso,
lo que aparentaba ser, sin más: un hombre de estatura media, enjuto de carnes
pero, por lo que se notaba, fuerte, muy moreno de tez, con ojos de un verde
pálido, asombroso- le miró sin decir nada, se apartó de la barra del mostrador,
preparó el café.
En fin, lo que suele hacerse en estos
casos.
Luego, mientras Leidson saboreaba el
primer sorbo, le preguntó a bocajarro.
-Americano, ¿verdad?
-¿Tanto se nota? -dijo él.
Eloy Estrada movió la cabeza.
Desde ahora repetiremos su nombre para
identificarlo como personaje, sin exquisiteces ni excesivos rigores o remilgos
narrativos, aunque Michael Leidson -único testigo, hasta aquí, de su
existencia- no lo sepa todavía. Lo diremos para comodidad del lector, quien
también puede tener algo que ver con el desarrollo del relato, con su
legibilidad. Además, no es Leidson el narrador de esta historia, ya se verá; no
importa, pues, que él aún no conozca el nombre del personaje que acaba de
servirle un café cortado, de destaparle una botella de agua mineral; alguien lo
sabrá, se supone, como sabe todo lo demás, puesto que alguien está narrando
esta historia y, si lo sabe, puede decirlo cuando se le antoje, arbitrariamente
incluso, adelantándose a lo que Leidson mismo pueda adivinar a estas alturas.
Eloy Estrada negó con un movimiento de
cabeza.
-En el acento, no -dijo-. ¿Conoce usted a
Hemingway, el escritor?
No le dio tiempo a Leidson ni a asombrarse
de semejante pregunta, ni a contestar que sí, que conocía a Hemingway, que le
había entrevistado larga, minuciosa, casi morosamente, años atrás, cuando
estuvo escribiendo un ensayo sobre la guerra civil española y los escritores
americanos (en realidad, el proyecto inicial se fue ampliando en el curso de su
trabajo hasta incluir a todos los escritores de lengua inglesa, Orwell por
encima de todos, y fue su primer libro publicado sobre el tema de la guerra
civil, que no había dejado desde entonces de interesarle).
Pero no le dio tiempo a decir que no sólo
conocía a Hemingway, sino que incluso, al menos indirectamente, el escritor
norteamericano era el responsable de que él estuviera allí aquella víspera del
18 de julio. Y es que Eloy Estrada siguió hablando, sin esperar respuesta a lo
que tal vez no fuese en realidad una pregunta.
-Estuvo en el pueblo hace unos meses, el
otoño pasado, en la finca de los Dominguín. La otra finca grande de la comarca.
Aquí mismo estuvo tomando unas copas alguna tarde. Una vez se enzarzó en una
partida de cartas con unos tratantes de Murcia. Venían o iban a una feria de
ganado. Suelen hacerlo cada año un par de veces. Se juegan al póquer dinero en
cantidades. A Hemingway lo dejaron sin blanca y el viejo se moría de risa. ¡Que
me despojen unos feriantes de Murcia era lo que me quedaba por ver en esta puta
vida! Muerto de risa. También bastante borracho. Bueno, borracho a su manera,
que no era la de ir tambaleándose. Pero lo que le decía: a él sí se le nota el
acento yanqui, aunque habla muy de corrido el castellano. A usted no, ni mucho
menos. Es otra cosa. Un aire, la forma de vestir, esos zapatos que aquí no se
estilan, cosas así... Como en las películas...
-"Nuestra guerra" -había dicho
Hemingway-. Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al
menos, que podéis compartir. El pan vuestro de cada día...
Mascullaba entre dientes, soliloqueando.
Y es cierto que tenía un acento yanqui
inconfundible.
Ocurrió dos años antes. ¿Tanto tiempo ya?
Pues sí, era fácil de contar: a finales de mayo de 1954. Poco más de dos años.
Y fue en El Callejón, un restaurante de Madrid.
Leidson almorzaba con Hemingway y gente
del toro. Recuerda a Domingo "Dominguín". No sólo porque éste fuera
memorable, también porque fue Domingo quien habló por primera vez de aquella
muerte antigua.
Estaban en la sobremesa, se bebía
bastante. El cocido, como de costumbre, madrileño. A Michael Leidson le
apasionaba la historia de España, no sólo la reciente. Pero no la cocina
española. Mejor dicho, solía gustarle, pero le hacía trizas el estómago. Cocido
para todos, no pudo evitarlo: la tarde sería de siesta y flatulencias.
Hemingway acababa de contar una anécdota
de su primer regreso a España, después de la guerra civil. Se habían reído.
Algunos años más tarde, cuando Leidson leyó "The dangerous summer",
un relato de don Ernesto, aquella misma historia se contaba de otra manera.
Menos interesante, por cierto. En el libro, que reseña la temporada taurina de
1959 con el constante desafío y mano a mano, henchido de inevitable sangre, de
Antonio Ordóñez y Luis Miguel "Dominguín", la historia de aquel viaje
a España se presenta, en efecto, de forma un tanto solemne. Incluso con algunas
gotas de megalomanía.
Según la versión impresa, más grata desde
luego para el narrador, el policía de fronteras en Irún habría inmediatamente
conocido a Hemingway, se habría levantado para saludarle, felicitándole por sus
novelas, que aseguraba haber leído. Difícil de creer, sin embargo. No parece
plausible que en 1953 un policía de la dictadura hubiese leído, y apreciado, la
obra novelesca de Ernest Hemingway.
En mayo de 1954, de todos modos, en El
Callejón, Hemingway contó otra versión de aquella misma historia. Otra versión
de su regreso a España. No sólo más verosímil, también más acertada como
narración. Al fin y al cabo a un novelista cabe exigirle aciertos narrativos,
no sólo mínimas verdades.
En El Callejón, en la morosa charla de la
sobremesa, Leidson escuchó una primera versión de aquella historia del regreso.
Según ésta, el policía habría comentado al revisar el pasaporte de Hemingway:
"¡Hombre!, se llama usted como aquel americano que estuvo con los rojos,
durante nuestra guerra...". Habría levantado la vista al decirlo. Y
Hemingway le habría contestado: "Me llamo como él porque soy precisamente
aquel americano que estuvo con los rojos durante vuestra guerra...". El
policía dio un respingo. Se le llenó la mirada de rabiosa negrura. Impotente,
sin embargo. Un yanqui era un yanqui, intocable, hubiera estado con los rojos,
con los blancos o con el mismísimo demonio.
Se rieron, alguien contó otra anécdota de
aquellos tiempos.
Más tarde, Hemingway volvió a hablar de la
guerra civil.
-"Nuestra guerra" -murmuraba-.
Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al menos, que
podéis compartir. El pan vuestro de cada día. La muerte, eso es lo que os une,
la antigua muerte de la guerra civil.
Leidson estuvo a punto de decirle a
Hemingway que tal vez no fuese sólo la muerte lo que compartían los españoles
en el recuerdo, acaso eucarístico, de la guerra, su guerra. También la
juventud: el ardor. Aunque quizá no sea la muerte más que uno de los semblantes
de la ardorosa juventud.
O viceversa, váyase a saber.
Pero en aquella ocasión no dijo nada. Los
demás, sí. Los españoles que asistían al almuerzo tenían todos algo que decir.
La guerra, nuestra guerra: su juventud. Todos habían luchado en aquella
contienda, dieciocho años antes. Pero no todos en el mismo bando. Ahora bien,
ni los unos ni los otros parecían tan convencidos hoy de sus razones, o de sus
ideales sinrazones, como sin duda lo estuvieron en 1936: lo bastante
convencidos, antaño, como para haberse jugado la vida.
Domingo Dominguín, creyó entender Leidson,
había luchado con los nacionales. Al parecer en una milicia de Falange. Fue
herido al comienzo de la guerra. Otro de los comensales, de más edad que
Dominguín, un antiguo banderillero allegado a la familia de éste, había estado
con los rojos. Se burlaba cariñosamente de Domingo, de su remoto pasado falangista.
Aludía con benévola sorna a sus aventuras en el hospital de sangre. Todas las
monjitas estaban enamoradas de él, comentaba el banderillero, y se las calzaba,
el muy fresco, tan a gusto en su lecho de dolor.
Se rieron, se siguió bebiendo.
A Michael Leidson le pareció que, a fin de
cuentas, ya no enfrentaban a aquellos hombres las pasiones de antaño. No de la
misma manera en todo caso. Los que habían luchado con los nacionales -el propio
Dominguín en primer lugar- parecían estar muy de vuelta. Parecían ahora más de
izquierdas, incluso más radicales, que los que habían estado con los rojos, y
ahora tenían cierta propensión a criticar, ante todo, los excesos o errores de
su propio bando.
Fue entonces, en el barullo de una charla
entrecruzada, cuando Domingo Dominguín contó la historia de aquella antigua
muerte.
Habló sin apartar la mirada de Hemingway y
de él. Se lo contaba a ellos, por encima de las anécdotas, las risotadas y las
exclamaciones de los demás. Les contaba aquella muerte porque estaban fuera de
ella, más allá de esa vivencia. Es decir, más allá de aquella sangre de la
guerra civil, al otro lado de la memoria de esa sangre. Aunque próximos a ella.
Capaces de entender por tanto el sangriento mensaje -¿estéril, repetitivo,
absurdamente heroico, injusto, necesario?- de aquel pasado.
Hemingway calentaba una copa de alcohol en
la cuenca de sus manos, absorto.
El 18 de julio de 1936, contaba Domingo
Dominguín, en una finca de la provincia de Toledo los campesinos, al enterarse
del alzamiento militar, habían asesinado a uno de los dueños. El más joven de
los hermanos. El único liberal de la familia, por otra parte, según decían en
el pueblo. Pero es que la muerte no siempre elige a sus prometidos. No los
elige a sabiendas en cualquier caso. Son sus prometidos y nada más.
Aquella muerte, sin embargo, aun siendo la
causa de todo, era lo de menos. Hubo tantas aquellos días. Lo interesante era
lo que vino luego. Cada año, en efecto, desde el final de la guerra civil, la
familia -la viuda, los hermanos del difunto- organizaba una conmemoración el
mismo día 18 de julio. No sólo una misa o algo por el estilo, sino, una
verdadera ceremonia expiatoria, teatral. Los campesinos de la finca volvían a
repetir aquel asesinato: a fingir que lo repetían, claro. Volvían a llegar en
tropel, armados de escopetas, para matar otra vez, ritual, simbólicamente, al
dueño de la finca. A alguien que hacía su papel. Una especie de auto
sacramental, así era la ceremonia.
Los campesinos volvían a sumergirse -es
decir, se veían obligados a sumergirse- en el recuerdo de aquella muerte, de
aquel asesinato, para expiarlo una vez más. Algunos, los más viejos, tal vez
habían participado en la muerte de antaño, al menos pasivamente. O habían
asistido a ella. O tenían de ella noticia directa, memoria personal. Otros, los
más, que eran los más jóvenes, no. Pero se veían zambullidos cada año en
aquella memoria colectiva, culpabilizados por ésta. No habían sido los asesinos
de 1936, pero la ceremonia los hacía en cierto modo cómplices de aquella muerte,
obligándoles a asumirla, a hacerla de nuevo presente, activa.
Un bautismo de sangre, en cierto modo.
Así, al perpetuar aquel recuerdo, los
campesinos perpetuaban su condición no sólo de vencidos sino también de
asesinos. O de hijos, parientes, descendientes de asesinos. Perpetuaban la
insufrible razón de su derrota al conmemorar la injusticia de aquella muerte
que justificaba alevosamente su derrota, su reducción a la condición de
vencidos. En suma, aquella ceremonia expiatoria -a la que solían asistir algunas
de las autoridades de la provincia, civiles y eclesiásticas- ayudaba a
sacralizar el orden social que los campesinos, temerariamente sin duda
-temerosamente también, como puede suponerse-, habían creído destruir en 1936
asesinando al dueño de la finca.
Nadie dijo nada cuando Dominguín terminó
de contar. Acabó de redondearse, transparente y espeso, el silencio en ciernes
desde el comienzo del relato. Michael Leidson cerró los ojos, intentó imaginar
el paisaje, los rostros, el ceremonial de la expiación. Hemingway bebió un
largo trago de alcohol, murmuró algo, una sola sílaba sibilante.
"Shit". Mierda, sí, nunca mejor dicho.
Fue dos años antes, más o menos, en El
Callejón.
-Viene a lo de mañana, claro -dice Eloy
Estrada-. Por lo visto será la última vez.
Ha estado hablando detalladamente -es
narrador de pormenores, se conoce- de la visita de Hemingway a La Companza, la
finca de los Dominguín, unos meses antes. Es, con la de los Avendaño, la otra
finca grande del pueblo, ha dicho Estrada. El abuelo de los de ahora (quedan
dos hermanos: José Manuel, el mayor, hombre de empresa y de poder; José
Ignacio, que es jesuita; y doña Mercedes, la viuda de José María, el muerto;
bueno, quedan también dos hijos póstumos del muerto, Isabel y Lorenzo, que son
gemelos y tienen veinte años), el abuelo Avendaño, el Indiano, ganó la finca
aquí mismo, en una memorable partida de cartas. Pero tal vez no tenga tiempo ni
le interese el tema. Perdone la molestia, en tal caso.
Leidson le dice que tiene tiempo y que le
interesa, que puede ir contando.
Pues lo del abuelo Avendaño, prosigue
Eloy, me lo contó a mí mi propio abuelo -aquí estamos los Estrada desde hace no
se sabe cuánto tiempo: Eloy Estrada, para servirle-. Aquí paraba hace ya más de
un siglo tres veces por semana un coche de mulas que venía desde Maqueda con el
correo y algún que otro viajero -los papeles, las cuentas, todo está allá
arriba, en el desván, todo muy ordenado; el otro día estuvo viéndolos Benigno
Perales, el secretario de doña Mercedes, y le interesaron muchísimo-, el
establecimiento ya es muy antiguo, le decía, y mi propio abuelo asistió a
aquella partida de cartas, el Indiano llegó de Maqueda precisamente, aunque,
bueno, llegaba de Cartagena de Indias en realidad, que es donde hizo fortuna,
según decían, aunque nunca se supo cómo la hizo, en qué negocios, pero fortuna
sí que hizo, y llegó de Maqueda un buen día, aunque lo de bueno queda por ver,
vamos a dejarlo, no se sabe por qué, qué buscaría por estas tierras, ya que los
Avendaño son de allá arriba, de la Montaña de Santander, allí tienen la casa
familiar, allí volvían los indianos, que siempre los hubo -pero estos Avendaño,
a pesar de lo que se creía la gente, tan ignorante, no iban a Cuba, como casi
todos, Cartagena de Indias está en Colombia, usted lo sabrá, sin duda-, y el
abuelo llegó de Maqueda a ver a su primo, que era entonces el dueño de
La Maestranza -la finca no se llamaba así,
por cierto, ese nombre se lo puso el Indiano, precisamente, para que rime con
La Companza, dicen que decía- y nunca se supo qué había entre ellos, qué
pleito, qué rencor o qué niño muerto, nunca se supo por qué el Avendaño de aquí
-de segundo apellido, pero Avendaño a fin de cuentas- tuvo que aceptar aquel
desafío, jugarse a las cartas la propiedad de la finca, su propia vida, porque
se pegó un tiro después, y más valía, así se evitó el inri de la deshonra, y es
que el Indiano aquella misma noche -pero no tenía por qué saber que su primo
segundo se había pegado un tiro, esto ocurrió cuando él ya hubo llegado a la
finca-, y aquella misma noche -bueno, yo se lo cuento como me lo contaron, no
fui testigo presencial, lógicamente, aquello fue en el siglo pasado, no puedo
asegurarle que alguien, de relato en relato, en el pueblo, en mi misma familia,
no haya ido añadiendo algún detalle, algún ornamento, pero yo se lo cuento como
mi abuelo me lo contaba- y aquella misma noche, el Indiano no sólo tomó
posesión de la finca sino asimismo de la viuda -aunque tal vez no supiera, al
acostarse con ella, que ya era viuda, eso queda por ver- y dicen que la estuvo
gozando la noche entera, que se oían en toda la casa las risitas y los gemidos,
luego los alaridos de ella, dicen que la viuda aquella, la muy zorra, nunca
había
conocido semejante fiesta, gozaba como una
burra, y al parecer el Indiano decía guarrerías a grito pelado -bueno, hay
todavía en la finca una vieja que fue cocinera y ahora ya no hace nada, que se
pasa las horas bobas a la sombra con las manos cruzadas, contando historias, y
esa vieja, la Satur, pretende que era muy niña pero que recuerda todavía el
escándalo de aquella noche mientras el Indiano se cepillaba a la viuda de su
primo-, en fin, que en La Maestranza están acostumbrados a las historias, y
usted viene a lo de mañana, claro. Va a ser la última vez...
Ya no estaban en la barra de La
Prosperidad, de pie a cada lado del mostrador. A esas alturas de los recuerdos
y relatos estaban sentados a una mesa. Y Michael Leidson ya no tomaba café,
sino una copa de orujo que le había ofrecido Estrada y que no se atrevió a rechazar.
Un orujo de sabor espeso, cálido, violento.
Tal vez tomaron este mismo alcohol, o
alguno parecido, los Avendaño -aunque uno de ellos sólo lo fuera de segunda
mano, por vía materna- cuando se jugaron a finales del siglo pasado la
propiedad de la finca y de la hembra -es de suponer que la mujer era lo que
siempre estuvo en juego entre ambos, no podía ser de otra manera- a lo largo de
una partida de cartas que duró dos días y una noche. Y al terminar el segundo
día fue el Indiano a la finca y le esperaban en el porche los peones, los
mayorales, toda la servidumbre, y él entró, tiró el sombrero en una mesa y
subió a la alcoba, donde, sin duda, la mujer estaría aguardando al ganador.
-La última vez -dice Leidson-, ¿y eso?
-Veinte años ya -contesta Eloy Estrada-.
Doña Mercedes opina que es hora de enterrar a los muertos, que descansen en
paz...
-Los muertos... ¿Hubo varios?
Estrada niega con la cabeza.
-Muertos hubo muchos, ya lo sabrá si le
interesa la historia de nuestra guerra. Pero aquí, aquel día al menos, solo
ése: José María Avendaño.
-¿Estaba sin enterrar? -pregunta Leidson.
Estrada se ríe brevemente. Le vuelve a
llenar la copa de orujo.
-Está enterrado y bien enterrado. Estaba,
mejor dicho. Hoy de madrugada lo han sacado del cementerio del pueblo y lo han
llevado a La Maestranza. La señora ha obtenido permiso para tener una cripta en
la propia finca. Ahí van a volver a sepultarlo solemnemente mañana.
-Un solo muerto, entonces -dice Leidson.
-Dos muertos -corrige Estrada, tajante.
Pero tiene que levantarse de la mesa para
atender a una mujer que viene a comprar. Queda en suspenso lo de los dos
muertos.