Los Godoy de Extremadura
El
12 de mayo de 1767 nació Manuel Godoy en Badajoz, en la casa paterna situada en
la calle de Santa Lucía, un edificio de dos pisos, con sótano, cuadra, pajares,
cochera, corrales y palomar. Aunque no era una de las más destacadas de la
ciudad, resultaba muy digna y estaba emplazada en el recinto noble, próxima a
la puerta de Palmas, por donde los visitantes ilustres procedentes de Portugal,
algunas veces personas reales, hacían su entrada en Badajoz, tras atravesar el
Guadiana por el puente también llamado de Palmas.
Manuel era el tercer hijo de don José Godoy de Cáceres y Obando y
Ríos, del estado noble, regidor del Ayuntamiento de Badajoz, y de doña Antonia
Justa Álvarez Serrano de Faria y Sánchez Zornoza, asimismo de condición
hidalga. El niño fue bautizado en la catedral seis días después de su
nacimiento y recibió los nombres de Manuel, Domingo, Francisco.[i]
La posición económica de sus padres era desahogada, pues además del sueldo de
regidor, fijado en 2924 reales anuales, don José contaba con las rentas
procedentes de la explotación de varias dehesas de Badajoz.[ii]
Tales circunstancias facilitaron que en el bautizo de Manuel oficiara el
canónigo Francisco Javier Cabrera de Velasco, hombre en plena madurez, a punto
de cumplir los cuarenta años, cuya carrera eclesiástica se había iniciado de
modo satisfactorio, pero a su edad no cabía forjarse excesivas ilusiones para
el futuro. A tenor de los usos del Antiguo Régimen, el canónigo Cabrera podía
aspirar a ocupar alguna función relevante en el cabildo y poco más, pues el
paso siguiente, el episcopado, estaba reservado de hecho para los eclesiásticos
nacidos en el seno de las grandes familias del reino, para los bien
considerados en la corte o para los miembros destacados de las órdenes
religiosas. Cabrera no carecía de inquietudes intelectuales y junto con el
también canónigo de la catedral de Badajoz, Francisco Ledesma, mantenía alguna
relación con el conde de Campomanes y tal vez por este motivo, tres años
después de bautizar a Manuel, en 1770, fue nombrado deán de la catedral, cargo
suficiente para culminar una carrera eclesiástica. Sin embargo, la del canónigo
Cabrera no terminó ahí, pues en 1791, cuando Manuel goza ya de favor en la
corte, recibe la Orden de Carlos III, al año siguiente es trasladado a la corte
en calidad de predicador y preceptor del príncipe de Asturias, el futuro
Fernando VII; en 1795 es consagrado obispo de Orihuela y finaliza su vida como
ordinario de Ávila. El canónigo Cabrera había sido afortunado al bautizar a
aquel niño, aunque tal vez no fuera este hecho el único determinante en su
trayectoria.
El horizonte del hijo del regidor de Badajoz era tan limitado como el
del canónigo Cabrera antes de cruzarse felizmente en su camino. Como integrante
de la nobleza provinciana no titulada y sin suficiente fortuna para vivir de
rentas, podía a lo sumo aspirar a un puesto digno en la milicia, a la carrera
eclesiástica o a probar fortuna en la burocracia estatal. Así lo hicieron sus
dos hermanos mayores. José, el primogénito, ocupaba en 1775 plaza de cadete en
el regimiento de Infantería de la Princesa, uno de los destacamentos instalados
en Badajoz, y Luis, seis años mayor que Manuel, también eligió la carrera
militar, aunque con mejor fortuna que su otro hermano, pues ingresó en el
regimiento español de Guardias de Corps, ubicado en el centro del poder de la
monarquía, por ser el encargado de la escolta de la familia real. Con el
tiempo, Luis llegará a ocupar la capitanía general de Extremadura, pero José
abandonó pronto la milicia, mudándola por la carrera eclesiástica, la otra vía
profesional preferida por los individuos de su condición social. En 1791 fue
nombrado canónigo de Badajoz y poco más tarde de Toledo, pero según el
testimonio de su contemporáneo Durán y Cáceres, su temprano fallecimiento le
impidió tomar posesión del último cargo.
Lo más destacado del Badajoz de esos años gira en torno a la milicia.
Como punto fronterizo, considerado de alto valor estratégico para velar por la
integridad del territorio español, Badajoz es plaza de armas y cuenta con
varias compañías de infantería y caballería, además del cuerpo de Milicias
Urbanas. Los militares, en continuo trasiego por la alternancia en los
destinos, constituyen el grupo profesional más notorio en esta ciudad de unos
doce mil habitantes, en la que la autoridad del capitán general y las amplias
competencias económicas del intendente militar predominan sobre el poder
eclesiástico, nunca escaso, a pesar de todo. La ciudad sólo cuenta con una
parroquia, la propia catedral, aunque los bautismos, matrimonios y ceremonias
fúnebres se distribuyen entre este templo y la iglesia de Santa María la Real,
perteneciente a los jesuitas hasta el año de nacimiento de Manuel, en que
fueron expulsados del reino. El clero secular es exiguo para lo habitual en la
época. En 1790 se cuentan al servicio de la catedral sesenta y tres
eclesiásticos, a quienes habría que sumar un número indeterminado de
beneficiados de capellanías particulares (existían trescientas ochenta y dos
capellanías de este tipo, pero mal dotadas económicamente, por lo que podemos
presumir que no todas estuvieran ocupadas). En los cuatro conventos de órdenes
religiosas masculinas (dos de franciscanos y uno de dominicos y agustinos) y
los ocho de femeninas vivían un total de ciento setenta y dos frailes y ciento
sesenta monjas, lo que proporciona un conjunto de población eclesiástica
relativamente reducido si lo comparamos con otros lugares de España.
Entre todos los edificios urbanos, la fábrica de la catedral es el más
distinguido y su torre sobresale por encima de los demás, pero la ciudad está
determinada por sus dos castillos y por las murallas, que se cierran todos los
días a la puesta del sol. A cierta distancia, Badajoz ofrece el aspecto de un
núcleo fuerte replegado en sí mismo, pero tan próximo a la frontera portuguesa
que inclina a pensar en la constante comunicación. El británico William
Beckford, de paso estos años, la describe como ciudad de calles melancólicas y
solitarias, cubiertas de barro, de estado regular, lo mismo que su limpieza.
«Casi todas las casas», escribe el viajero, «tienen las ventanas enrejadas y
las pocas personas que nos miraban desde ellas estaban embozadas hasta la nariz
con capas de colores tétricos», y añade, prosiguiendo el apunte pintoresco,
haber visto cerdos plácidamente tumbados cerca de la catedral, un espectáculo
no exclusivo entonces de Badajoz.[iii]
No era ésta, durante la infancia de Manuel, una ciudad refinada, ni resultaba
fácil hallar en ella alguna muestra de lujo. Ausente la nobleza titulada
beneficiaria de las rentas de su término, por sus calles transitan los
militares, los funcionarios reales, los clérigos y el amplio grupo de
jornaleros, quienes, según el Catastro de
Ensenada, «no comen si no es en las temporadas de labores», por lo que la mendicidad y la pequeña
delincuencia forman parte de la vida cotidiana. Desde 1770 no se celebra feria,
por el alto gravamen municipal, y tampoco hay mercado semanal. Sus vecinos se
abastecen de ciertos productos en la vecina ciudad portuguesa de Elvas y abunda
el contrabando de tabaco, sal, muselinas, granos y ganados. El único grupo de
comerciantes de alguna consideración es el de los mercaderes de seda, agrupados
junto con los de paños y quincallería en un gremio que en 1790 contaba con
setenta y un integrantes. La exigua actividad comercial explica que sólo
existieran seis posadas, mal surtidas y poco aseadas, como la mayoría de las
españolas de la época.
La
producción del término municipal resultaba insuficiente para satisfacer las
necesidades de la población, entre otros motivos porque las tres cuartas partes
del terreno estaban dedicadas a dehesa de puro pasto y la agricultura quedaba
circunscrita a pequeñas extensiones dedicadas a olivar, viñedo y cereales, con
algunas fanegas de huerta en la ribera del Guadiana. La dureza del clima y la
sequedad del ambiente en verano propiciaban la plaga de langostas y a mediados
del siglo abundaron las epidemias de fiebres tercianas. La actividad
manufacturera estaba poco desarrollada y aparte de pequeños talleres de
cordobanes y badanas y algún telar, la ciudad sólo contaba con dos fábricas de
sombreros y tres molinos de aceite. No había imprenta, ni biblioteca pública,
ni manuscritos de interés y, al decir de un escritor anónimo de la época, sólo
existían libros en los conventos de frailes y en las casas de algún caballero o
ciertos militares.[iv]
Las posibilidades de una educación distinguida eran tan reducidas para
los jóvenes pacenses como el tipo de diversión, limitada a la caza y a la
pesca, según la respuesta al Interrogatorio
ordenado en 1790 por el conde de Campomanes, donde se apostilla que los
menestrales, oficiales y jornaleros del campo suelen «inclinarse al vino, en lo
que se advierte alguna desidia en el modo y horas de trabajo». Para alejar a sus hijos de este
ambiente, don José Godoy los orientó hacia la carrera militar y, como cuenta
Manuel en sus Memorias, los adiestró
en los ejercicios físicos, la equitación y el manejo de las armas. Tal vez con
ánimo de contrarrestar una de las leyendas urdidas en su contra, la que
afirmaba que tocaba la guitarra y bailaba con maestría, Manuel insiste en que
su padre supervisó directamente su educación y siempre se mostró «rígido y
severo en materia de costumbres», evitando «las artes de puro adorno». De
Badajoz salió consumado jinete, pero en lo demás partió con un «modesto caudal
de instrucción», según él mismo reconoce,[v]
suficiente, a pesar de todo, para ingresar en el ejército, donde a diferencia
de lo que ocurría en la Escuela de Guardias Marinas no se exigía gran cosa en
materia de formación intelectual. Para alcanzar un lugar honroso en la milicia,
bastaba con pertenecer a una familia noble o contar con alguna ayuda. Manuel
reunía ambos requisitos.
[i] Partida de Bautismo de Manuel Godoy (AGP, T. 104, f. 3)
[ii] AGP, T. 104, ff. 7-8. Según A. González Rodríguez, 2001, don José Godoy formaba parte del grupo de explotadores más importante de las dehesas de Badajoz..
[iii] W. Beckford, 1966, Ppág. 67-68.
[iv] «Interrogatorio Formado... Por Orden Del Excmo. Sr. Conde De Campomanes...1790», En Interrogatorio De La Real Audiencia, 1994; A. Agundez Fernández, 1959 (se basa en el «Expediente General de la Visita de los 36 pueblos del partido de Badajoz» en 1791); AGUILAR PIÑAL, 1995; A. González Rodríguez, 1999 Y 2001.
[v] Príncipe de la Paz I, Ppág. 12– 13.