Uno
Yo no estoy completo de la mente, decía la frase que subrayé con el marcador amarillo, y que
hasta pasé en limpio en mi libreta
personal, porque no se trataba de
cualquier frase, mucho menos de una ocurrencia, de ninguna manera, sino
de la frase que más me impactó en la lectura realizada durante mi primer día de
trabajo, de la frase que me dejó lelo en la primera incursión en esas mil cien
cuartillas impresas casi a renglón seguido, depositadas sobre el que sería mi
escritorio por mi amigo Erick, para que me fuera haciendo una idea de la labor que me esperaba. Yo no
estoy completo de la mente, me repetí, impactado por el grado de
perturbación mental en el que había sido hundido ese indígena kaqchikel testigo
del asesinato de su familia, por el hecho de que ese indígena fuera consciente del quebrantamiento de su
aparato psíquico a causa de haber presenciado, herido e impotente, cómo los soldados del ejército de su país despedazaban a
machetazos y con sorna a cada uno de sus cuatro pequeños hijos y enseguida
arremetían contra su mujer, la pobre ya en shock a causa de que también había
sido obligada a presenciar cómo los soldados convertían a sus pequeños hijos en
palpitantes trozos de carne humana. Nadie puede estar completo de la mente después
de haber sobrevivido a semejante experiencia, me dije, cavilando, morboso,
tratando de imaginar lo que pudo ser el despertar de ese indígena, a quien
habían dejado por muerto entre los trozos de carne de sus hijos y su mujer y
quien luego, muchos años después, tuvo la oportunidad de contar su testimonio
para que yo lo leyera y le hiciera la pertinente corrección de estilo, un
testimonio que comenzaba precisamente con
la frase Yo no estoy completo de la mente
que tanto me había conmocionado, porque resumía de la manera más compacta el estado mental en que se encontraban las decenas de miles de personas que habían
padecido experiencias semejantes a la relatada por el indígena kachikel y
también resumía el estado mental de los miles de soldados y paramilitares que habían
destazado con el mayor placer a sus mal llamados
compatriotas, aunque debo reconocer que no es lo mismo estar incompleto de la
mente por haber sufrido el descuartizamiento de los propios hijos que por haber
descuartizado hijos ajenos, tal como me dije antes de llegar a la contundente
conclusión de que era la totalidad de los habitantes de ese país la que no
estaba completa de la mente, lo cual me condujo a una conclusión aún peor, más
perturbadora, y es que sólo alguien fuera
de sus cabales podía estar dispuesto a trasladarse a un país ajeno cuya
población estaba incompleta de la mente para realizar una labor que consistía
precisamente en editar un extenso informe de mil cien cuartillas en el que se
documentaban las centenares de masacres que evidencian la perturbación
generalizada. Yo tampoco estoy completo de la mente, me dije entonces, en ese
mi primer día de trabajo, sentado frente al
que sería mi escritorio durante esa temporada, con la vista perdida en
las altas y blancas paredes casi desnudas de esa oficina que yo ocuparía los
próximos tres meses y cuyo mobiliario consistía nada más en el escritorio, la
computadora, la silla en que yo divagaba y
un crucifijo a mi espalda, gracias al cual las altas paredes no estaban
completamente desnudas. Yo tengo que estar mucho menos completo de la mente que
estos sujetos, alcancé a pensar mientras
tiraba mi cabeza hacia atrás, sin perder el equilibrio en la silla, preguntándome cuánto tiempo me
llevaría acostumbrarme a la presencia del crucifijo, el cual ni por ocurrencia
podía yo bajar de ahí, ya que esa no era mi oficina sino la de Monseñor, tal
como me explicó unas horas antes mi amigo Erick, cuando me condujo hacia ella,
aunque Monseñor casi nunca la ocupaba sino que prefería la de su parroquia,
donde también vivía, de ahí que yo pudiera disponer
de esa oficina todo el tiempo que quisiera, pero no tanto como para
deshacerme del crucifijo y poner en su lugar otros motivos que alegraran mi
ánimo, motivos que hubieran estado tan alejados de cualquier religión como lo
estaba yo mismo, aunque en esos momentos y en las semanas que siguieran me
encontraría trabajando en esa sede del Arzobispado, ni más ni menos ubicada en
la parte trasera de la Catedral Metropolitana, otra muestra de que yo no estoy completo de la mente, me
dije ya con franca preocupación, porque sólo de esa manera podía explicarse el
hecho de que un ateo vicioso como yo estuviese iniciando un trabajo para la
pérfida Iglesia Católica, sólo así podía explicarse que pese a mi repugnancia
vital hacia la Iglesia Católica y hacia todas las demás iglesias, por pequeñas
que fueran, yo me encontrara ahora precisamente en la sede del Arzobispado
frente a mil cien cuartillas casi a renglón seguido que contenían los
espeluznantes relatos de cómo los militares habían exterminado decenas de
poblados con sus habitantes. ¡Yo soy el menos completo de la mente de todos!,
pensé, con alarma, mientras me ponía de pie y empezaba a pasearme como animal
enjaulado en esa oficina cuya única ventana que daba a la calle estaba tapiada
para que ni los transeúntes ni quien estuviera dentro cayeran en tentación,
empezaba a pasearme tal como haría con frecuencia todos y cada uno de los días
que permanecí entre esas cuatro paredes, pero en ese momento, al borde del
trastorno, luego de darme cuenta de que me encontraba tan incompleto de la
mente que había aceptado y estaba iniciando un trabajo con los curas que ya me
habría puesto en la mira de los militares de este país, como si yo no tuviera
ya suficientes problemas con los militares de mi país, como si no me
bastara con los enemigos en mi país, estaba a punto de meter mi hocico en este
avispero ajeno, a cuidar que las católicas manos que se disponían a tocarle los
huevos al tigre militar estuvieran limpias y con el manicure hecho, que de eso trataría mi labor, de limpiar y hacer el
manicure a las católicas manos que piadosamente se preparaban para
apretarle los huevos al tigre, pensé clavando la mirada en el mamotreto de mil
cien cuartillas que yacía sobre el escritorio, y deteniendo momentáneamente
mis pasos, con creciente estupor comprendí que no sería cosa fácil leer,
ordenar en volúmenes y corregir el estilo de esas mil cien cuartillas en los
tres meses convenidos con mi amigo Erick: ¡caramba!, haber aceptado editar ese
informe en tan sólo tres meses evidenciaba que mi problema no era estar incompleto de la mente, sino totalmente
desquiciado. De súbito me sentí atrapado en esa oficina de paredes altas y
desnudas, víctima de una conspiración entre
curas y militares en tierra ajena, cordero a punto de encaminarme hacia
el sacrificio por culpa de un entusiasmo estúpido y peligroso que me llevó a
confiar en mi amigo Erick, cuando un mes atrás
–mientras apurábamos un Rioja en una vieja tasca española ubicada a
inmediaciones del cuartel de la policía– me preguntó si yo estaría interesado
en editar el informe del proyecto en el que entonces él estaba embarcado y que
consistía en recuperar la memoria de los
centenares de sobrevivientes y testigos de las masacres perpetradas al fragor
del mal llamado conflicto armado entre el ejército y la guerrilla, si yo
estaría interesado en ganarme unos cinco mil dólares por concentrarme durante
tres meses en la edición de unas quinientas cuartillas elaboradas por
reconocidos periodistas y académicos que entregarían un texto prácticamente
terminado, al cual yo sólo tendría que echarle una última ojeada, la de rigor,
de hecho una ganga, cinco mil dólares por pegarle el empujoncito postrero a un
proyecto en el que participaban decenas y decenas de personas, comenzando por
los grupos de catequistas que habían logrado sacar los testimonios de aquellos
indígenas testigos y sobrevivientes, la mayoría de los cuales ni siquiera
hablaba castellano y temía por sobre cualquier cosa referirse a los hechos de
los que habían sido víctimas, siguiendo con los encargados de transcribir las cintas y traducir los
testimonios de las lenguas mayas al castellano en que el informe tendría que
ser escrito, y finalizando con los equipos de profesionales destacados para la
clasificación y el análisis de los testimonios, y también para la redacción del
informe, puntualizó en aquella ocasión mi amigo Erick, sin mayor énfasis, más
bien tranquilo, con el estilo conspirativo que lo caracterizaba, a sabiendas de
que yo jamás me negaría a semejante empresa, no por los entusiasmos que un buen
Rioja despertaba en mi ánimo, sino porque ya él percibía que yo estaba tan
incompleto de la mente que aceptaría la propuesta y hasta me entusiasmaría con
la idea de involucrarme en semejante proyecto, sin regatear ni ponerme a
considerar pros y contras, tal como en efecto sucedió.
Abrí la puerta, de
golpe, aterrorizado, como si me faltara aire y estuviera a punto de desfallecer
bajo un fulminante ataque de paranoia en esa habitación tapiada, y me paré en
el umbral, quizá con los ojos desorbitados, según concluí por la forma en que
voltearon a verme las dos secretarias, decidido a permanecer con la puerta abierta mientras me acostumbraba a ese sitio
y a mi nueva labor, aunque el hecho de que la puerta estuviese abierta sin duda
afectaría mi concentración en la lectura. No me importaba, prefería cualquier
distracción que entorpeciera mi lectura de las mil cien cuartillas a padecer
nuevos ataques de paranoia a causa del encierro y de mi imaginación enfermiza
que a partir de una frase ni tan ingenua, pero al fin y al cabo una más entre
las centenares que me tocaría leer en las semanas por venir, me había metido en
un berenjenal que sólo podía llevarme a la paralización, tal como constataba
ahora que volvía del umbral de la puerta hacia la silla donde pronto estuve de
nuevo sentado, con la vista fija en la frase de marras, Yo no estoy completo de la mente, y de la cual me propuse saltar de
inmediato a la que siguiera, sin detenerme a divagar como recién había hecho,
so pena de atascarme peligrosamente en la labor que apenas empezaba, pero mi
propósito fue abortado a los pocos segundos por la irrupción en mi oficina de un chiquitín con gafas
y bigotito mexicano, el tipo cuya oficina estaba ubicada justo a la par
de la mía y a quien mi amigo Erick me había presentado quizá una hora atrás,
cuando me conducía hacia mi
sitio de trabajo, un chiquitín que era ni más ni menos que el director
de todo aquel complejo de oficinas del
Arzobispado dedicadas a velar por los llamados derechos humanos, el segundo de a
bordo de Monseñor, me explicó Erick, mientras yo le daba la mano y
oteaba las fotos enmarcadas y muy distinguibles en la pared en las que el
chiquitín aparecía junto al papa Juan Pablo II y junto al presidente
estadounidense William Clinton, lo que de inmediato me puso sobre aviso de que
no le estaba dando la mano a un chiquitín cualquiera, sino a uno que había dado
esa misma mano al Papa y al presidente Clinton, una idea que por poco logra
intimidarme, dada la circunstancia de que el Papa y el presidente
estadounidense eran los dos hombres más poderosos del planeta y el chiquitín
que ahora entraba a mi oficina se había tomado sendas fotos junto a ambos
dignatarios, no poca cosa, por lo que en el acto me puse de pie y le pregunté
solícito qué se le ofrecía, a lo que el chiquitín respondió con la mayor de las
simpatías que perdonara la intromisión, él estaba consciente que me esperaba un
arduo trabajo, dijo señalando las mil cien cuartillas que yacían sobre el
escritorio, pero aprovechando que yo había abierto la puerta para tomar sin
duda mi primer descanso, él se había tomado la libertad de venir a invitarme a
dar un recorrido por todo el edificio para que conociera al personal, recorrido
que mi amigo Erick en sus permanentes prisas había omitido al conducirme
directamente desde la recepción hacia la que sería mi oficina, con la sola
escala donde el chiquitín a la que ya me referí, un recorrido que de inmediato acepté y que me llevó a todas y
cada una de las oficinas de ese edificio que en verdad no era un
edificio, sino una construcción colonial en la parte trasera de la Catedral
Metropolitana con la típica estructura de un palacio arzobispal: dos plantas de
sólida piedra con amplios corredores que daban al cuadrado patio central en el que entonces se encontraban varios
empleados disfrutando su refrigerio matutino, quienes al verme
junto a Mynor,
que así se llamaba el chiquitín director seglar
de aquella institución, me saludaron efusivos y zalameros, como si yo hubiese sido el seminarista de nuevo ingreso,
mientras el chiquitín destacaba mis virtudes profesionales gracias a las cuales
el informe sobre las masacres sería un texto de primera y yo me decía que en
alguna parte tenían que estar escondidas las chicas guapas, porque las que me
había presentado el chiquitín no sólo estaban incompletas de la mente, sino
también del cuerpo, pues carecían de cualquier rastro de belleza, aspecto que
por supuesto no le comenté a mi guía y que al paso de los días descubrí que era
intrínseco a esa institución, y no sólo a la extrema izquierda, como yo antes
pensaba, que las mujeres feas eran un atributo exclusivo de las organizaciones
de extrema izquierda, no, ahora comprendía que también de los organismos
católicos dedicados a velar por los mal llamados derechos humanos, una
conclusión a la que arribé más tarde como bien dije y que en ningún momento
compartiría con quien se retrataba junto a Juan Pablo II y a Bill Clinton, el
chiquitín que me llevó por todo el recorrido, oficina tras oficina, hasta que
finalmente me dejó solo de nuevo frente a las mil cien cuartillas que esperaban
en mi escritorio, no sin antes preguntarme si yo prefería que él cerrara la
puerta de mi oficina, a lo que respondí que mejor la dejara abierta,
habida cuenta de que estábamos en el rincón más tranquilo del palacio
arzobispal y no habría molestas interferencias que me distrajeran.