Los delirios de Adrián

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Me hubiera gustado ser rival del diablo, Marilia. No Dios, eso ni pensarlo, y tampoco un exorcista persiguiendo monjas poseídas que se desgarran los hábitos. Porque, imagínate, ser alguien que pueda saltarle en los puentes, donde se supone que acecha, para hacerlo temblar del susto. Y es que parece un ser tan solitario. Su único oponente es Dios. Mientras el diablo es carne en acción, Dios es espíritu quieto. Uno pone el orden, forma su mundo, y luego llega el otro a imponer el caos. Yo enfrentaría al diablo, le haría ver que me gusta la soledad, que ésta no es un castigo de ángel caído. Le daría ese poema que te regalé, con versos plagiados de no sé cuántos autores. Tal vez iniciaríamos así una relación de rivales: retorcida, como sus cuernos; silenciosa, en un olvidado puente colgante.

Tú me conoces, Marilia, sabes que evito las conversaciones, tener amistades, que procuro no visitar los lugares que otros consideran interesantes, ni siquiera esos famosos sitios que aparecen en folletos plegables, de colores, con planos y esquemas, o esos que uno logra identificar con facilidad de tanto verlos en carteles, en la televisión y a veces en el cine. Por ejemplo, el binomio Torre Eiffel-París. Irrepetible y ridículo. Lo único que agradecería de esa ciudad y su más conocido símbolo es que alguien la visitara y me dijera: «Nunca vi la torre» –como ahora pueden afirmar los que van a Nueva York y encuentran la ciudad sin sus dos torres.

Pero se prefiere la visión del turista. Ver Roma y después morir. Cada uno de esos turistas se siente único. Incluso tú me contaste que una vez tu más querido maestro declaró: «Ya visité la Torre Eiffel, ahora puedo morir tranquilo». Por mi parte, soy capaz de decirte que estuve en París y nunca visité la dichosa torre, que por eso puedo morir tranquilo.

Porque he viajado bastante, pero siempre en busca de las similitudes. Prefiero observar las coincidencias, aquello que comparten poblados, ciudades, tiendas y comercios, la mayoría de los rostros, las marcas de refrescos o tantos productos de belleza: un consistente tedio. En los letreros metálicos me fijo en las flechas, no en los nombres, y así distingo unas cuantas variaciones con fondo azul o verde. Sucede igual con la basura en bolsas de polietileno negras, tan familiares en tantas urbes: el olor podrido de la fruta las hermana cuando surge de ellas. El plástico es ya universal, con sus simétricas cadenas de carbono no biodegradables, como nos explicaba mi papá. No puedes recoger un envase de yogur en el desierto de Altar, para olerlo y comentarle al guía: «Existe la posibilidad de que el viento lo haya arrastrado desde Sudamérica; se trata de un plástico amazónico porque despide cierto aroma guaraní». Una naranja podrida huele igual en Reykjavik y en Ulan-Bator.

Además, para viajar también tenemos el cine. Y a mí ya me gustaba antes de conocerte, Marilia, aunque no era aficionado al estreno semanal. Si uno va solo, a pesar de que la sala esté repleta se permanece en aislamiento. También me atraía por otras causas. Una vez, en el cine Estadio, antes de verse convertido en un templo donde se lee, en lo que fuera marquesina: «Encuentra a Jesús», vi todos los días, durante un mes, la misma película, siempre en la última función y ocupando la misma butaca. Era un placer saber que sucedería exactamente lo mismo en el instante previsto. Me maravillaba el principio, con ese cocodrilito que, arrojado al sistema de cañerías, iba a sufrir un exagerado crecimiento debido a las sustancias químicas que también iban a dar ahí como desecho. Función tras función devoraba, al alcanzar los quince metros de largo, a los mismos personajes, una y otra vez; y éstos daban los mismos alaridos e iguales manotazos, incluido el cura con su crucifijo inútil ante los colmillos de medio metro, destrozado por una dentellada en el mismo minuto de la proyección. En el desenlace, otro pequeño cocodrilo presagiaba un ciclo similar, la vuelta del círculo.

También vi, en un cine de arte, una película que tú me llevaste a ver, Marilia. Era sobre un cartero, creo que danés o sueco, no recuerdo, ¿tú si? Luego de robarse una llave, éste penetraba en el departamento de una rubia y la descubría al borde del suicidio, salvándola luego para disgusto de ella. Al día siguiente, por insistencia tuya, pues para mí dos películas diferentes en dos días seguidos era abrumador, asistimos a la exhibición de una película de Woody Allen donde él se robaba una llave, penetraba en el departamento de una rubia y la descubría al borde del suicidio, salvándola luego para disgusto de ella.

Para ti fue una revelación el descubrir que ambos realizadores habían intentado (a mí me gustó más la repetida, en el orden que las vimos) hacer la misma película. Casualidad, dijiste, azar. No, mi dulce exiliada del Amazonas. Con unas cuantas variaciones ambas eran lo mismo. Representaban una realidad semejante. Ya no volví a ver otra película del ciclo «Salvemos a las rubias del suicidio». Tú te enojaste y yo obtuve la satisfacción de comprobar que, sin importar títulos, la historia en las películas termina siendo la misma. Admite que se ahorrarían dinero dejando el mismo cartel para todas, pero eso no es mi problema. Yo sólo te cuento los que fueron, son y serán mis insolubles problemas.

Pero ningún problema es que se repitan las películas, ni los covers o los remix musicales (así les llaman quienes aseguran que todo lo hicieron entre Bach, Beethoven y los Beatles; y que los demás simplemente se dedican a copiarlos en versiones cada vez más tontas, fragmentadas e inútiles, en un regreso a los sonidos primitivos hasta que –supongo– un día, por fin, redescubran el retumbar del trueno). Secuencias programadas, música electrónica que zumba como un foco agonizante. Ésa sí la aceptabas; lo descubrí al sorprenderte escuchando una canción de moda. ¿Quién se iba a imaginar que un disc-jockey tendría más fama que un músico? Y para sacarme de una confusión que según tú interpreto como iluminación, defendiste a Veloso, a Buarque (apellidos que suenan a nombres de barcos), abogando tanto por una canción (Bye bye Brasil) que recuerdo tu nariz fruncida cuando te señalé que tenía que ser buena si el título repetía una palabra. Pero bueno, eso de la música es problema tuyo, mi tigresa de uñas largas. Porque para mí nada es problema.

Recuerda, si no, la vez que te confesé haber leído un libro muy largo, con sugerentes atmósferas y personajes maravillosos que me conmovían. Y me importaban tanto sus presencias, sus ausencias y sus relucientes angustias que las hice mías (aún recuerdo la náusea del episodio en el que una mujer descubre a su bebé muerto). Me sentí invadido por esos seres de ficción que me obligaban a vivirlos. Era como un virus asqueroso que recorría mi mente. Por eso nunca volví a leer novelas. Porque me gusta lo similar, la repetición: escuchar los libros una y otra vez, ver los discos reiteradamente.

Por eso aprendí hace años a tocar la guitarra. Ellos admiraban el piano Stainway que teníamos y como una visión de orca amaestrada en el territorio de mi hermana abarcaba la casa entera, menos el espacio de mi recámara. Desde niño se me prohibió acercarme al instrumento, pues según mi madre sólo se me ocurría golpearlo. Entonces elegí la guitarra, por su simetría de seis cuerdas. Tres veces seis es el número de la bestia, según la tradición bíblica. Los tres seises suman dieciocho; y el resultado de sumar uno y ocho es nueve, número que dividido entre tres da un tres que nos devuelve al seis-seis-seis.

Debido a todo este razonamiento, Marilia, me decidí por el instrumento musical más común en el planeta. Y aprendí dos notas: Sol menor y Do mayor, combinación de la que, según el maestro que enseñaba a pulsarlo, se valía Bach para sus fugas repetitivas. Entonces ejecuté todas las variaciones posibles de esas notas sobre las cuerdas de nailon negro de mi guitarra desafinada (no me importa si suena algo melódico). Por todo eso, la vez que toqué para ti, Marilia, no sabes cuán satisfactorio me resultó tu único comentario: «Se oye repetitivo». Entonces me regalaste un disco minimalista. Demasiado armoniosas esas Gymnopedias. Le quité la etiqueta al compacto para colocarlo en una caja llena de ellos, plateados, sin identificación, indistintos. Me has regalado tantos en tan poco tiempo que me gusta tenerlos así, sin nombre ni empaque.

Tú, en cambio, buscas lo diverso. Por eso te gusta leer; y lo haces tanto que me asustas. Pero al final buscas lo mismo en todos los libros. No voy a decirte que «nada más se trata de palabras» porque sé que buscas lo singular, aunque eso sea un lujo que la realidad jamás nos otorga.

Ahí está el caso de lo que llamamos «siete maravillas de la antigüedad» (yo hubiera preferido seis o nueve), desaparecidos el faro de Alejandría, su biblioteca y el sarcófago de su fundador Alejandro el Magno, desaparecido Ptolomeo (insaciable buscador de textos que detenía a los barcos, decomisaba libros originales y devolvía las copias que preparaban sus escribas –a mí, ya te imaginarás, me hubiera gustado guardar las copias–), desaparecido el jardín de los frutos y las ideas de Córdoba donde los sultanes escribían citas del Corán en marcos de ventanas trilobuladas, desaparecido Schliemann (el niño que dijo a su padre, cuando éste le contaba mitos griegos: «Yo voy a encontrar las ruinas de Troya. Demostraré que no es un mito»), desaparecidos todos ellos, a nosotros nos dejaron las siete maravillas del mundo virtual: el sida, la pornografía infantil, las Big Mac con pepinos agrios, el correo electrónico para enviar chistes elaboradísimos, los celulares que suenan en los cines y el genocidio de las neuronas. A nosotros, pues, nos legaron el séptimo sello: la televisión, Marilia.

Ahí aparece la actriz de moda que no actúa y a quien no le interesa hacerlo y vive un sueño que agradece a los que creyeron en ella: un ectoplasma al borde de las lágrimas. Se proyecta a cantantes sin voz que interpretan con nuevo arreglo un viejo tema (lo que es mejor, porque no se distingue una versión de la otra). En su pantalla se clonan anuncios que copian películas (de por sí semejantes). Se ahorra inteligencia para vender porquerías que yo consumo con ganas, mientras observo.

Todo es amateur en nuestra época, Marilia, hasta el pensamiento. Eso es tranquilizante.

Por eso no quiero cambiar nada. A pesar de lo que han dicho tantas veces los delirantes: que hay que cambiar lo que es posible; o hasta aquello que es imposible. En mi caso ya se congelaron todos los deseos. Lo imposible se puede quedar así, inexistente.

Sólo duermo en mi hamaca plagada de insectos. Evito la cobija cuando llega la fría madrugada y me cubro cuando hace calor, para fastidiarme. Pero no es por mortificación cristiana ni de budismo trasnochado. Vivir en Dios no es esto.

Cuando estudiaba en un colegio de los Legionarios de Cristo le hice un planteamiento al padre Arriaga. Él se pasaba su clase de química delirando acerca del peso de las almas y yo le pregunté si vivir en Dios es vivir fuera del cuerpo, lo cual es imposible en esta tierra. ¿Y nosotros no seremos más bien una costilla de la bestia expulsada del paraíso? ¿Y si Luzbel mismo había surgido de una costilla de Dios? Después de eso casi me expulsa el reverendo, pero mi padre hizo una donación al plantel que borró mi falta en teología.

Ahora que eso de ser el único rival del diablo es un decir. Lo que me gusta de Luzbel es que desea ser una réplica de Dios. Él quería ser el Todopoderoso. Si yo hubiera sido su rival desearía ser una copia del gran replicante. Pero él, al reinar en los cielos se volvería bondadoso o indiferente. En fin, que no entiendo ni quiero entender.

Y luego de confesarlo me parece escucharte una pregunta llena de astucia, Marilia: «¿Y entonces para qué escribes?» A lo que yo respondería que no lo hago, que sólo lleno con palabras este cuaderno que puedes encontrar en cualquier tienda de algún centro comercial imitación de mall gringo.

Porque prefiero no escribir. ¿Entonces, por qué referirme al diablo? Diría que porque ya existe. Sus imitadores, me explicaste, deslumbrados por ese personaje, publican ensayos, tomos llenos de reflexiones acerca de la negación, del que dice no. Tú me regalaste uno de esos libros, de Melville, y yo lo tiré, conservando sólo una de sus páginas.

En mi caso, yo no digo que no, lo que vendría a ser una postura ante el supuesto mundo, como si importara. No dejo en blanco estas hojas. Las vuelvo piel, rayándolas las protejo de ser usadas para que en ellas se anoten «maravillosas» historias, poemas o (peor aún) autobiografías. El colmo del ego. Un imbécil creyendo que su vida es más importante que la de los demás. Transfigurado por pensarse único, decide manifestar su vocación de modelo único, de molde roto. Ser el íntimo de algún famoso, o la dificultad de construir sus sueños, o su ascensión a redentor. La autobiografía es un delito de lesa humanidad, para entenderlo existe Mi lucha de Hitler, que nunca leeré. A mí, para comprender el sentido de esas vidas, me basta con los datos en las tarjetas que cuelgan de los dedos gordos en los huéspedes de la morgue: «Nombre: desconocido. Causa de muerte: desconocida». Y hasta se podría agregar: «Causa de vida: inexistente».

Yo vigilo lo que Dios y el diablo tratan de ganarse uno al otro: los muertos. Se supone que las almas de los muertos; pero lo que éstas dejan es lo que se registra en la plancha de la morgue: cadáveres, descritos órgano por órgano, para archivarlos en esos folios de ministerio público, repetitivos, enredosos, inútiles, que rematan diciendo: «Como doy fe a mi entender…» Y esto en pleno siglo xxi, como si fueran escritos del siglo xviii. Qué belleza eso de no intentar un estilo, de no querer cambiar el rumbo de los acontecimientos. Como si hubiera algún camino que seguir.

Ahora ya te diste cuenta, Marilia. Descubro que me descubro. Tal es el problema de pensar: se baja la guardia y queda uno con la cara desnuda. Llega la realidad y te la rompe.

Muy bien. La página que conservo de Melville es la 77 de una edición barata de Los brazos de Lucas. Ya sabes que el resto del libro lo tiré a la basura; y que tú eres la culpable de que salvara esa hoja, Marilia, porque me gustó más platicado por ti. También porque me contaste de aquel loco que visitaste para que asesorara tu investigación sobre carnavales: Leñero, un hombre que coleccionaba únicamente ejemplares de La divina comedia. Lo emocionante para mí, si eso es emocionante, era pensar en aquel tipo sentado en el centro de una biblioteca con tres mil ejemplares del mismo texto en diferentes idiomas y ediciones. Una monoteca.

Entonces pensé que si para él valía la pena tener un ejemplar de La divina comedia en esperanto y otro en polaco, lengua que no entendía, conservar una página a mí no me haría daño. Luego empecé a escapar. Tuve que huir de ti, Marilia, pues me incitabas a pensar durante nuestras conversaciones. Una vez quisiste sembrar en mí la idea del asesinato, de acabar con la vida de alguien al azar (no por venganza ni odio, sólo por el placer y la ociosidad). Era ridículo. Me pusiste una canción del grupo The Clash, llamada Rock in the Kashbah. En ella celebran que un tal Camus mata a un árabe en una playa. La pieza era monótona y la repetiste enseguida, atrapada por un ataque de redención islámica. A mí me gustó cada vez más por ofrecer menos variaciones conforme la escuchaba. Aunque ya no importa, todos los grupos suenan igual, lo que es muy grato a mi oído, entrenado para escuchar el Re menor con el cual desde Perseo, como una matriz nebulosa en monocordio, un racimo gigante de galaxias a 250 millones de años luz hace nacer estrellas caníbales, ésas que devoran el tiempo.

No te sorprendas, Marilia. Se trata de una información que hasta un niño puede encontrar en internet. Está en la página del Instituto de Astronomía de la Universidad de Cambridge.

Y tú te fascinabas a ti misma aquella madrugada, ante la posibilidad del asesinato, con citas que sacabas de La divina comedia, tan repetitiva. Me traducías del portugués, insistiendo en explicaciones que a mí sólo me confunden. Lo que me gustaba de tu vehemencia, Marilia, es que yo sabía que jamás ibas a matar a nadie. Nunca lo harás. Ese persistente cálculo de posibilidades que no se llevan a cabo (lo que encuentro tanto en mentes simples como en las supuestamente desarrolladas) me lleva a considerar con aburrimiento a los seres humanos. Ahora ya sabes que lo que para ti era una idea novedosa, para resultaba una antigualla. Creíste ser mi Virgilio, pero yo abandoné toda esperanza antes de descender al infierno. Así logré descubrir que cada quien carga el suyo como un espejo.

Me niego a ser el asesino de la canción al que parecía dolerle pensar y lo vomitaba a fárragos. Farragoso y farragosa significa (te gusta tanto repetir esa ocurrencia que tuviste, Marilia) el gozo de la farra. Yo insisto en que pensar es irse por el camino más corto al suicidio. Es cansado y duele; es el quiebre de la monotonía, el desequilibrio, encontrar el tercer pie del gato. Y un gato con tres pies cojea, créeme. Lo que me gusta de tanta farragosidad es que eso del vacío existencial a mí no me causa sufrimiento.

Soy un vacío con señales que no llevan a ningún lado, como esa nota musical ininterrumpida que nos envían desde Perseo y que sólo yo percibo. Falto de todo sentido, Lucifer, ese parásito de Dios y dueño de todas las máscaras, puede reírse de mí y mis disfraces hasta hartarse. Si te alcanzo en menos de una hora, pues ya el amanecer entra por las varas, te entregaré el cuaderno, este tejido del ocio, mi última parábola fantasma. Y si no lo hago, entonces estarás perdida para mí de cualquier modo. No quisiera quedarme sin tu levedad que sobrevuela todas las fronteras, ya que extravié una de mis tres dimensiones, ocho de mis nueve vidas, la irreverencia, mi mejor máscara. Perdí el aire, los colores, las figuras, los aromas, los sonidos, los ojos, las manos, mi carne y mi sangre.

Marilia de enigmáticos ojos oscuros de pantera, con tu mirada toda envoltura, toda nacimiento y carnaval, ves mi sinsentido. Estoy escrito sobre el agua. Sí, es un lugar común, tú lo sabes. Yo lo sé. Y los que nunca leerán esto, como mi hermana Gabriela, ya están enterados. Esto soy yo.