Venas de nieve

          He muerto de mil formas diferentes, de mil maneras distintas me han matado. He sido violada, estrangulada, acuchillada, abrasada con fuego y gasolina. Han rociado con ácidos mi rostro. Me han destrozado muchas veces la cabeza, con un martillo o una bala o un bate de béisbol. Me han ahogado en el mar o en un río y me han arrojado de coches en marcha, mi cuerpo abandonado en la cuneta mientras mi sangre se coagulaba bajo el sol. Mis muñecas conocen bien la dureza del hierro y la aspereza del esparto, mis uñas se han roto arañando las puertas de las celdas donde estaba encerrada. Mis ojos recuerdan muchos rostros que yo no quiero recordar.

          Esta mañana he sido arrojada al vacío desde un décimo piso. Mientras el hombre me empujaba hacia la ventana he visto muy de cerca sus ojos. El odio le agrandaba las pupilas, a pesar del exceso de luz allí arriba, en lo alto. Sus mandíbulas estaban tan apretadas que los tendones casi estallaban bajo la piel de las mejillas. Ocurre a menudo, como si olvidaran que están haciendo una reconstrucción y vieran en mí de nuevo a su mujer. En esos momentos soy Hamlet obligando a toda la corte a asistir a la representación del asesinato de su padre en el jardín del palacio mientras el rey de Dinamarca se estremece de furor y de miedo. Basta mirar el rostro del acusado para adivinar si es culpable. Muy pocas veces me equivoco. Y mantengo mis dudas en las ocasiones en que el jurado pronunció un veredicto diferente al que yo pensaba.

          En el caso de esta mañana no he tenido dudas. El acusado afirma que ella se cayó. Pero no he sabido nunca de una mujer que caiga al vacío desde una ventana cuando está tendiendo la ropa o regando las macetas. Menos aún si en las tristes ventanas no hay ropa ni macetas. Mucho menos aún con una pinza atravesada en la garganta.

          ¡He muerto tantas veces en esos simulacros!

          Pero hoy he comenzado a morir de verdad, en la limpia consulta de un médico del hospital Gregorio Marañón, cuando nos ha dicho que mi hijo Lucas está enfermo de leucemia.

 

 

 

          —¿Crees que también debo ir yo?

          —¡Claro que lo creo! También es tu hijo, ¿no?

          —Pero otras veces Luqui ha estado enfermo y no…

          —¡No lo llames Luqui! —lo interrumpí—. Parece el nombre de un perro.

          —Vale, otras veces Lucas ha estado enfermo y no hemos tenido que ir los dos.

          —Esta vez es diferente. Nunca había adelgazado cinco kilos.

          —Creo que estás exagerando. Los niños enferman y se curan con la misma rapidez.

          —¡Cinco kilos en un cuerpecito de veinte! —insistí, decidida a no hacer más concesiones con Nico, ya hice demasiadas mientras estuvimos casados. A veces he pensado, y lo he comprobado en mi trabajo, que es un error ser en exceso generoso con quien vive con uno, y no tanto porque nadie devuelve ni siquiera una parte de todo lo que uno da como porque nadie perdona que un día no se le siga dando. La generosidad a menudo termina creando una especie de privilegio en quien la recibe, de modo que se presenta como víctima el desposeído de pronto de un derecho que nunca debió recibir.

          —¿Tomó lo que le recetaron?

          —Los dos botes enteros. Y no ha mejorado —suspiré—. Hay algo raro en todo esto, Nico, y ojalá no sea grave. El médico nos dirá los resultados de los análisis.

          Lo oí respirar al otro lado de la línea, lo imaginé con la cabeza agachada sobre las facturas, los pedidos, los catálogos con la última tecnología para piscinas, acariciándose la frente, desconcertado, preguntándose por qué si él y yo somos fuertes nuestro hijo es tan débil y no crece lo necesario, no cambia los dientes y su rostro es sólo ojos y pestañas. Sus piernas son muy delgadas y tropieza a menudo cuando corre, sus brazos no soportan mucho peso y, cuando va al colegio, parece que va a caer aplastado por el peso de su mochila.

          —¿A qué hora?

          —A las cinco y cuarto.

          —De acuerdo. A las cinco y cuarto. Dime las señas.

          Así había comenzado el día, con una preocupación que, aunque insidiosa, no dejaba adivinar la verdadera dimensión de la amenaza. Por la tarde he ido a recoger a Lucas a la salida del colegio. Hemos montado en el coche para ir directamente al hospital.

          —¿Van a pincharme otra vez? —me pregunta asustado.

          —No, ya no. Eso ya pasó.

          Somos los segundos en la lista y, como aún no se han acumulado esos retrasos con los que tantos médicos agotan tu tiempo y tu paciencia, apenas tenemos que esperar. De modo que Nico, al llegar tarde, fiel a su costumbre, entra directamente en la consulta, levantando una pequeña corriente de aire. Siempre ha sido muy fuerte, hace recordar a los caballos. Su rostro tiene cierto parecido con esas viejas estatuas de los incas esculpidas en láminas, trazadas en líneas rectas, como si desconocieran la curva, que con tanta eficacia expresan dureza de gestos, pero también honradez y esfuerzos dignamente soportados. Da la sensación de que sus huesos han sido soldados con un adhesivo más fuerte que el habitual. Me saluda, besa a Lucas y yo lo presento como el padre de mi hijo. El doctor Calderón está repasando los datos de los análisis que días antes nos ha ordenado repetir. Es evidente que algo va mal cuando contrae su frente y, con un gesto grave, aleja la cabeza de los papeles, como si desprendieran fuego. Aprieta un botón del teléfono y entra una ayudante, con un suave taconeo de sus limpios zuecos de suela de madera.

          —¿Quieres ir a jugar un momento ahí fuera?

          Lucas lo mira extrañado, pero enseguida acepta la mano de la enfermera, con esa docilidad que tanto me maravilla, tan distinto de lo que yo era a su edad, una niña arisca que no besaba a nadie extraño y que por nadie se dejaba besar.

          —Nosotros salimos enseguida —le digo.

          —Siento tener que comunicarles esto —el doctor se quita las gafas, como si antes de hablar quisiera eliminar cualquier barrera entre él y nosotros. Nico y yo nos miramos entonces a los ojos por primera vez.

          —Su hijo tiene leucemia.

          Escucho el diagnóstico mientras siento lo que deben sentir quienes reciben el impacto de un rayo y no mueren: una noticia que viene de otro mundo a buscar precisamente tu cabeza y fundir todas las piezas de oro que lleves dentro y fuera de tu cuerpo. No conozco muchos detalles, pero sé que es una enfermedad amiga de la muerte. Cáncer de la sangre. Anemia. Palidez. Médula. Huesos huecos. El recuerdo infantil de una niña en un ataúd blanco.

          —¿Leucemia? Es grave —casi pregunta Nico.

          Bestia, bestia, nunca has querido enterarte de nada, pienso, súbitamente irritada contra él, derivando el dolor y la furia contra su ignorancia, contra su arraigada indiferencia por cualquier asunto que no afectara a sus proyectos de empresa.

          —Es muy grave —contesta el médico—. Hasta hace muy pocos años era una enfermedad mortal. Por fortuna, hoy tenemos medios para curarla en un porcentaje muy esperanzador.

          Nico me mira desconcertado, esperando que yo diga algo que lo ayude a comprender o a asumirlo. Pero sigo en silencio. No quiero contarle que una niña, compañera del colegio, murió así. Primero se puso blanca, como si también de la piel hubieran desaparecido los glóbulos rojos, y después fue adelgazando hasta mostrar los finos huesos que, casi sin carne, tenían una fragilidad insospechada. Al caminar, daba la impresión de que iba a quebrarse en cualquier momento, de que iba a caer rodando por el suelo.

          El doctor nos va hablando de sangre blanca y sangre roja, de plazos y posibilidades, del daño que vendrá y la entereza necesaria para soportarlo. De vez en cuando pronuncia términos inextricables y obscenos —hemoglobina, marcadores sanguíneos, cromosoma Philadelphia, aplasiar—, pero nos lo explica todo muy despacio, redondea las palabras para que sean menos lacerantes, para que duelan menos. Nos habla con una bondadosa gravedad que no excluye la esperanza, no olvida apoyarse en ella cada vez que cita el daño o el peligro.

          —Aún no lo sabemos todo sobre ella, hace falta seguir investigando. Aunque quizá estemos cerca de poder curarla en todos los enfermos.

          —¿Cerca? ¿Tanto como para que Lucas...? –insiste Nico.

          —No, la solución no es tan inminente. Se necesita tiempo y recursos... ¡Si quienes pueden proporcionarlos no dedicaran más fondos a investigar nuevas armas de causar dolor que nuevos medios para paliarlo...!

          Son muchas las preguntas que se me agolpan, porque la leucemia parece una enfermedad clandestina que se oculta y agazapa para morder, no salta a la piel, no altera el pulso ni hace que los bronquios escupan sangre, no provoca fiebre ni dolor, opera en la sombra.

          —Como dos ejércitos en una guerra en la que uno de ellos tiene una superioridad aplastante sobre el otro. Debemos corregir ese desequilibrio, y que convivan en paz. Pero en ese proceso siempre hay un gran sufrimiento en el campo donde se desarrolla la batalla. Una parte será tierra quemada.

          —¿Qué quiere decir?

          —Quimioterapia. Comenzaremos con un tratamiento de quimioterapia. Pero no será suficiente. En este tipo de leucemias agudas en las que hay una alteración cromosómica la única solución final es el trasplante de médula.

          —¿Un trasplante? ¿De quién? –le pregunto.

          —De alguien cuyos marcadores sanguíneos sean compatibles con los del enfermo. Existe un banco mundial de donantes, pero no quiero engañarles, la coincidencia es muy difícil. Por eso, antes, o al mismo tiempo, hay que buscar entre la familia. En primer lugar, entre hermanos nacidos de los mismos padres. Luego, entre hermanastros. Si no, hay que comprobar la compatibilidad de los padres, aunque las posibilidades se reducen mucho. Por último, de algún pariente cercano.

          Nico me mira antes de seguir hablando.

          —Lucas no tiene hermanos. Pero nosotros estamos dispuestos a todo. Si hubiera que buscar a otra persona…

          —No tendría que preocuparse. Donar un poco de médula no es donar un riñón. La médula se regenera enseguida. Es como donar sangre. El único problema es encontrar a alguien compatible —explica lentamente.

          —Confiemos en que no haya que llegar tan lejos —les digo.

          —¡Confiemos! Mañana deben volver con Lucas para iniciar el tratamiento. Al mismo tiempo, ustedes dos tendrán que hacerse unos análisis. Luego, si fuera necesario, habría que recurrir a otros familiares.

          —¿Cuándo? —pregunta Nico.

          —Hoy mismo —respondo, anticipándome al doctor.

          Sin embargo, nos citan para el día siguiente. En la calle, nos sentamos en una terraza a tomar algo, a mojar con ansiedad la boca seca mientras miramos a nuestro hijo y observamos con perplejidad este pequeño cuerpo que, de pronto, es a la vez aliado y enemigo de nuestro desconcertado terror. Hablamos en clave delante de él, en voz baja, como si, a pesar del luminoso día de septiembre, estuviéramos en una cueva y el eco amplificara por toda la ciudad las palabras, las frases amargas que nos resistimos a pronunciar, con miedo de que nombrar el peligro pudiera consolidar o anticipar su llegada. Pero no tenemos mucho que decir, el silencio nos crece entre los labios. No es fácil el consuelo cuando dos tienen las mismas heridas.

          Nos separamos y, al llegar a casa y bajar del coche, de pronto me sorprende que sean tan chillones los colores de la ciudad, de los automóviles, de los vestidos de la gente. Me detengo en la acera, bajo el sol blanco que inunda la calle, y miro alrededor, extrañada de que todo siga en su sitio y todo funcione: los semáforos, los relojes, las fuentes, la máquina que taladra el suelo. La noticia de la enfermedad de mi hijo es secreta, compruebo casi con incredulidad que no impide que sigan volando las palomas y que no estallen todos los cristales.