Proceso abierto. El socialismo después del socialismo

Introducción

Las sentencias de muerte del socialismo

 

Una vez más, el socialismo ha muerto. Mejor dicho, una vez más se ha dictado sentencia de muerte contra él. ¿Es correcto el diagnóstico? ¿Es verdad que el socialismo ha fracasado? Con diagnósticos de esta naturaleza pasa lo mismo que con la traición según la cínica opinión de Talleyrand: su valoración es una cuestión de fechas. Basta con esperar lo suficiente para que se cumplan. La izquierda lo sabe bien. Ha sentenciado al capitalismo no menos veces que tantos otros han sentenciado al socialismo. La izquierda pertrechada con teorías económicas de cimientos menos concluyentes de lo que creía, cuando no apoyada en delirios filosóficos dialécticos que hablaban de una suerte de necesidad interna de la historia que, por la estación intermedia de la ruina del «sistema», conducía al triunfo del socialismo, anticipó mil veces la «crisis final» del capitalismo. Y lo cierto es que también a esa «predicción» sin fundamento ni plazo pareció llegarle su hora verdadera. Varias veces: en mitad de los años treinta del siglo pasado y también más tarde, entrados los sesenta, cuando la economía soviética crecía a un ritmo del diez por ciento anual, muy por encima del crecimiento de las economías capitalistas. Y es que, como saben bien los astrólogos, el fatalismo incondicionado, la predicción vaga y sin fecha, siempre acude a las citas. Si no es hoy, será mañana, y si no, pasado mañana. Un fatalismo, por cierto, que en el caso de los socialistas se acomodaba mal con su larga lucha, con sus muchos esfuerzos por mover los engranajes de una historia que parecía resistirse a cumplir su designio dialéctico. Después de todo, los socialistas, en su combate, habían apostado mil veces su vida y su felicidad, «cambiando más de país que de zapatos, en medio de la guerra de clases, desesperando porque sólo había injusticia y no rebelión», para decirlo con los versos de Bertolt Brecht, uno de los protagonistas y notarios de aquellos empeños.

Pero las reservas acerca de ciertas predicciones apocalípticas, comunes en cierta teoría social, especializada en detectar «tendencias», y en la que no siempre es fácil distinguir donde acaba la prognosis social y donde empieza la insensatez metodológica, no puede llevarnos a ignorar los problemas de los intentos de institucionalizar el proyecto socialista. No hay que escamotear los datos: si el socialismo se identifica con el socialismo real, el socialismo fracasó. La experiencia del socialismo real, que por lo menos mostró que era posible organizar los procesos productivos de un modo distinto al capitalismo y eliminar muchas de las formas más agudas de desigualdad y miseria, también dejó claro que las economías centralmente planificadas tenían serios problemas y que en nombre del socialismo se podían cometer las mayores atrocidades contra la dignidad de las personas. Y no es ése el único fracaso. No hay que olvidar el más importante, el más dramático y de consecuencias más terribles para la propia historia del socialismo: la incapacidad para detener la Gran Guerra, un conflicto que puso a prueba su internacionalismo, su convicción de que los trabajadores no tienen patria, la dividió de un modo irreparable y allanó el terreno para muchas otras derrotas en los países donde había germinado y alcanzado una importante presencia política.

 

¿Crisis de qué?

 

Pero los fracasos deben ser matizados en su alcance y en su interpretación. La derrota política no es la derrota del ideario. Pensemos, por no ir más lejos, en el internacionalismo, un ideal clásico de la izquierda. Pocas veces resultará más indiscutible que en el presente. Los problemas realmente importantes a los que las sociedades tienen que hacer frente, y que no debemos confundir con las agendas políticas de cada día, son de orden planetario y requieren una sensibilidad que no termina en las fronteras: los recursos energéticos limitados, el cambio climático, la contaminación ambiental, la inmigración, las nuevas tecnologías de la destrucción, la globalización. Cuando sólo cuentan los intereses inmediatos y los propios votantes, el carácter nacional de los escenarios de competencia política dificulta el reconocimiento de estos retos, e incluso complica la posibilidad de hacerles frente. Que idearios y proyectos políticos que incorporan una sensibilidad de especie tengan problemas para prosperar electoralmente, nos confirma los problemas de nuestras democracias, en ningún caso que, como tales, las ideas y los proyectos carezcan de vigencia.

A la hora de sopesar la naturaleza exacta de los «fracasos», también conviene recordar, y sobre ello se volverá en los capítulos que siguen, que una cosa son los principios y otra, las formas institucionales en las que cristalizan. Un mismo principio puede materializarse a través de diversos diseños institucionales. Por ejemplo, si tenemos que distribuir igualitariamente un pastel, podemos hacerlo de diversas maneras: mediante un planificador, una autoridad central, que corta y distribuye idénticos pedazos; o mediante una acción educativa que refuerce en los individuos los valores igualitarios; o mediante la aplicación de un diseño institucional descentralizado basado en la regla: «el último en escoger un pedazo debe cortar el pastel», que invitará a dividir en trozos igualitarios para garantizar que no se sale perdiendo. La elección de una u otra estrategia dependerá de lo que podemos esperar de las disposiciones humanas y de la información disponible; pero, en los tres casos, a través de distintos «diseños institucionales», de distintos procedimientos, podríamos asegurarnos la distribución según un principio de igualdad. Quizá uno de esos diseños tenga efectos perversos, consecuencias imprevistas e indeseables, pero, si es así, el problema estará en ese diseño, no en la idea de igualdad.

A pequeña escala, el ejemplo del pastel nos ilumina acerca de qué significa el «fracaso» de la planificación. Ésta es un instrumento, un medio para materializar el proyecto socialista, no un fin en sí mismo. Su fracaso no es el fracaso del socialismo, sino, en todo caso, de una forma de institucionalizarlo. De hecho, buena parte de la investigación económica contemporánea sobre el socialismo se basa en modelos descentralizados, de mercado.[1] Modelos que, por cierto, no excluyen la planificación, y es que conviene no olvidar que en bastantes escenarios sociales el mercado y las decisiones descentralizadas han de dejar lugar a la planificación. Y no son pocos: los millones de vuelos diarios, eventos deportivos de gran magnitud como los juegos olímpicos, los procesos urbanísticos, los ejércitos, la movilización frente a catástrofes, el propio marco institucional donde se desenvuelve el mercado y, por supuesto, el funcionamiento interno de las empresas tienen poco que ver con soluciones espontáneas y descentralizadas.

Pero, siguen los críticos, el problema del socialismo, su fracaso, no atañe sólo a las tesis políticas, como el internacionalismo, y a las formas institucionales que adopta, como la planificación; es mucho más básico: afecta a los principios en los que se inspira. Las críticas adoptan diversas estrategias. La más militante y rotunda viene a decir poco más o menos que la dictadura del PCUS era una consecuencia necesaria de las ideas contenidas en el Manifiesto comunista, que hay una relación de inevitabilidad entre los valores de la izquierda y los crímenes del estalinismo. El ideario socialista contendría, in nuce, los procesos históricos que se desencadenarán en su nombre.

Indiscutiblemente, quienes sostienen estas tesis depositan una conmovedora fe en las ideas impresas. Pero ello no puede llevarnos a ignorar que entre los principios y las acciones median las suficientes instancias como para que prácticamente se puedan cometer atrocidades en nombre de cualquier idea y con cualquier texto como inspiración, incluidas las guías telefónicas. Se han asesinado personas en nombre del cristianismo y del budismo, de las luces y de las sombras, del anarquismo, del liberalismo y del comunismo. Ello no quita, bien es cierto, que podamos reconocer que existen ideas que ofrecen más resistencia que otras a su uso bárbaro. No se ve, salvo exégesis delirantes, cómo Mein Kampf o, en general, un texto de defensa del racismo podrían inspirar políticas tolerantes. Pero no creo que el socialismo, hijo natural de la Ilustración, esté del lado malo de la lista. No fueron pocos los comunistas –por cierto, el grupo más numeroso de las víctimas de Stalin– que criticaron la dictadura de la URSS sin abandonar sus ideas. Y cuando la barbarie nacionalista se apoderó de Europa, sólo en la izquierda encontró resistencias importantes. La crisis que en su seno desencadenó la primera guerra mundial era también un modo de mostrar que el inmoral argumento que lleva a justificar cualquier cosa en nombre de «los nuestros» tenía serios problemas para prosperar entre los principios de la izquierda.

Una versión más refinada de esta crítica, que también apunta al fracaso de los principios, apela a una suerte de incompatibilidad esencial entre los diversos principios que nutren al socialismo. En realidad, esta crítica, en un sentido trivial, se puede hacer de cualquier tradición política que contenga más de un principio normativo, de un valor, es decir, de todas. Del mismo modo que no podemos aspirar a obtener el coche más rápido y el más barato, porque no es posible maximizar dos objetivos a la vez, un ideario que incorpora más de un principio inspirador se puede encontrar que, en muchas ocasiones, cada uno apunta en una dirección distinta. Lo vemos cada día en el caso de la tradición liberal a propósito, por ejemplo, de los conflictos entre el derecho a la intimidad y la libertad de información. De hecho, en la práctica, en los escenarios reales, incluso las teorías éticas basadas en un único principio, como el utilitarismo, están lejos de resultar inequívocas en sus recomendaciones.[2] Finalmente, en esos casos, es la sabiduría práctica, la phronesis de la que nos hablaba Aristóteles, la que nos permite orientarnos en la vida, la que nos ayuda a ponderar y decidir.[3]

En una formulación más precisa, la objeción anterior afirma la existencia de una contradicción esencial entre libertad e igualdad que, en la medida en que la izquierda está comprometida con la igualdad, «explicaría» el «autoritarismo de la izquierda». Un autoritarismo reconocible en los países del llamado «socialismo real», pero también, con baja intensidad, en los gobiernos socialdemócratas, a través de las políticas redistributivas. El Estado, cuando arrebata a unos para dar a otros, estaría entrometiéndose en sus vidas, no sólo porque les quita lo «que es suyo», sino porque cuando invierte en gastos sociales se erige en autoridad acerca de lo que está bien o mal, acerca de cómo deben vivir las gentes. En ese sentido, toda redistribución de recursos supone una intromisión y, por eso mismo, equivale a una disminución de la libertad.

Esta última objeción presenta muchos puntos débiles.[4] La primera es la limitada idea de libertad entendida como «ausencia de intromisiones». Si, por ejemplo, entendemos la libertad como «posibilidad de realizar nuestros deseos», las cosas cambian. Desde esta idea de libertad, no podríamos decir que un pobre es libre de cenar en un restaurante de lujo, incluso si nadie se lo impide, si nadie se lo prohíbe. Pero es que, incluso desde la idea de libertad como «ausencia de intromisiones», la crítica a la igualdad presenta problemas. Porque no es verdad que el pobre no tenga prohibido cenar en el restaurante. Si lo intenta, le echarán; si tiene dinero, la prohibición desaparece. Y es que, en realidad, una redistribución de dinero equivale a una redistribución de libertad. Si yo intento disponer de tu coche, la policía me lo impedirá. Si tengo dinero y te lo compro, el que tendrá prohibido disponer del coche serás tu. No serás libre, sin mi consentimiento, de hacer uso del bien. Ser propietario de un bien es asegurarse de que los demás no pueden usarlo, de que no les está permitido hacerlo. Una estructura de derechos de propiedad es, de facto, una estructura de interferencias y, por eso mismo, una reasignación de dinero es un modo de modificar las interferencias. En ese sentido, en la medida en que una asignación de recursos supone una asignación de libertad, queda seriamente debilitada la presunta contradicción entre igualdad y libertad, incluso en el estrecho sentido de la «libertad como ausencia de interferencias».

Como se ve, mirado de cerca, el diagnóstico sobre la crisis del socialismo es cualquier cosa menos preciso.[5] Muy en general, sus formulaciones más comunes participan, por lo menos, de dos inexactitudes: una léxica, otra inferencial. La primera, la ambigüedad del diagnóstico acerca de a qué nos estamos refiriendo al hablar de la crisis: al ideario, a los principios que permiten, por ejemplo, criticar las sociedades profundamente desiguales; a los proyectos, a las formas institucionales que adoptaría la sociedad cimentada en tales principios; o a los procesos, a los intentos de modificar las sociedades presentes en la dirección del socialismo.[6] La segunda inexactitud consiste en inferir del fracaso de los proyectos socialistas conocidos la imposibilidad de realizar cualquier proyecto socialista. Pero mejor dejar la disección analítica de la naturaleza de la crisis para los primeros capítulos.



[1] Cfr. Más abajo nota 25.

[2] En ética hay una larga literatura sobre estos asuntos, los “prima facie duties” que cuando se miran de cerca rápidamente entran en conflicto con otros deberes. El clásico –de 1930-- es W. Ross: The Right and the Good, Oxford: Oxford U.P. (edición de P. Stratton-Lake, quien proporciona un panorama actualizado).

[3] H. Richardson, Practical Reasoning about Final Ends, Cambridge: Cambridge U.P., 1994.

[4] F. Ovejero, Libertad inhóspita, Barcelona: Paidos, 2002.

[5] Para no pocos críticos del socialismo, la fórmula “crisis”, se queda corta: parece aludir a un proceso transitorio y, por ello, admitir un “final de la crisis”; según ellos, el socialismo sencillamente está en vía muerta y es más correcto certificar esa defunción, es más atinado hablar, sin más, de fracaso. Con todo, “crisis” o “fracaso” son calificaciones que no se aplican --o se aplican en sentido muy diferente-- a tradiciones como la feminista y no tanto, o no sólo, porque les vayan mejor las cosas, como porque a diferencia del socialismo, tales tradiciones, que también descalifican desde buenas razones las sociedades en las que aparecen, no han abordado de modo sistemático la realización de proyectos sociales alternativos.

[6] A lo largo de estas paginas utilizaré “sociedad socialista” para referirme una sociedad acorde con los principios socialistas de igualdad, democracia, autorrealización, fraternidad y libertad, que se verán en detalle en los dos primeros capítulos. En sentido estricto, para la tradición que procede de Marx, debería utilizar la palabra “comunista” para referirme a esa sociedad. Pero, como recuerda Cervantes, el sentido de las palabras lo determina “el vulgo y el uso” y hoy la calificación de comunista parece inevitablemente asociada a las experiencias de lo que se llamó “socialismo real”. Cierto es que en la investigación científica o analítica el léxico es fundamentalmente estipulativo, pero no lo es menos que, por razones diversas, las licencias son más limitadas en el estudio de los procesos sociales.