Verdes valles, colinas rojas. 2 - Los cuerpos desnudos

Imitando la fascinación anglófila de nuestras grandes familias, Ella había enviado un año antes a su hijo a estudiar a Oxford y lo repetiría en los octubres de 1906 y 1907. Tres años, tres cursos en esa fábrica de dirigentes para convertirlo en gentelman. Estos barnizados en Inglaterra eran considerados en Getxo tan naturales como los cónclaves socio-religiosos de nuestros chatarreros en las parroquias clasistas de San Ignacio o Las Mercedes, o las puestas de largo en el Club Marítimo del Abra. Pero ahora se trataba del hijo de Ella. El resultado de su obra pudo verla el pueblo en las horas que precedieron a la cacería de llamas, en junio de 1907, cuando Efrén, recién llegado de su tercera y última expurgación, se apareció al primer grupo de cazadores —a Saturnino Altube, a mi padre y a Braulio Apraiz, los tres en el carro del carnicero y listos para emprender aquella sarracina— y al otro grupo que transportaba al descalabrado Pedro Murua, primera víctima histórica de las llamas, y el cadáver del primer diablo abatido. El encuentro fue ante la iglesia de San Baskardo. Efrén surgió ante ellos con el aire seco y distante que tan familiar se haría, luciendo su uniforme inglés de cazador de zorros, moviendo su tronco y miembros sólo lo justo para avanzar hasta detenerse a 8 metros, apoyar su escopeta en el suelo y escrutar a todos con la frialdad de un científico inclinado sobre unos ínfimos organismos indefensos... A veces, ni yo mismo me libré de caer en las abultadas interpretaciones de don Manuel... Cuando lo del gramófono, pocos podían presumir de haberle contemplado a gusto anteriormente: una silueta huidiza en la distancia, esfumándose si alguien se le acercaba; un misterio envolviendo a la criatura que desapareció de la vista de todos a sus seis años al cambiar su madre La Venta por el palacio y hacer de éste una cueva cerrada a cal y canto. Hasta su partida a Oxford, estudió con un profesor particular poco amigo de contar lo que veía allí dentro. ¿Con quién jugó aquel niño?, ¿qué amigos tuvo después?, ¿qué escenarios del entorno pateó? Fue como si Ella, proporcionándole una educación antisocial, buscara salvaguardarle de futuros enternecimientos hacia unas gentes que debería utilizar, por no decir exprimir. El caso es que pocos conocían siquiera su rostro en ocasión de aquel encuentro en los prolegómenos de la cacería de llamas. Aunque ni uno solo había olvidado el episodio del gramófono, ocurrido dos años antes.

Bueno, nadie dudaría después de que la caja cerrada de cartón con que desembarcó contenía el maldito artefacto con el disco negro, no sólo por la simultaneidad entre su llegada y el espectáculo en la Campa del Roble, sino porque la voz que sonó allí era la suya y nadie se imaginó a su madre disponiendo de un invento así y no usándolo al punto. Pero, sobre todo, pesó la creencia de que un milagro tan inverosímil no podía haberse fabricado en Getxo, ni siquiera en Bilbao, y sí en Oxford, en el extranjero, de donde llegaba todo lo nuevo. Pues en aquel tiempo el fonógrafo era un trasto desconocido entre nosotros, nadie había visto uno y menos oído, y a los marinos que traían noticias de su existencia se les tenía por bocazas. Sin embargo, la modernidad sonora estalló entre nosotros como el anuncio de un nuevo tiempo. Una criada de Cristina aseguraría que aquélla no fue la primera actuación del fonógrafo sino la segunda, que hubo otra, la víspera, ante la misma puerta de hierro del jardín de la marquesa: «Serían las diez de la noche cuando el birlocho dio el saltito de una casa a otra y se paró ante nuestra puerta. Yo estaba asomada a un balcón, descansando, a punto de acostarme. Poco antes había visto entrar al señor. Me dije que nada faltó para que se chocaran los dos carros. Al principio creí que el cochero de nuestra vecina venía a su visita anual para pedir a mi señor más tajada de Altos Hornos, pero no. Ni siquiera bajó, así que mal podría tirar de la campanilla. Además, antes nunca había venido en coche sino andando. La noche era clara y le vi mover las manos sobre algo que tenía a su lado en el asiento. Y, enseguida, me llegó una voz que raspaba: “Yo, Efrén Baskardo, soy hijo bastardo de Camilo Baskardo de Getxo”, y esto lo repitió y repitió, y yo, como no sabía qué hacer, pues me metí en casa y cerré el balcón. Tropecé con la señora en el pasillo. “¿Qué pasa?, ¿qué pasa?”, gritaba, pero yo no le dije lo que pasaba y bajé a ver si el mayordomo me necesitaba antes de acostarme. No es verdad, bajé a ver cómo se lo tomaba el señor. Andaba arriba y abajo por el salón, con su copa de coñac en la mano y su puro en la boca, y lo que gruñía no puede repetirlo una chica decente como yo, y luego ordenó que alguien cerrara puertas y ventanas, pero la voz que raspaba siguió oyéndose porque hablaba muy alto, y hoy sí sé lo que pasaba, pero entonces me pregunté cómo el cochero podía imitar tan bien la voz de Efrén. Hasta que se calló y me dije bendito sea, pues aquello ni me iba ni me venía, pero es que esa mujer era demasiado mala mandando a su cochero a decir aquello tan alto a la puerta de mis señores, y menos mal que era de noche y no pasaba nadie por allí. El mayordomo me había dicho que el señor tampoco cenaba y subí a mi cuarto y entonces se empezó a oír la voz del cochero, pero ahora era la suya y dijo algo así como que si de aquí a mañana tampoco hay respuesta sobre ese treinta y seis por ciento, el gramófono estaría a la salida de misa de doce».

Efrén regresó un viernes; al día siguiente, el gramófono ofreció su primera representación ante la casa de Cristina; y el domingo, el criado le dio a la manivela hasta el tope en la Campa del Roble sin bajarlo del pescante del birlocho: un primitivo modelo de fonógrafo con su enorme bocina para sordos y el brillante disco negro con el conmovedor emblema del fiel perrito sentado escuchando con embeleso la voz de su amo que sale de la bocina de otro fonógrafo, y así hasta el infinito, fonógrafo dentro de fonógrafo. Era, sin duda, la voz de Efrén, pero la gente tardó en reconocerla, tanto por la mala calidad de la grabación como por no concebirse la presencia allí en persona del hijo de Ella a semejante hora de un domingo. Los que salían de misa de 12 empezaban a llenar aquel ágora, incluso las mujeres en esta ocasión, retenidas por la voz —ronca y cavernaria, pero finalmente identificable— que ya había empezado a pregonar lo que nadie ignoraba, aunque entonces parecía adoptar, por primera vez, una forma de escandalosa difusión a la altura de la naturaleza del escándalo. El asombro había empezado a la aparición del birlocho, que no pasó de largo sino que se instaló en el centro de la Campa, bajo el gran Roble, y mientras aguardaba el momento de más audiencia, el cochero se entretuvo manipulando aquel extraño aparato que los de Getxo veían por primera vez. La voz de Efrén habría congregado a tantos como la novedad del fonógrafo, pero allí estaban todos, esperando no sé qué, cuando el cochero agotó las vueltas de la manivela y aplicó la aguja al disco de 78 r.p.m. y se produjo el milagro, la aspereza de lija contra madera semejando una voz humana y la gente perdió un tiempo dilucidando si lo era o no, para luego pasar a la frase, más bien al ruido, y no enterarse de nada, pues no acababan de creer que aquello fuera una frase. Cuando algunos empezaron a percibir turbiamente las dos palabras «Efrén Baskardo» sospecharon estar sufriendo la influencia de aquella familia a través de su cochero, o no ser capaces de imaginar que otros que no fueran ellos pudieran estar detrás de aquel trasto del demonio. Dentro del proceso de acomodación al nuevo ruido, su siguiente hallazgo fue la casi nitidez del Yo, Efrén Baskardo, y enseguida, Yo, Efrén Baskardo, soy hijo bastardo de, y ya les sobró el resto de la frase, y es cuando escaparon del embrujo del artefacto, de su ruido y del contenido de la frase y, creyendo regresar a la realidad, buscaron a su alrededor al original que hablaba, y al rebotar la suya en las otras miradas entendieron que no había más realidad que Efrén metido en el artefacto, y la Campa del Roble tembló con las carcajadas.

Sólo los más próximos al fonógrafo advirtieron, de pronto, su silencio, aunque todos habían visto llegar a un segundo criado con polainas rojas, quien se acercó al birlocho e hizo señas al otro criado para que se inclinara, y le habló al oído, y un momento después callaba el disco. Así consiguió Ella el 36% de las acciones de Camilo de Altos Hornos del Nervión.

Don Manuel solía sacar el tema de a quién se le habría ocurrido, si a la madre o al hijo. «Tal vez, algunos deseemos que hubiera sido cosa de la madre, pero tendría que haber conocido el fonógrafo, al menos, haber oído hablar del invento, pero estaba con nosotros desde 1887. ¿Por qué nos cuesta más creerlo del hijo? Sin embargo, están esos setenta y cinco años de adelanto que Oxford y alrededores nos llevan a los de Getxo. Conoció allí el último avance de la ciencia en materia de ruidos y se le ocurrió la diablura. Pagó lo que le pidieron por grabar un disco con él como único cantante, adquirió un fonógrafo y es posible que disfrutara en su habitación más que escuchando a Caruso».

La acción municipal de 1933 representó una amenaza más seria, porque era algo más que un párroco conchabado con un alcalde para elevar a altar un prisma profanado. Ahora se trataba de una decisión adoptada en Pleno, algo por encima del bien y del mal, de partidismos y caprichos. Sin embargo, en ningún renglón de las actas del Pleno se mencionaba el mostrador, ni para dejarlo donde estaba ni para sacarlo. Lo único que se pretendía era restaurar La Venta, operación que se aplicaba regularmente a viejos edificios merecedores, por utilidad o tradición, de ser conservados..., siempre que no estorbaran demasiado los nuevos planes urbanísticos.

La única amenaza que prevaleció fue que, esta vez, la obra, fuera cual fuese, se llevaría adelante. De momento, pues, el mostrador no peligraba. De modo que cuando Ella envió mensajes a los antiguos socios de la Fundación, ninguno acudió al lugar de la cita, La Venta, a pesar de que aún vivía la mayoría. Ahora sólo se trataba de sustituir maderas apolilladas por nuevas, renovar tejas, lucir paredes, pasar la brocha por aquí y por allá..., mejoras que el edificio pedía a gritos desde hacía siglos, porque el único mantenimiento a que se entregaban los Ermo era la encalada anual, y ello porque figuraba en el contrato de concesión. «Así, pues, Ella se quedó sola. Sola», recalcaba don Manuel. Y añadía: «Aunque no dejaba de tener sentido su convocatoria. Conforme en que no se mencionaba el mostrador en las actas, y que el alcalde no era el de 1907. Pero allí seguía, tan inamovible como la propia iglesia, don Eulogio del Pesebre, el párroco eterno —ejerció su cargo en San Baskardo desde 1862 a 1944—, con la misma obsesión por el mostrador. El que aún no hubiera abierto la boca, no descartaba su posible intervención en el momento oportuno, por ejemplo cuando los impíos durmieran en la confianza: un golpe de mano en pleno trabajo de remozamiento, seguramente con nocturnidad, abriendo precipitadamente un agujero en la pared, varias parejas de bueyes esperando en la frontera de Getxo, las cadenas de los aparejos, llevadas allí momentos antes, ciñendo el altar, y el rapto de éste».