Archipiélago Gulag. Vol. 1 (Tiempo de Memoria)

DEDICADO

a todos los que no vivieron lo bastante

para contar estas cosas.

Y que me perdonen

si no supe verlo todo,

ni recordarlo todo,

ni fui capaz de intuirlo todo.

 

En el año de mil novecientos cuarenta y nueve, unos amigos y yo dimos con una nota curiosa en la revista Priroda de la Academia de Ciencias. Decía en letra menuda que durante unas excavaciones en el río Kolymá se había descubierto no se sabe cómo una capa de hielo subterránea. Dicha capa había conservado congelados desde hacía decenas de miles de años especímenes de la misma fauna cuyos restos se habían encontrado en la excavación.

Fueran peces o tritones, lo cierto es que se conservaban tan frescos -atestiguaba el reportero científico- que tras desprenderles el hielo los integrantes de la expedición se los habían comido ahí mismo con sumo placer.

Podría parecer que la revista pretendía impresionar a sus pocos lectores con la alta capacidad de hielo para conservar el pescado. No obstante, pocos supieron captar el otro sentido, más verdadero y, que tenía la imprudente nota épica.

En cambio, mis amigos y yo lo comprendimos enseguida. Pudimos imaginarnos nítidamente la escena hasta en el menor detalle: los integrantes de la expedición quebrando el hielo ávidos y presurosos y cómo, pasando por altos los excelsos intereses de los ictiólogos, luchaban a codazos por hacerse con un trozo de pescado milenario, derretirlo al fuego y saciar su hambre.

Lo comprendimos porque nosotros mismos fuimos en su día integrantes forzosos, habíamos pertenecido a la poderosa y singular estirpe de los zeks, la única del mundo capaz de comerse un tritón con sumo placer.

Kolymá era la mayor y más conocida isla, el polo de la crueldad del GULAG, un sorprendente país de geografía dispersa como la de un archipiélago y al mismo tiempo con una reserva en las mentes tan compacta como la de un continente, un país casi invisible, casi impalpable, poblado por la estirpe de los zeks.

Un archipiélago de cotos cerrados, incrustado como una tabla polícroma dentro de otro país, impregnando sus ciudades, flotando sobre sus calles. A pesar de ello, quienes no formaban parte de él no podían advertir su presencia. Y si bien eran bastantes los que tenían de él aunque fuera una vaga referencia, sólo lo conocían bien quienes lo habían visitado.

No obstante, cual si hubieran perdido el habla en las islas del Archipiélago, éstos guardaban silencio.

Gracias a un inesperado giro de nuestra historia, afloró a la luz una parte de este Archipiélago, una porción insignificantemente pequeña (1). Los mismos puños que nos habían puesto los grilletes ahora buscaban la reconciliación abriendo las palmas:  Pero el proverbio termina diciendo:

Pasan las décadas, y las llagas y las cicatrices del pasado van borrándose irreparablemente. En este tiempo, el resto de islas se quebró y se dispersó, quedaron cubiertas por las olas del gélido mar del olvido. Y llegará el día, en el próximo siglo, que este Archipiélago, su aire, y los huesos de sus habitantes, congelados en un témpano de hielo, aparecerán como un inverosímil tritón.

No osaré escribir una historia del Archipiélago: no me ha sido dado leer la documentación pertinente. ¿Tendrá alguien acceso a ella algún día? Los que no desean recordar han tenido tiempo suficiente (y el que tendrán todavía) para destruir todos los documentos hasta no dejar rastro.

Lejos de tomar los once años que pasé allí como una deshonra o una pesadilla maldita, llegué casi a sentir cariño por aquel mundo monstruoso y, convertido ahora por feliz circunstancia en depositario de relatos y cartas tardíos, tal vez logre exhumar algunos de aquellos huesos y de aquella carne. Una carne, por cierto, viva aún, y un tritón que aún sigue con vida.

 

En este libro no hay personajes ficticios ni sucesos imaginarios. Las personas y los lugares llevan sus propios nombres y si sólo se indican con iniciales es por consideraciones personales. En aquellos casos en que no se citan nombres, ello se debe únicamente a que la memoria humana no los retuvo. Todo ocurrió como se relata.

 

Escribir este libro habría sido una tarea superior a las fuerzas de un solo hombre. Pero además de lo que saqué personalmente del Archipiélago -en mi piel, mi memoria, mi vista y mis oídos, pude contar con material para este libro con los relatos, memorias y cartas que me ofrecieron:

 

[sigue una lista con 227 nombres]

 

No voy a expresarles aquí mi reconocimiento individual: que sea éste nuestro monumento común y fraterno a todos quienes sufrieron martirio y fueron asesinados.

Quisiera destacar de esta lista a los que pusieron tanto empeño en conseguir que esta obra dispusiera de puntos de apoyo bibliográficos sacados de los actuales fondos de las bibliotecas, o de otros libros confiscados tiempo ha o destruidos, pues requiere gran tenacidad encontrar un ejemplar que se haya conservado; y más aún a aquellos que me ayudaron a esconder este manuscrito en los momentos difíciles y a reproducirlo después.

Sin embargo, aún no ha llegado la hora en que pueda atreverme a dar sus nombres.

Un viejo recluso de Solovleí, Dmitri Petróvich Vitkovski, debiera haber sido el redactor de este libro. Sin embargo, la mitad de una vida pasada (sus memorias del campo de reclusión se llaman precisamente ) le acarreó una parálisis prematura. Cuando ya había perdido el habla, pudo leer únicamente unos pocos capítulos terminados de mi libro y convencerse de que se diría todo.

Si la libertad tarda aún muchos años en llegar a nuestro país, la mera lectura y difusión de este libro entrañarán un gran peligro, de modo que también debo inclinarme agradecido ante los lectores futuros, en nombre de quienes dieron sus vidas.

En 1958, cuando empecé este libro, no tenía conocimiento de memorias ni de obra literaria alguna sobre los campos de reclusión. A lo largo de los años que trabajé en este libro, hasta 1967, fui conociendo gradualmente los Relatos de Kolymá, de Varlam Shlámov, y las memorias de D. Vitkovski, E. Guinzburg, O. Adamova-Sliosberg, a quienes cito en el curso de mi exposición como si fueran obras conocidas por todos (algún día acabarán siéndola).

A despecho de sus intenciones, y en contra de su voluntad, el chekista M.Y. Sudrabs-Latsis; N.V. Krylenko, fiscal general del Estado durante muchos años; su sucesor A.Y. Vyshinski y sus letrados-cómplices, entre los que no sería posible dejar de destacar a I.L. Averbaj, proporcionaron un material inestimable para este libro, conservando muchos datos e incluso cifras importantes, así como el ambiente mismo que respirábamos.

También proporcionaron material para este libro treinta y seis escritores soviéticos, encabezados por Maxim Gorki, autores de un vergonzoso libro sobre el Canal del Mar Blanco en el que por primera vez en la historia de la literatura rusa se ensalzaba el trabajo de los esclavos.

PRIMERA PARTE

La industria penitenciaria

 

de enemigos por todas partes,

a veces dimos muestra de una

delicadeza y compasión innecesarias».

Krylenko,

discurso en el proceso contra el .

 

Capítulo 1

EL ARRESTO

 

¿Cómo se llega a ese misterioso Archipiélago? Hora tras hora vuelan aviones, navegan barcos y retumban trenes en esa dirección, pero no llevan un solo letrero que indique el lugar de destino. Tanto los taquilleros como los agentes de Sovturist y de Inturist se quedarían atónitos si les pidieran un billete para semejante lugar. No saben nada ni han oído nada de todo el Archipiélago en su conjunto, y tampoco de ninguno de sus innumerables islotes.

Los que van a ocupar puestos de mando en el Archipiélago proceden de la Academia del MVD (3).

Los que van de vigilantes al Archipiélago son convocados a través de la Comandancia Militar.

Y los que van allí a morir, como usted y yo, mi querido lector, deben pasar forzosa y exclusivamente por el arresto.

¡El arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos? ¿que se abate sobre nosotros como un rayo?, ¿que representa un duro trauma espiritual que no todos son capaces de asimilar y que a menudo conduce a la locura?

El universo tiene tantos centros como seres vivos hay en él. Cada uno de nosotros es un centro del universo. Y el cosmos se escinde cuando le dicen a uno entre dientes: .

Si alguien como usted está detenido, ¿no será que ha habido un cataclismo?, ¿habrá quedado algo en pie?

Con el cerebro velado, incapaces de abarcar tales evoluciones del cosmos, a todos, del más simple al más despierto, no se nos ocurre en ese instante, pese a nuestra experiencia de la vida, más que balbucear:

-¿Yo? ¿Por qué?

Pregunta repetida millones y millones de veces antes de nosotros, y que nunca ha obtenido respuesta.

Una detención es un traslado impresionante, un cambio que nos transpone de un estado a otro.

La larga y sinuosa calle de la vida nos llevaba, a veces con paso alegre y otros en un sombrío vagar, a lo largo de unas vallas, vallas y más vallas, cercas de hierro, tapias de cemento, de ladrillo, de adobes o de madera podrida. No nos parábamos a pensar qué podía haber detrás de ellas. No intentábamos elevar la mirada ni el pensamiento hacia el otro lado. Pero allí, precisamente, junto a nuestro lado, a dos metros comenzaba el país del gulag. Tampoco observábamos en aquellas tapias el incontable número de puertas y portillos perfectamente ajustados y muy bien disimulados. ¡Todos estos portillos, todos, estaban esperándonos! Y de pronto se abría rápidamente la puerta fatal, y cuatro manos blancas varoniles, no acostumbradas al trabajo pero robustas, nos agarraban por el brazo, por la pierna, por la solapa, por la gorra, por la oreja, nos arrastraban como un saco, y cerraban para siempre el portillo a nuestras espaldas, la puerta de nuestra vida pasada.

¡Se acabó! ¡Queda usted detenido!

Y no atinas a dar ninguna respuesta, nin-gu-na, como no sea el balido de corderito:

-¿Yo-o? ¿Por qué?...

El arresto es un fogonazo cegador, un golpe que desplaza el presente convirtiéndolo en pasado, que convierte lo imposible en un presente con todas las de la ley. Y no hay más. Esto es todo lo que somos capaces de asimilar, no ya en la primera hora, sino incluso en los primeros días.

Centellea todavía en nuestra desesperación una luna de papel, un decorado de circo:

Y todo lo demás, que actualmente conocemos por imagen tradicional e incluso literaria de una detención, ya no puede almacenarse ni organizarse en nuestra turbada mente, sino en la memoria de nuestra familia y de los vecinos con quienes compartimos piso.

Es un estridente timbrazo nocturno o un golpe brutal en la puerta. Es la arrogancia de unos agentes que irrumpen en casa sin limpiarse las botas. Es el asustado y anonadado testigo que permanece a sus espaldas. (¿Para qué traen siempre un testigo? Las víctimas no se atreven a preguntar y los agentes ni le prestan atención, pero lo dispone la normativa, y deberá pasarse toda la noche en vela y firmar al amanecer. También para el testigo, arrancado de la cama, es un suplicio: noche tras noche de arriba abajo, colaborando en el arresto de vecinos y conocidos.

El arresto tradicional son también las manos temblorosas que preparan las cosas del detenido: las mudas de ropa interior, el pedazo de jabón, algo de comida. Y nadie sabe qué es preciso llevarse, qué está permitido, ni qué ropa es la más conveniente, y los agentes meten prisa e interrumpen: . (Mentira. Con las prisas quieren meter más miedo.)

El arresto tradicional son también -después, cuando ya se han llevado al pobre detenido- las muchas horas que va a ocupar nuestra vivienda una fuerza intrusa, dura e implacable. Romper, desgarrar, sacar y arrancar de la pared, arrojar al suelo desde los armarios y las mesas, sacudir, desparramar, despedazar, montones de desechos en el suelo, crujidos bajo las botas. ¡Durante un registro no hay nada sagrado! Cuando arrestaron al maquinista de tren Inoshin, había en la habitación el pequeño féretro de un hijo, un niño que acababa de morir. Los juristas arrojaron al niño del ataúd y revolvieron también allí. Y sacan violentamente a los enfermos de sus camas, y desenrollan los vendajes. ¡Durante un registro, no hay nada que esté fuera de lugar! A Chetverujin, un aficionado a las antigüedades, le incautaron , entre ellas, el ukase del fin de la guerra contra Napoleón, el de la formación de la Santa Alianza, y plegarias contra el cólera de 1830. A Vóstrikov, nuestro mejor especialista en el Tíbet, le confiscaron valiosos códices antiguos tibetanos (¡Los discípulos del difunto a duras penas consiguieron rescatarlos del KGB al cabo de treinta años!). Cuando arrestaron al orientalista Nevski se llevaron manuscritos tangutos (veinticinco años después le fue concedido el Premio Lenin a título póstumo por haberlos descifrado). A Karguer lo despojaron del archivo sobre los ostiaks del Yeniséi, le prohibieron el alfabeto y la escritura que había inventado, y ese pueblo se quedó sin escritura. Sería muy extenso describir todo esto en lenguaje académico, pero el pueblo habla de los registros de la siguiente manera:

Todo lo que les quitaban quedaba requisado y a veces obligaban al propio detenido a que lo llevara a cuestas -como Nina Aleksándrovna Palchínskaya, que cargó sobre sus espaldas un saco con documentos y cartas de su difunto marido, hombre muy laborioso, un gran ingeniero ruso- hasta sus fauces, para siempre, sin regreso.

Tras el arresto, los que quedan se enfrentan a una interminable vida, vacía y revuelta. Y el intento de hacerle llegar paquetes al detenido. Pero en todas las ventanillas les ladran: , . En los peores días de Leningrado, había que pasarse cinco días apretujado en la cola para llegar a dicha ventanilla. Y sólo quizás, al cabo de medio año, o de un año, el propio detenido dejaba oír su voz. O bien te espetaban: . Y esto querrá decir para siempre.  significaba casi con toda seguridad que lo habían fusilado.

En una palabra, «vivimos en unas condiciones tan atroces que un hombre desaparece sin dejar rastro, y sus personas más allegadas, su madre, su esposa..., pasan años sin saber qué ha sido de él. Una verdad como un templo, ¿no? Pues lo escribió Lenin en 1910, una nota necrológica acerca de Bábushkin. Pero dejemos clara una cosa: Bábushkin llevaba un convoy de armas para una insurrección y con ellas lo fusilaron. Sabía a lo que se exponía. Mas éste no es el caso de los simples borregos, de nosotros.

Así nos imaginamos nosotros el arresto.

Ciertamente, en nuestro país preferían el arresto nocturno, como el que acabamos de describir, porque ofrecía considerables ventajas. Todos los ocupantes del piso estaban dominados por el horror desde el primer golpe en la puerta. El detenido era arrancado de la tibia cama, por lo que se encontraba enteramente en la indefensión del sueño y su razón aún estaba enturbiada. En un arresto nocturno, los agentes disponían de superioridad de fuerzas: llegaban varios hombres, armados, contra uno solo con los pantalones a medio abrochar; durante los preparativos y el registro se tenía la seguridad de que en el portal no se congregaría una muchedumbre de posibles partidarios de la víctima. La lenta y gradual visita a una vivienda, luego a otra, mañana a una tercera y a una cuarta, ofrecía la posibilidad de utilizar racionalmente al personal operativo y de meter en la cárcel a una cantidad de ciudadanos varias veces superior al número de agentes que componían la plantilla.

Otra de las ventajas de los arrestos nocturnos era que ni los vecinos de la casa, ni las calles de la ciudad, podían ver a cuántos se habían llevado durante la noche. Aunque asustaban a los vecinos más cercanos, no eran ningún acontecimiento para los que vivían más lejos. Como si no existieran. Por aquel mismo asfalto que los  recorrían de noche, pasaba de día la juventud con banderas y flores cantando alegres canciones.

Sin embargo, los que recolectabanb, aquéllos cuyo servicio consistía sólo en arrestar, aquéllos para quienes los horrores de los detenidos eran una rutina, entendían la operación de detener de un modo mucho más amplio. Tenían una gran teoría; no vayan a creer, ingenuamente, que no la tenían. La ciencia de la detención es un importante componente del curso general de penitenciaría y se sustenta en una teoría social fundamental. Los arrestos se clasificaban según las modalidades: nocturnos y diurnos; en el domicilio, en el lugar de trabajo y en viaje; por primera vez o por segunda vez; individual o en grupo. Los arrestos se distinguían por el grado de sorpresa requerido, por el nivel de resistencia que cabía esperar (aunque en decenas de millones de casos no se esperaba ninguna resistencia, porque no solía darse). Las detenciones se diferenciaban también por la escrupulosidad del registro; por la necesidad o no de levantar inventario y confiscarlo todo; por el sellado de las habitaciones o viviendas; por la necesidad de detener a la esposa después que al marido, de enviar a los niños a una residencia, o bien al resto de la familia al destierro, o a los ancianos a un campo penitenciario.

Por otra parte, existe toda una Ciencia del Registro (en Alma-Ata tuve ocasión de leer un folleto para quienes estudiaban Derecho por correspondencia). El folleto se deshacía en elogios hacia los juristas a quienes durante un registro no se les caen los anillos por revolver dos toneladas de estiércol, seis metros cúbicos de leña, dos carretas llenas de heno, limpiar de nieve toda la zona aneja a la finca, arrancar los ladrillos de las estufas, vaciar los pozos negros, comprobar las tazas de los retretes, buscar en las casetas de los perros, en los gallineros, en los nidos de estorninos, agujerear los colchones, arrancar cataplasmas e incluso dientes metálicos para buscar un microfilm. Se recomendaba muy encarecidamente a los estudiantes que empezaran por cachear al detenido y que al terminar procedieran a un segundo cacheo (por si el detenido se había guardado algo que buscaban); y también que volvieran de nuevo al mismo lugar, pero a otra hora del día, para practicar un nuevo registro.

¿Qué quiere que le diga?, las detenciones varían en su forma. En cierta ocasión, Irma Mendel, una húngara, consiguió del Komintern (1926) dos entradas de primera fila para el teatro Bolshói, e invitó al juez Kleguel, que le hacía la corte. Estuvieron haciendo manitas durante todo el espectáculo, y después el juez se la llevó... directamente a la Lubianka. Y si un florido día de junio de 1927, en Kuznetski Most, un joven petimetre hace subir a un coche de punto a Anna Skrípnikova, una beldad de trenza rubia y cara redonda que acababa de comprarse una pieza de tela azul marino (el cochero ya comprende de qué se trata y frunce el ceño: sabe que los órganos de Seguridad nunca pagan los trayectos), sabed que no se trata de una cita amorosa, sino que es también una detención, que torcerán inmediatamente hacia la Lubianka y que se introducirán en las negras fauces del portal. Y si (veintidós primaveras más tarde) el capitán de segundo rango Borís Burkovski, con su guerrera blanca y su aroma de agua de colonia cara, compra una tarta para una muchacha, no juréis que la tarta llegará a la moza, que no la registrarán con cuchillos y que no será introducida por el propio capitán en su primera celda. No, nunca se desdeñó en nuestro país ni la detención diurna, ni la detención en viaje, ni la detención en medio de una bulliciosa multitud. Sin embargo, se realizaba discretamente y, ¡es curioso!, las propias víctimas, de acuerdo con los agentes, se comportaban del modo más digno posible para no permitir que los vivos advirtieran la perdición del condenado.

No a todo el mundo se le puede detener en su domicilio llamando a la puerta (pero si no queda más remedio, dirán que es , , ni tampoco se puede detener a cualquiera en su puesto de trabajo. Si el detenido está mal predispuesto, es más cómodo cogerlo fuera de su ambiente habitual, lejos de sus familiares, de sus compañeros de trabajo, de sus correligionarios, de sus escondrijos: no debe darle tiempo a destruir nada, a esconder cosas o entregárselas a otros. A los altos cargos, militares o del partido, les daban a veces un nuevo destino, ponían a su disposición un vagón de lujo y los detenían por el camino. Y si se trataba de un simple mortal al que aterrorizan las detenciones en masa y que lleva ya una semana soportando las miradas ceñudas de sus jefes, de pronto se le llama a la sección local del sindicato donde, radiantes, le ofrecen una putiovka en el balneario de Sochi. El borrego se enternece: o sea, que sus temores eran infundados. Da las gracias y parte exultante hacia casa a hacer las maletas. Faltan dos horas para la salida del tren, y regaña a su esposa que tarda una eternidad. ¡Ya estamos en la estación! Aún queda tiempo. En la sala de espera o en un tenderete donde venden cerveza lo llama un joven simpatiquísimo: . Piotr Iványch se siente confuso: . El joven se prodiga en atenciones, con la más benévola amistad: . Y se inclina respetuosamente ante la esposa de Piotr Iványch: . La esposa consiente y el desconocido se lleva a Piotr Iványch confiadamente del brazo... ¡para siempre o por diez años!

Y en la estación todo es bullicio, nadie advierte nada... ¡Ciudadanos a quienes guste viajar! No olvidéis que en todas las grandes situaciones hay una sección de la GPU y también unas cuantas celdas.

La insistencia de estos falsos conocidos es tan recia que un hombre que no esté curtido como un lobo en el campo penitenciario no acierta a sacárselos de encima. Y no creas que si eres funcionario de la embajada americana y te llamas, por ejemplo, Alexander Dolgun no pueden arrestarte en pleno día, en la calle Gorki, cerca de la Central de Telégrafos. Tu desconocido amigo se precipitará hacia ti atravesando la masa de transeúntes, abriendo sus enormes brazos: . Y en este lugar aparte, acaba de arrimarse al borde de la acera, en ese preciso instante, un coche Pobeda... (Al cabo de unos días, la agencia TASS comunicará irritada en todos los periódicos que los círculos competentes nada saben de la desaparición de Alexander Dolgun.) ¿Qué tiene de particular? Si nuestros bravos mozos han practicado arrestos así en Bruselas (de este modo cogieron a Zhora Blednov), ¿qué no harán en pleno Moscú?

Hay que reconocer a los órganos de la Seguridad del Estado sus méritos: en una época en que los discursos de los oradores, las obras de teatro y la moda femenina parecen producidas en serie, las detenciones en cambio pueden presentar múltiples formas. Te llevan aparte en la entrada de la fábrica, una vez te has identificado con el pase, y ya estás cogido; te sacan del hospital militar con fiebre (Hans Bernstein) y el médico no protesta (¡Que se le ocurra!); te sacan directamente del quirófano, en plena operación de úlcera de estómago (N.M. Vorobviov, inspector regional de enseñanza, 1936) y te meten en una celda medio muerto y ensangrentado (como recuerda Karpúnich); consigues (Nadie Levítskaya) a duras penas una entrevista con tu madre condenada, ¡y te la dan!, pero resulta que el careo precede a la detención. En el supermercado Gastronom te invitan a pasar al departamento de pedidos (4) y te detienen allí mismo; te detiene un peregrino al que por caridad dejaste pasar la noche en casa; te detiene el fontanero que vino a tomar la lectura del contador; te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la Caja de Ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde.

A veces, las detenciones llegaban a parecer un juego, tan fecunda inventiva y tanta energía superflua se depositaba en ello, cuando en realidad la víctima no se resistiría aunque no hubiera tamaño despliegue. ¿Pretendían los agentes justificar así su servicio y su gran número? De hecho, parece que hubiera bastado con enviar una notificación a todos los borregos designados y ellos mismos se habrían presentado sumisamente a la hora señalada, con un hatillo, ante los negros portones de hierro de la Seguridad del Estado para ocupar su porción de suelo en la celda que les indicaran. (a los koljosianos los cogían así. O es que iban a ir de noche hasta sus intransitables cabañas por caminos intransitables? Los llamaban al consejo rural y allí los apresaban. A los obreros no cualificados los llamaban a la oficina.) Como es natural, toda máquina tiene una capacidad de absorción determinada y si ésta se sobrepasa deja de funcionar. En los años tensos y febriles de 1945-1946, cuando llegaban de Europa convoyes y más convoyes que había que engullir a la vez para enviarlos al Gulag, ya no estaban para estos juegos, la teoría había quedado muy deslucida y se habían perdido las plumas del ritual. La detención de decenas de miles de hombres se resolvía como quien pasa lista: tenían todos los nombres, llamaban a los de un convoy, los metían en otro, y se acabó (5).

Durante varias décadas, en nuestro país las detenciones políticas se distinguieron precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado una sensación general de fatalidad, una convicción (bastante justificada), por cierto, dado nuestro sistema de pasaportes) (6) de que era imposible escapar de la GPU-NKVD. Incluso en el peor momento de la epidemia de detenciones, cuando al salir a trabajar los hombres se despedían de sus familias cada día, pues no podían estar seguros de volver por la tarde, incluso entonces apenas se registraban fugas (y menos aún suicidios). Así tenía que ser: de la oveja mansa se aprovecha el lobo.

Se debía también a una falta de comprensión de la mecánica de la epidemia de detenciones. A menudo, los órganos de la Seguridad del Estado no tenían grandes fundamentos para elegir a quién había que detener y a quién dejar en paz. Se orientaban únicamente por una cifra de detenciones prevista. Para alcanzar esa cifra podía seguirse un procedimiento sistemático, pero también podían ponerse en manos del azar. En 1937, una mujer fue a las oficinas de la NKVD de Novocherkask para preguntar qué debía hacer con el niño de pecho de una vecina suya detenida. , le dijeron, . Permaneció sentada un par de horas y luego la sacaron de recepción y la metieron en una celda: debían completar rápidamente la cifra y no tenían bastantes agentes para enviarlos por la ciudad, ¡y a aquella mujer ya la tenían allí! Por el contrario, cuando el NKVD de Orsha fue a arrestar al letón Andrei Pável, éste, sin abrir la puerta, saltó por una ventana, logró escapar y se marchó directamente a Siberia. Y aunque vivió allí con su propio apellido, y su documentación decía muy a las claras que era de Orsha, nunca fue encarcelado ni citado por los órganos de Seguridad del Estado, ni suscitó sospecha alguna. En realidad, existían tres grados de busca y captura: extensible a toda la URSS, de carácter republicano y regional. Casi la mitad de los detenidos en esas epidemias no fueron objeto de búsqueda más allá de su región. Cuando se iba a detener a una persona por circunstancias fortuitas, como por ejemplo la denuncia de un vecino, dicha persona podía ser substituida fácilmente por otro inquilino. Y lo mismo que A. Pável, las personas que caían casualmente en una redada, o en una vivienda rodeada por los agentes, y tenían la valentía de huir en aquel mismo momento, antes del primer interrogatorio, nunca eran capturadas ni citadas a comparecencia. En cambio los que se quedaban a esperar justicia recibían una condena. Y casi todos, la aplastante mayoría, se comportaban con pusilanimidad, indefensión y resignación.

También es cierto que cuando faltaba la persona buscada, el NKVD hacía que los parientes se comprometieran, bajo firma, a no ausentarse, y, naturalmente, luego no les costaba nada empapelar a los que se habían quedado en lugar del que había huido.

El sentimiento general de inocencia engendraba inacción también general. ¿Y si, a lo mejor, a mí no me cogen? ¿Y si todo se arregla? A.I. Ladyzhenski era jefe de estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937, un campesino se acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: . Pero se quedó: «Soy yo el que lleva el peso de la escuela, y da clase a sus hijos, ¿cómo pueden detenerme? (Lo detuvieron al cabo de unos días.) No todo el mundo veía las cosas como Vania Levitski a los 14 años.: «Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor, también me encerrarán a mí. (Lo tuvieron en prisión veintitrés años.) La mayoría se aferra a una fútil esperanza: Si no soy culpable, ¿a santo de qué pueden detenerme? ¡Es un error! Y cuando te estén arrastrando por las solapas, todavía exclamarás: «¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán! Y aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre podemos dudar ante cada caso individual:

Entonces, ¿para qué vas a huir? ¿para qué oponer resistencia? No harías más que empeorar tu situación, les impedirías aclarar el error. Y no sólo no te resistes, sino que incluso bajas la escalera de puntillas, como te han mandado, para que no se enteren los vecinos.

Y luego en los campos penitenciarios te reconcome una idea: ¿Qué pasaría si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población (7), la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiese a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche o pincharle los neumáticos a ese  que esperaba en la calle con sólo el chófer dentro. A los órganos de la Seguridad del Estado pronto les habrían faltado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita maquinaria.

Si se hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra... Sencillamente, nos hemos merecido todo lo que vino después.

Además, ¿a qué debiéramos habernos resistido? ¿a qué te confisquen el cinturón? ¿A que te ordenen retirarte a un rincón? ¿A que te manden atravesar el umbral de tu casa? La detención consta de pequeños preámbulos, de innumerables minucias, que considerados separadamente, no parecen suficiente motivo para discutir (en unos momentos en que el pensamiento del detenido se debate en tema de circunloquios en conjunto que desembocan irremisiblemente en la detención.

Hay tantas cosas que ocupan el alma del recién detenido! Tantas cosas que llenarían un libro. Podemos descubrir sentimientos que ni siquiera sospechábamos. En 1931, cuando arrestaron a Evguenia Dorayenko, de 19 años, y tres jóvenes chakistas revolvieron su cama, y hurgaron en la cómoda de la ropa interior la muchacha no perdió la calma: no había nada, no encontrarían nada. Pero de pronto echaron mano a su diario íntimo, que ella no habría mostrado ni a su propia madre, y la lectura de esas líneas por tres jóvenes extraños y hostiles la impresionó más que toda la Lubianka, con sus rejas y sótanos. Para muchas personas estos sentimientos y afectos patronales, destrozados por la detención pueden tener más fuerzas que las ideas políticas o el temor a la cárcel. La persona que no está interiormente preparada para la violencia es siempre más débil que el opresor.

Sólo unas pocas personas, inteligentes y osadas, reaccionan con reflejos. En 1948, cuando fueron a detener a Grigóriev, director del Instituto Geológico de la Academia de Ciencias, éste se encerró en un cuarto y estuvo dos horas quemando papeles.

A veces, predomina en el detenido una sensación de alivio e incluso... alegría, especialmente durante las epidemias de detenciones: cuando a tu alrededor no cesan de detener a gente como tú, pero pasa el tiempo y no vienen a por ti, van retrasándose. Es verdaderamente extenuante, es un sufrimiento peor que el de la propia detención, y no sólo para aquellos de ánimo débil. Vasili Vlasov, un intrépido comunista del que volveremos a hablar más de una vez, después de renunciar a la fuga que le proponían sus ayudantes, que no eran del partido, languidecía al ver que todos los cuadros de mando del distrito de Kady habían sido detenidos (1937) e iba pasando el tiempo y a él no lo detenían. Era de aquellos que ante el peligro ponen el pecho por delante, y encajó el golpe y quedó tranquilo, y durante los primeros días que siguieron a la detención se sintió maravillosamente. En 1934, un sacerdote, el padre Irakli, viajó a Alma-Atá para visitar a unos creyentes deportados. Mientras tanto, fueron por tres veces a su piso de Moscú para detenerlo. A su regreso, las feligresas acudieron a la estación y no consintieron que volviera a su casa: lo escondieron de casa en casa durante ocho años. Sufrió tanto el sacerdote con esta vida de persecución, que cuando al final lo detuvieron en 1942, cantó alegres alabanzas al Señor.

 

En este capítulo hemos hablado siempre de la masa, de los borregos encarcelados no se sabe por qué. Pero también tendremos que mencionar a aquellas personas que, incluso en esta nueva época, continuaban siendo auténticamente políticos. Cuando aún estaba en libertad, Vera Rybakov, estudiante socialdemócrata, soñaba con el izoliator (6) de Suzdal, pues sabía que sólo ahí podría volver a ver a sus camaradas mayores (ya no quedaba ninguno en libertad) y cultivarse ideológicamente. En 1924, la eserista Yekaterina Olítskaya, se consideraba incluso indigna de ser encerrada en la cárcel: en ella habían estado los mejores hombres de Rusia. Aún era joven y todavía no había hecho nada por Rusia. Pero la libertad estaba expulsándola ya de su seno. Y así ingresaron las dos en prisión: con orgullo y alegría.

, increpan ahora a las víctimas los que se libraron del arresto.

Sí, la resistencia debiera haber empezado en el momento del arresto. Pero no fue así.

Y finalmente, se te llevan. En la detención diurna siempre hay un breve e irrepetible momento en el que, disimuladamente (si en tu cobardía has accedido a la discreción), o de manera completamente pública, con las pistolas desenfundadas, te conducen a través de la multitud de centenares de personas tan inocentes e indefensas como tú. Y nadie te tapa la boca. ¡Puedes gritar, no debieras dejar escapar la ocasión. ¡Gritar que se te llevan| ¡Que unos malhechores disfrazados andan a la caza de la gente! ¡Que los cogen por culpa de falsas denuncias! ¡Que están acabando en silencio con millones de personas! Y al oír muchas veces al día estos gritos, al oírlos en todas las partes de la ciudad, quizás a nuestros conciudadanos se les desgarraría el alma. Quizá las detenciones se hartan más difíciles.

En 1927, cuando la sumisión aún no había atrofiado tanto nuestros cerebros, dos chekistas intentaron detener en pleno día a una mujer en la plaza de Sérpujov. Se congregó una muchedumbre. (¡Se necesitaba para ello a una mujer como aquélla, pero se necesitaba también a una multitud como aquélla! No todos los transeúntes bajaron la vista, ni todos se apresuraron a escabullirse.) Y aquellos diligentes muchachos se quedaron inmediatamente desconcertados. No pueden trabajar a la luz de la sociedad. Subieron a su automóvil y huyeron. (¡La mujer tendría que haberse ido rápidamente a la estación y abandonar Moscú! Pero pasó la noche en su casa. Y esa noche se la llevaron a la Lubianka.)

Pero de tus labios resecos no escapa un solo sonido, y la multitud que pasa por vuestro lado, despreocupadamente, os toma, a ti y a tus verdugos, por unos amigos que van de paseo.

Yo también tuve más de una ocasión de gritar.

A los diez días de mi detención, tres parásitos del SMERSH (7), que transportaban con más celo las tres maletas de botín de guerra que a mi persona (después del largo camino hasta me cogieron confianza), me desembarcaron en Moscú, en la estación de Bielorrusia. Tenían el rango de escolta especial, pero en realidad sus metralletas eran más que nada un estorbo para arrastrar las pesadísimas maletas: unos bienes que habían saqueado en Alemania ellos mismos o sus jefes del contraespionaje SMERSH del segundo Frente Bielorruso. Un botín que ahora, con la excusa de escoltarme a mí, transportaban a la Patria, a sus familias. Yo cargaba con la cuarta maleta, a regañadientes, pues contenía mis diarios y mis obras, es decir, pruebas contra mí.

Ninguno de aquellos tres conocía la ciudad, y fui yo quien tuvo que elegir el camino más corto hasta la prisión, yo mismo tuve que guiarlos hasta la Lubianka, en la que nunca había estado (y que yo confundí con el Ministerio de Asuntos Exteriores).

Después de veinticuatro horas en el contraespionaje del ejército, después de tres días en el contraespionaje del segundo Frente Bielorruso, donde mis compañeros de celda ya me habían puesto al corriente de todo (de las argucias de los jueces de instrucción, de las amenazas, las palizas; de que una vez detenido ya nunca te sueltan; de la inevitable condena de diez años), de pronto me encontraba milagrosamente libre, y ya llevaba cuatro días viajando como un hombre libre entre hombres libres, aunque mis costados ya habían descansado sobre la paja podrida que rodea las letrinas, mis ojos habían visto a hombres apalizados y privados del sueño, mis oídos habían escuchado la verdad, mi boca había conocido el rancho carcelario. ¿Por qué me callé? ¿Por qué no abrir los ojos a la multitud aprovechando mi último minuto en público.

Guardé silencio en la ciudad polaca de Brodnica, aunque, bien pensado, quizá no entendieran el ruso. No grité ni palabra en las calles de Bielostok. ¿Quizá porque lo mío nada tiene que ver con los polacos? No emití sonido alguno en la estación de Wolkowysk. Estaba poco concurrida. Me paseé con esos bandidos como si nada por los andenes de Minsk. Pero la estación estaba todavía en ruinas. Y ahora conducía a los hombres de SMERSH al vestíbulo superior de la estación de metro Bielorrússkaya, de la línea circular, una estación redonda, de blanca cúpula, inundada de luz eléctrica, donde subía a nuestro encuentro una masa compacta de moscovitas sobre dos escaleras mecánicas paralelas. ¡Parecía que todos me miraban! Subían formando una cinta sin fin desde las profundidades del desconocimiento, hacia la brillante cúpula, esperando de mí aunque sólo fuera una palabra de verdad. ¿Por qué, entonces, me callé?

Cada uno encontraba siempre una docena de razones plausibles para demostrar que tenía razón al no sacrificarse.

Unos seguían esperando un final favorable y temían echarlo a perder con un grito (téngase en cuenta que no nos llegaban noticias del mundo exterior, no sabíamos que desde el instante mismo de la detención nuestro destino ya nos deparaba lo peor, o casi lo peor, y que era imposible empeorarlo). Otros aún no habían madurado y no sabían cómo exponerlo todo en un grito dirigido a la multitud. Ya se sabe, sólo los revolucionarios tienen siempre a punto consignas que lanza a la multitud. ¿De dónde habría de sacarlas el hombre pacíficos, el hombre común que nunca se ha metido en nada? Sencillamente, no sabe qué podría gritar. Y finalmente, había aquellas personas que tenían el pecho demasiado lleno, cuyos ojos habían visto demasiado como para poder verter todo este torrente en unos pocos gritos incoherentes.

Pero yo, yo me callé además por otro motivo: porque estos moscovitas apiñados en los peldaños de las dos escaleras mecánicas eran pocos para mí. Aquí mi clamor lo oirían doscientas personas, o el doble, ¿y qué pasa con los doscientos millones restantes? Presentía vagamente que un día podría gritar a los doscientos millones...

Pero de momento no abrí la boca, y la escalera me arrastró irremisiblemente hacia el infierno.

Y también me callaría en Ojótny Riad.

Ni gritaría al pasar por delante del hotel Metropol.

No agitaría los brazos en el Gólgota de la Plaza de la Lubianka.