Conciencia de la continuidad
Contaban
una anécdota de mi padre, que era músico. Se encuentra entre amigos en algún
lugar donde, desde una radio o un fonógrafo, suenan los acordes de una
sinfonía. Los amigos, todos músicos o melómanos, reconocen enseguida la Novena de Beethoven. Preguntan a mi
padre:
–¿Qué es
esa música?
Tras una
larga reflexión, éste dice:
–Parece
Beethoven.
Todos
contienen la risa: ¡mi padre no ha reconocido la Novena sinfonía!
–¿Estás
seguro?
–Sí –dice mi
padre–, un Beethoven tardío.
–¿Cómo
puedes saber que es tardío?
Mi padre
les llama entonces la atención sobre cierta ligadura armónica que Beethoven
jamás habría utilizado en su juventud.
Sin
duda, la anécdota es sólo una maliciosa invención, pero ilustra bien lo que es
la conciencia de la continuidad histórica, uno de los signos por los que se
distingue al hombre que pertenece a la civilización que es (o era) la nuestra.
Para nosotros, todo adquiría el cariz de una historia, nos parecía una sucesión
más o menos lógica de acontecimientos, actitudes, obras. En tiempos de mi
primera juventud conocía, de un modo natural, sin esforzarme, la cronología
exacta de las obras de mis autores predilectos. Imposible pensar que
Apollinaire hubiera escrito Alcoholes
después de Caligramas, ya que, en ese
caso, habría sido otro poeta, ¡su obra tendría otro sentido! Me gusta cada uno
de los cuadros de Picasso por sí mismo, pero también toda la obra de Picasso
concebida como un largo camino del que conozco a la perfección cada uno de los
periodos. Las célebres preguntas metafísicas, ¿de dónde venimos? y ¿adónde
vamos?, tienen en el arte un sentido concreto y claro, y no carecen de
respuestas.
Historia y valor
Imaginemos
a un compositor contemporáneo que hubiera escrito una sonata que, por su forma,
sus armonías, sus melodías, se pareciera a las de Beethoven. Imaginemos incluso
que esta sonata haya sido tan magistralmente compuesta que, si hubiera sido
realmente de Beethoven, habría figurado entre sus obras maestras. Sin embargo,
por magnífica que fuera, al firmarla un compositor contemporáneo, daría risa.
Como mucho, se le felicitaría por ser un virtuoso del pastiche.
¡Cómo!
¿Sentimos un placer estético al escuchar una sonata de Beethoven y no lo
sentimos con otra del mismo estilo y con el mismo encanto si la firma un
contemporáneo nuestro? ¿Acaso no es el colmo de la hipocresía? La sensación de
belleza ¿es, pues, cerebral, está condicionada por el conocimiento de una
fecha?, ¿no es espontánea, dictada por nuestra sensibilidad?
¡Qué
remedio! La conciencia histórica es hasta tal punto inherente a nuestra
percepción del arte que sentiríamos
espontáneamente (o sea, sin hipocresía alguna) este anacronismo (una obra
de Beethoven fechada hoy) como ridículo, falso, incongruente, incluso
monstruoso. Nuestra conciencia de la continuidad es tan fuerte que interviene
en la percepción de toda obra de arte.
Jan
Mukarovsky, el fundador de la estética estructuralista, escribió en Praga en
1932: «Sólo suponiendo un valor estético objetivo, la evolución histórica del
arte adquiere sentido». Dicho de otra manera: si el valor estético no
existiera, la historia del arte no sería más que un inmenso depósito de obras
cuya sucesión cronológica carecería de sentido. Y a la inversa: sólo se percibe
el valor estético en el contexto de la evolución histórica de un arte.
Pero ¿de qué valor estético objetivo puede hablarse si cada nación, cada periodo histórico, cada grupo social, tiene sus propios gustos? Desde el punto de vista sociológico, la historia de un arte no tiene sentido por sí misma, forma parte de la historia de una sociedad, del mismo modo que la ropa, los ritos funerarios y nupciales, los deportes o las fiestas. Más o menos así es como trata la novela el artículo que le dedica la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert (1751-1772). El autor de ese texto, el señor de Jaucourt, dice de la novela que tiene una gran difusión («casi todo el mundo lee novelas»), una influencia moral (a veces útil, a veces nociva), pero que carece de valor específico por sí misma; de hecho, no menciona a casi ningún novelista que admiremos hoy: ni a Rabelais ni a Cervantes ni a Quevedo ni a Grimmelshausen ni a Defoe ni a Swift ni a Smollett ni a Lesage ni al abate Prévost; para el señor de Jaucourt la novela no representa ni un arte ni una historia autónomos.