La cara y la silueta del oficial Portofino volvieron de inmediato a mi
mente al salir de Barney Greengrass. Las anchas mejillas, la languidez de la
mirada, el pelo cuidadosamente peinado. Manos pequeñas, pies pequeños, sonrisa
amable. Un hombre bajo, delicado, con traje azul marino y corbata azul.
Se apresuró a informarme, enseguida, nada más iniciarse la conversación,
de que había sido profesor de química en un instituto antes de dedicarse a su
nueva profesión. Por su atuendo, parecía un securista[1]
rumano, pero sus modales lo desmentían. Afable, respetuoso, sin la doblez ni la
grosería del otro. Daba la impresión de que quería protegerte, no intimidarte
ni reclutarte para Dios sabe qué trapacerías, como el polizonte socialista.
Sin embargo, no me ofreció ninguna protección. Ni bullet-proof vest,[2]
ni agente de escolta, ni siquiera el spray
que se recomienda a las mujeres solas para cegar en el acto al agresor. Sus
consejos, moderados y amistosos, parecían los consejos llenos de sentido común
de una abuela: observar, por la calle, si veía merodeando la misma cara;
cambiar el recorrido de mis paseos y la hora de ir a comprar el periódico; no
abrir cartas sospechosas. Tampoco añadió ningún lay low,[3]
como era costumbre. Sin embargo, me dio su tarjeta, a la que había añadido el
número de teléfono de su casa, para un caso de urgencia. No obstante, el
talismán que me había dado no cambió ni la concentración en mí mismo ni el
descuido en mi comportamiento social. Al contrario, mi nerviosismo y mi
inquietud crecieron.
El motivo de mi entrevista con el oficial Jimmy Portofino había sido la
aparición en The New Republic de mi
ensayo en el que sometía a discusión la felix
culpa de Eliade, o sea, su relación en los años treinta con la Guardia de
Hierro, que, a día de hoy, cuenta con simpatizantes entre sus correligionarios
de Norteamérica y Rumania. El texto tocó un tema peligroso, como lo demostraba
el asesinato de Culianu. La dirección del Bard College solicitó el concurso del
FBI para proteger a su propio profesor rumano.
Aproximadamente un año después del contacto con el FBI, recibí un
mensaje anónimo de Canadá. La letra del sobre me era desconocida y yo no
entendía de grafología. Dentro, una postal sin nada escrito. Tiré el sobre pero
me guardé la postal: Marc Chagall, Le
Martyr, Kunsthaus, Zúrich. Al parecer, una variante judía de la
crucifixión. El mártir no estaba crucificado ni clavado a la cruz, sino atado
de manos y pies a un poste, en el centro de un pueblo incendiado, y los
personajes –la madre, el violinista y el maestro del templo con sus discípulos–
aparecían en primer plano. El rostro del joven Cristo judío, con barba y
patillas, era la imagen del pogromo. No era el holocausto convertido en tópico
de la lamentación, sino el terror del pogromo de la Europa oriental. Yo no
sabía descodificar el mensaje. ¿Amenaza o, por el contrario, solidaridad?
Contemplaba a menudo la postal, que tenía en mi escritorio.
Habían pasado seis años, no me habían amenazado ni asesinado, pero entre
las invectivas como «antipartido», «extraterritorial» o «cosmopolita» con las
que me honró antes de 1989 la prensa comunista de Rumania, y «traidor», «enano
de Jerusalén» o «agente norteamericano» del periodo poscomunista, encontraba
más coherencia que contradicción. ¿Habría sido éste el motivo por el cual no me
sentía en condiciones de visitar la patria?
Tras separarme de Philip, volví al banco de Ottomanelli, donde tan sólo
una hora antes el pasado me había recuperado. ¿Acaso habría sido más fácil
explicarme con un policía norteamericano? Al menos, el caso Culianu le habría
sido más accesible: la bala disparada de cerca, desde el retrete contiguo al
suyo, la pistola, de dimensiones pequeñas, Beretta 25, empuñada con la mano
izquierda, sin guantes, probablemente por un no americano. Herida mortal: «occipital
area of the head, 4-and-a-half inches below the top of the head and one-half
inch into the right of the external occipital tubical».[4]
Asesino profesional, crimen estilo ejecución, el lugar (un lavabo, de
día), festividad de los santos Constantino y Elena en el santoral ortodoxo,
onomástica de la madre de Ioan Petru Culianu.
¿Se acordaría Jimmy Portofino del rostro de la víctima, envejecida de
repente como si la muerte le hubiese echado encima veinte años? La policía
norteamericana tenía, con toda seguridad, información sobre los rumanos de
Chicago que simpatizaban con la Guardia de Hierro; sabía que allí se había
refugiado en cierta ocasión la sobrina de Corneliu Zelea Codreanu, el místico
capitán de la Guardia,[5]
y también vivía el viejo Alexandru Ronett, médico de Eliade, fervoroso
legionario. Las sospechas apuntaban a la Securitate rumana y a sus relaciones
con los legionarios de Chicago. La policía conocía, seguramente, la biografía
de Culianu y la carta en la que deploraba que la veneración a Eliade lo hubiese
transformado en un discípulo acrítico. ¿Culianu, el discípulo preparado para el
parricidio? Había admitido que su mentor «estaba más cerca de la Guardia de
Hierro de lo que me habría gustado creer». Su aparición junto al ex rey Miguel
no había despertado lo que se dice entusiasmo entre los legionarios ni los
securistas rumanos; ni tampoco su proyectado matrimonio con una judía y su conversión
al judaísmo. El año anterior a su muerte, Culianu había condenado públicamente
«el fundamentalismo terrorista» de la Guardia de Hierro y a la policía secreta
poscomunista, el comunismo rumano y el nacionalismo de la cultura rumana.
¿Conocía la policía norteamericana las obsesiones del profesor
asesinado: la magia, la premonición, la experiencia del éxtasis, la
parapsicología?… ¿Y la reacción de los nacionalistas de Rumania ante su
asesinato? «El espeluznante asesinato de quien se había establecido en la
megápolis de los gángsteres nos ha sido divulgado con una nauseabunda apología
dedicada a este excremento sobre el que no han tirado bastante agua en el
retrete letal que, al parecer, le deparó el destino», decía la revista România Mare [La Gran Rumania] en la
necrológica de Culianu. La revista sensacionalista, que supuraba una inmunda
histeria nacionalista, me cubrió también a mí de siniestros epítetos después de
1989, pero también antes, cuando, con el nombre de Saptamîna [Semana], era una especie de órgano «cultural»
de la Securitate comunista. ¿Sabía el oficial Portofino que se habían repartido,
sin haber sido solicitados previamente, ejemplares del número de România Mare elogiando el asesinato de
Culianu en casi todas las instituciones norteamericanas que dedican su atención
a la Europa del Este? ¿Enviados quizá por la propia Securitate?
¿Tendría que describirle a Portofino ahora, antes de regresar a la
patria, El mártir de Chagall? El hijo
del gueto en el centro de la escena, envuelto en el tales de oración blanco a rayas negras. Los brazos no parecían
atados con cuerdas, como en un principio creí, ni tampoco las piernas, sino más
bien con delgadas correas de tefilin.[6]
En el cielo de llamas y humo, se proyectaban el cabrito de púrpura y el gallo
de oro; junto a la hoguera, aparecían la madre o la novia, el violinista y el
viejo con el libro. ¿Significa esta postal amenaza o solidaridad? ¡No soy
ningún renegado, señor Portofino, ni converso, no puedo decepcionar a los que,
sea como fuere, no ponen sus esperanzas en alguien como yo!
¿Le interesaría acaso al señor Portofino mi miedo a volver a la patria?
Sí, Culianu, al igual que yo, parecía asustado por el regreso al país que había
sido su patria desde hacía doscientos cincuenta años, cuando sus antepasados
griegos se refugiaron allí de las persecuciones del Imperio otomano. La Rumania
que él había amado y en cuya lengua se había formado se había convertido para
él, poco a poco, en Jormania. La describió en dos narraciones de corte cuasi
fantástico, con una difusa influencia borgiana.
En la primera, el Imperio Maculista de la Unión Soviética colaboraba con
los espías de Jormania para matar al dictador local y a su mujer, la camarada
Mortu, e instauraban la «democracia» bananera de la pornografía y de los
pelotones de ejecución.
La segunda narración leía la realidad posrevolucionaria mediante una imaginaria
reseña de un imaginario libro de memorias de un imaginario memorialista que
describía la falsa revolución, seguida de una falsa transición hacia la falsa
democracia, el rápido enriquecimiento de los antiguos securistas, turbios
crímenes, la corrupción, la demagogia y la alianza de los ex comunistas con la
Guardia de Madera, la nueva extrema derecha. Las imaginarias memorias del
imaginario testigo evocaban también el falso proceso y la rápida ejecución del
«Conducan» tirano y de «Madame Mortu», el golpe de Estado, los funerales de los
falsos mártires, el pueblo manipulado… El nuevo conducator, el Señor Presidente, el asesino del camarada
presidente, comentaba la situación con el tradicional humor local: «¿Acaso no
es esta la función esencial del pueblo?» O sea, ser engañado.
¡Así pues, ésta es Jormania, señor Portofino! Tenía usted razón, no
fueron fuerzas sobrenaturales sino la Jormania de los Balcanes o de Chicago la
que le impidió a Culianu volver a ver su país. Pero los amigos, los libros, el
amor, los chistes, el canto, ¿dónde entraba todo eso y quién lo podría ignorar?
¿Y la madre que nos dio la vida, nuestra verdadera patria? ¿Cuándo se convierte
todo eso, sencillamente, en la Jormania legionaria o comunista? ¿Ocurrirá en
todas partes, en todo tiempo, será así, Jimmy? Al igual que Culianu, me había
cansado de preguntarme sobre las contradicciones de la patria. Tenía un pasado
diferente del suyo y no era la pistola de Bucarest lo que me daba miedo. Más
bien, el conglomerado de vínculos de los que todavía no me había soltado.
Ninguno de los transeúntes que pasaban por delante del restaurante
Ottomanelli Bros se parecía a mi ángel custodio del FBI y eso no me defraudaba.
En realidad, no era al oficial Portofino, sino a otra persona, a quien yo
estaba esperando en el banco donde me había quedado inmóvil largo rato. Mi
interlocutora sabía más de mí que yo mismo; no habría habido necesidad de
explicaciones.
¿Se acordaría de aquel librito de la librería del abuelo, hace sesenta y
dos años?
Su primo Ariel, el bohemio rebelde, con el pelo teñido de rojo y ojos
negrísimos leía a los que se reunían alrededor del mostrador un librito de
tapas delgadas color rosa titulado Cum am
devenit huligan [Cómo me convertí en húligan], como si fuese una guía de
drogas e hipnosis. Su prima, la hija del librero, hojeaba febril las páginas.
El comentario de Ariel retomaba siempre la misma palabra: «¡Vámonos!». Repetida con vehemencia y con la misma y decidida
escansión, como si hubiese pronunciado «revolución», «salvación» o
«renacimiento». «Ahora, inmediatamente, que todavía estamos a tiempo:
«¡Vámonos!». De vez en cuando, Ariel giraba el libro y miraba burlón con los
ojos bien abiertos el nombre de la tapa. «Sebastian, ¿oís? ¡El señor Hechter,
llamado Sebastian!»
No era Culianu, sino otro muerto el que se hallaba en las premisas de mi
viaje. Otro amigo de Mircea Eliade, de otro periodo: Mihail Sebastian, el
escritor que yo había mencionado en el desayuno del Barney Greengrass y cuyo
diario, escrito hacía más de medio siglo, acababa de aparecer publicado en
Bucarest.[7]
Pero ese libro póstumo no podía colocarse en los estantes de aquellos tiempos.
La librería ya no existía, ni el abuelo, y tampoco el sobrino Ariel. Mi madre,
que tampoco existía, ¡ella sí se acordaría del escándalo Sebastian! Tenía una
excelente memoria mi madre, la tiene todavía ahora, no lo dudo.
El irritante y sempiterno antisemitismo, para el que también la Jormania
prefascista ofrecía una buena base de investigación, le parecía a Sebastian en
«la periferia del sufrimiento». Consignaba con benevolencia las adversidades
externas como algo rudimentario y menor, comparado con la ardiente «adversidad
interna» que asedia el alma del judío. «Ningún pueblo ha confesado con mayor
crueldad sus pecados, reales o imaginarios, nadie se ha escrutado con mayor
dureza ni se ha castigado con mayor rigor. Los profetas bíblicos son las voces
más tremendas que jamás han resonado en el mundo.» Son líneas de 1935, cuando
las adversidades externas anunciaban la catástrofe que se avecinaba.
«¿La periferia de nuestro sufrimiento?», gritaba enardecido Ariel, el
primo de mi madre y sobrino de mi abuelo, en su pequeña librería de la Jormania
de 1935, un año antes de mi nacimiento.
«¿Es ésta la enseñanza del señor Sebastian? ¿La periferia de nuestro
sufrimiento? ¡Ya se enterará él bien pronto de qué periferia se trata!»
Un año antes, en 1934, Sebastian se había enfrentado al escándalo que
supuso la publicación de su novela De
doua mii de ani [Desde hace dos mil años], prologada por Nae Ionescu,
el amigo que se había convertido en ideólogo de la Guardia de Hierro. El
prologuista veía en el judío al enemigo irreductible del mundo cristiano, al
que había que eliminar.
Atacado por cristianos y judíos, por liberales y extremistas, Sebastian
respondió por medio de un brillante ensayo, Cum
am devenit huligan. En un tono sobrio y preciso, el autor reafirmaba con
candidez la «autonomía espiritual» del sufrimiento judío, «su nervio trágico»,
el conflicto entre «una sensibilidad tumultuosa y un sentido crítico
implacable», entre «la inteligencia en sus formas más frías y la pasión en sus
formas más desenfrenadas».
¿Húligan? ¿Quiere decir marginal, no alineado, excluido? Él, «un judío
del Danubio», como le gustaba llamarse, se había definido claramente: «No me
apego a nada, soy siempre un disidente. Únicamente tengo fe en el hombre solo,
pero en él sí tengo mucha fe».
Disidente, o sea, ¿también con respecto a la secta de los disidentes?
Como bien sabía mi madre, yo me reconocía en esas chiquilladas, así como en la
urgencia por salir del gueto… Como si fuera del gueto nos hubiesen estado esperando,
al señor Sebastian y a mí, amigos con los brazos abiertos y no la comedia de
otros guetos. El cansancio de sí mismo, como decía Sebastian… Mi madre no tenía
por qué definir «su pertenencia», la vivía, lisa y llanamente, con la mística y
la fatalista fe que no excluye la angustia ni la depresión.
«Nosotros somos nosotros, y ellos son ellos, ¿recuerdas? No tenemos
razones para odiarlos, ni esperamos que nos proporcionen alegrías. Pero tampoco
olvidemos sus horrores.»
La histeria con que yo acogía estos tópicos, a los trece años, a los
veintitrés, a los treinta y tres y siempre, no moderaba la obstinación con la
que mi madre se redefinía, una y otra vez, a sí misma. El carácter, como
tragedia, decían los antiguos griegos, nosotros lo contemplábamos diariamente
en el matriarcado neurótico de la familia y en la «identidad» colectiva.
Irse, sí. Ariel había tenido razón. El tiempo iba a convencerme también
a mí, así me lo repetía, el tiempo me obligaría a reconocer mi error, a irme
por esos mundos, pero sería tarde. «Será tarde y será de noche», como decía el
poeta. Será tarde y será de noche y te irás de aquí, ya lo verás.
¿Son los poetas más clarividentes
que los profetas? El Diario de
Sebastian publicado en 1996, medio siglo después de la muerte de su autor,
describe las «adversidades» que provenían de los amigos convertidos en
enemigos. «Tarde de intranquilidad…, amenazas inconcretas. Que la puerta no
está bien cerrada, que las contraventanas son transparentes o que las
mismísimas paredes se vuelven transparentes. De cualquier parte y en cualquier
momento es posible que irrumpa desde fuera algún peligro que, en realidad, sé
que está presente constantemente.»
¡Me fui, finalmente me fui! Con remordimientos por no haberlo hecho
antes y con remordimientos, no obstante, por irme.
En 1934, el protagonista de la
novela de Sebastian declaraba en nombre del autor: «Quisiera conocer la
legislación antisemita que podría anular en mi ser el hecho irrevocable de
haber nacido en el Danubio y de amar esta tierra… A mi gusto judaico por las
catástrofes íntimas, el río le ha opuesto el ejemplo de su real indiferencia».
En 1943, el escritor se preguntaba: «¿Voy a volver con esta gente? ¿Habrá
pasado la guerra sin romper nada? ¿Sin poner entre mi vida de “antes” y la de
“mañana” nada irrevocable, nada irreductible?». Al final de la guerra,
Hechter-Sebastian se preparaba para abandonar, por fin, «la eterna Rumania en
la que nada cambia». El gusto judaico por las catástrofes parecía más
susceptible de curarse junto al Hudson que en el Danubio.
La muerte le había impedido a
Culianu volver a Rumania y a Sebastian dejarla. Conmigo, la ninfómana jugaba de
otra forma: me ofrecía el privilegio de ser el turista de mi propia posteridad.
No sólo el Danubio, sino también
Bucovina puede definir la biografía en la que uno ya no existe. La lengua, el
paisaje y las edades no se anulan automáticamente por mor de las adversidades
exteriores. Pero el amor por la región de Bucovina no anula a Jormania. ¿Dónde
se unía y dónde se separaba Jormania de Rumania? «No hay nada más serio, nada
más grave, nada es verdad en esta cultura de panfletarios sonrientes. Sobre
todo, nada es incompatible.» Son palabras
de Sebastian que podría haber firmado también Ioan Petru Culianu. «Una noción
que le falta totalmente a nuestra vida pública en todos sus planos: lo
incompatible», repetía asimismo en otro tiempo, exaltado, Ariel, el joven primo
de mi madre.
«La incompatibilidad es algo
desconocido en el Danubio», habría podido repetir yo, junto a tantos otros, el
dilema de los antiguos y de los nuevos puntos muertos. ¿Las adversidades
externas? Me había iniciado muy pronto en esta banalidad. Y después me volví a
ilustrar de forma reiterada. Pero, como asediado, no son fáciles de evitar las
suspicacias narcisistas ni el masoquismo patético… ¿Otra vez el victimismo, las
lamentaciones de la víctima? ¿Ahora, cuando todos reivindican el blasón
remendado de víctima, hombre, mujer, bisexual, budista, obeso, ciclista…?
La máscara se me había pegado a
la cara. ¡El clásico enemigo público, el Alógeno! Siempre había sido «el otro»,
consciente o no, desenmascarado o no, aunque no me identificaba con el gueto de
mi madre ni con ningún gueto identitario. Las «adversidades internas» se aliaban
con las externas en el cansancio de sí mismo.
¿Evitar la visibilidad, como Schlemihl?
[8]
¿Sin sombra, sin identidad, aparecer solamente en la oscuridad?
Entonces, seguramente, dialogaría de forma natural con los muertos que
me reivindican.
[1] Agente de la Securitate, policía política del régimen comunista. (N. del T.)
[2] «Chaleco antibalas.» (N. del T.)
[3] «Pasar inadvertido.» (N. del T.)
[4] «Región occipital de la cabeza, cuatro pulgadas y media por debajo de la coronilla y media pulgada a la derecha de la protuberancia occipital externa.» (N. del T.)
[5] Codreanu era conocido entre sus parciales como «el capitán». (N. del T.)
[6] Los «tefilin» son filacterias, pequeñas tiras de pergamino con textos de la Escritura que los judíos se atan al brazo izquierdo y la frente en ciertos rezos. (N. del T.)
[7] Hay edición española, Diario 1935-1944, trad. J. Garrigós, Destino, Barcelona, 2003. (N. del T.)
[8] Alusión a la
obra La maravillosa historia de Peter
Schlemihl, de A. von Chamisso, cuyo protagonista vende su sombra. (N. del T.)