MUCHACHA VIEJA
Muchacha,
ven aquí. Voy a decirte
lo
que nunca te han dicho, voy a hacerte
lo
que jamás te han hecho, lo que nadie
sino
yo puede hacerte,
porque
yo estuve el doce de diciembre
abrazado
a otros ojos
y
eran los tuyos los que merecía.
Los
ojos que tenías
cuando
solo eras tú,
larva
a la espera de animosas alas,
ansiosa
por cambiar los libros de aritmética
por
la ciencia aplicada de la vida.
Fíjate,
es
hoy el primer día,
parece
que habrá tiempo para todo
y
tus padres te ponen
alambres
en la boca
y
un profesor de inglés para el futuro.
Y
yo me aproveché de tu inocencia.
Mejor
que tú sabía
lo
que inventan las piernas
cuando
las bocas queman
y
mueren de deseo como peces sin aire,
como
aquel pez sin sombra que en los sueños
brilla
como una llama,
arde
como en los sueños arde el agua.
Mejor
que tú sabía
las
posibilidades de una alcoba,
las
consecuencias de una noche en vela,
la
maldición de una promesa en falso...
Y
estoy mirando ahora
tu
cabeza perfecta.
Sin
tocarla percibo
que
el pez de la ilusión sigue brillando
y
de puro brillar ya se consume,
dejando
en la penumbra
los
desperfectos de mi anatomía.
Tú
también has crecido,
muchacha
vieja,
y
hoy te he citado para confesarte
que
me vales así,
deteriorada
y todo,
porque
así te tomé, porque sabía
que
tu esplendor de las primeras noches
iba
cargado con tu podredumbre.
Y
he de volver al baile
una
noche más negra,
tomarte
una vez más por la cintura,
ecuador
de otro mundo,
mundo
creado y brote de otro mundo,
descerrajado
vientre del que salen
otros
viejos más viejos que nosotros
y
acuden a la luz como polillas.
A
la luz engañosa que nos pide:
salid
a respirar,
venid
y respirad con otros seres,
que
es vida lo que veis.
Vieja
muchacha, ven, no tengo nada
que
tú no tengas, salvo el modo extraño
con
el que digo y hago este poema.
I
He
salido de noche a ver el día.
Una
mujer de arena ávida y firme
esperaba
mis huellas, y he dejado
todo
mi peso en el mojado lecho
de
la playa vacía. He caminado
perdiendo
el hilo de la madrugada
para
fundirme en el hervor del límite,
pero
el tiempo seguía mi camino
hacia
poniente con el sol a cuestas.
Y
todo lo que he visto era comienzo:
la
sal del agua inauguraba brillos,
las
olas estrenaban sus desplantes
y
las lombrices sus respiraderos.
La
certidumbre de estas tercas horas
de
poco me ha servido: nadie sabe
que
he dejado mi casa, que he tocado
con
fascinadas manos la reliquia
de
una barcaza y su infinita muerte.
Está
por terminar también mi sueño:
con
mi menguante y resignada sombra
he
vuelto exactamente por mis pasos
y
yo mismo he borrado mis pisadas.
II
Ahora
no estoy en casa.
En
casa, lejos de aquí,
todas
las cosas estarán en su sitio,
menos
yo.
Y
yo, que no estoy en casa,
absuelto
del delito de olvidarme
de
lo que fui, de dónde estuve un día,
veo
esas cosas que me rodeaban,
que
te están rodeando.
Son
poco más o menos las mismas cosas
que
me rodean aquí:
muebles,
libros, periódicos,
jarrones
y retratos,
paredes
salpicadas por los haces
de
luz artificial que en su abandono
han
cobrado un aire de familiaridad,
un
parentesco extraño por haber estado
más
de una noche aquí, frente a mis ojos,
o
ahí donde tú estás, donde yo estuve.
III
La
ventana, ya antigua,
se
abre a nuevos paisajes,
con
menos sol aquí,
desde
una habitación que es menos mía,
donde
estoy de prestado,
pagada
con dinero que se escurre
como
el agua de lluvia bajo el paso
desatento
de un crío que no sabe
que
muere su niñez en cada impulso,
en
cada charco nuevo,
en
la empapada suela que muy pronto
se
secará como una flor abierta.