Presentación
Mi relación
con el teatro es cíclica y se desarrolla así: escribo y monto alguna pieza; al
terminar quedo totalmente harto, saturado de teatro, abominando escenografías,
actores, tramoyistas, público, todo lo que huela a teatro. Pasa un tiempo, el
aborrecimiento a la escena va disminuyendo, entro en fase breve de indiferencia
casi total con respecto al tablado, la escena poco a poco vuelve a atraerme;
empiezo a imaginar situaciones, personajes, diálogos; se manifiesta de nuevo
cierto deseo de estructurar algo de lo que voy fantaseando, entro en obsesión,
empiezo a escribir, monto la pieza y se reinicia el ciclo.
Como se ve,
es un ritmo, una periodicidad común y frecuente. La naturaleza ama el
movimiento ondulatorio.
Cuando no estoy bajo el
hechizo del teatro, a veces trato un poco de esclarecer en qué puede consistir
su magia. No, es poco lo que puedo avanzar, así que trato de nuevo. El menú del
almuerzo teatral encerrado en este libro abre boca con tres ensayos misceláneos
sobre teatro: reflexiones sobre algunos de los muy diversos aspectos que tiene
la varia e intrincada experiencia de la escena iluminada.
Siguen
cuatro obras ágiles, breves, ligeras, fantasiosas, cuatro cuentos para la
escena, pues, como decía Heródoto, siempre cae bien
un buen cuento. Dos de ellas, La caja
y El caso de Caligari
y el Ostión Chino las monté en compañía y con la colaboración de mi amigo
Antonio Castro (la segunda fue ya enteramente dirigida por él). La repugnante historia de Clotario Demoniax es obra de
títeres y fue escrita para mi amigo Pablo Cueto, quien la montó con el vigor,
nitidez y alegría que debe manifestar siempre el teatro de muñecos.
La primera
obra es más larga y de mayor peso. En ella se engarzan diferentes fábulas y
está dedicada a la memoria de mi amigo Juan José Barreiro, quien pisó en ella
las tablas como actor.
Fui un niño
aficionado a jugar solo. Acostumbraba representar largas historias de aventuras
que iba inventando y representando con soldaditos de plomo, primero, de
plástico después. En dos metros de largo por uno de ancho había selvas y
desiertos peligrosísimos que los héroes infatigables se atrevían a cruzar. Dado
que seguí jugando a eso hasta ya muy grande, mi pobre padre me veía con
preocupación y, creo, hasta algo de lástima. ¿Quién le iba a decir a él que
estaba equivocado, que seguiría jugando a eso ya de adulto y que hasta me
pagarían por hacerlo? El que sean ahora actores en vez de soldaditos los que
encarnan los juegos no hace diferencia esencial alguna.
Sólo espero
que este libro transmita, un poco aunque sea, del extraño y sutil hechizo que
hace sentir el teatro a quien ingenuamente se abandona a su ejercicio.
Hugo Hiriart