Historias de Maine

El submarinista

 

 

Peter entró en el pequeño supermercado con el traje de baño chorreando. Era la primera vez que iba a Point Allison, el extremo más occidental de una remota y atrasada zona de Maine que apenas frecuentaba nadie. No había nadie en la caja, nadie en los pasillos de la sección de alimentación, nadie en la pequeña sección de ferretería, ni nadie tras el mostrador donde vendían sándwiches preparados. Al fondo, no obstante, había un hombre sentado junto a la ventana con una taza de café en la mano. Llevaba el pelo cortado a cepillo y tenía un bigote castaño.

–Estaba buscando… Perdone, lo siento. Necesito que alguien me eche una mano –dijo Peter. El agua del bañador le corría por las piernas.

–Se acaba de bañar –comentó el hombre.

–¿Me podría ayudar? –preguntó Peter.

–Está helada, ¿eh?

–Bueno, es que… Mi mujer está en el barco con la pequeña y nos hemos quedado atascados. La hélice se ha enredado en el fondo.

–Necesita usted a un submarinista.

–Eso es.

–Mal día. Es domingo –dijo el hombre.

Tenía la cara larga y la mandíbula cuadrada; Peter creyó percibir algo canino en la franqueza de su expresión; recordaba a un spaniel.

–¿No trabajan los domingos los submarinistas?

–No sé de ninguno que lo haga.

–¿Me podría dar el nombre de alguno? Puedo llamarlo y preguntar.

–¿Y qué le va a preguntar?

–De veras no sé qué hacer. Tengo al bebé y a mi mujer en el barco; ella está asustada.

En realidad, quien estaba inquieto era él; Margaret no se había preocupado. Seguramente seguiría leyendo tan tranquila.

–Vaya pensando cuánto va a pagarle –dijo el hombre–. Dele un precio. Eso es lo único que querrá saber la persona que encuentre.

–¿Precio? No tengo ni idea. ¿Veinticinco dólares?

–Cincuenta como mínimo.

–¿Me puede dar el nombre de alguno? –volvió a preguntar Peter.

–¿Por qué ha venido nadando?

–Hemos encallado ahí al lado –dijo Peter.

–¿No llevan una barca de remos?

–Hoy se nos ha soltado el cabo. Remolcábamos una, pero no nos hemos dado cuenta cuando se ha soltado. Supongo que la hemos perdido en el canal.

–¿Está seguro de que la hélice se ha atascado?

–Se le ha enredado una inmensa maraña de cuerdas. La he visto. Me he sumergido.

–Conozco a un submarinista.

–¿Me podría dar su número de teléfono?

–Tengo un número –respondió el hombre–. ¿Cuánto paga?

Peter sacó del bolsillo del bañador un amasijo de billetes húmedos.

–Bueno, aquí hay sesenta. Puede que mi mujer tenga algo más.

–Eso debería bastar –dijo el hombre.

–¿Hay un teléfono por aquí cerca?

–Lo haré yo. Yo me sumergiré.

–¿Es usted submarinista?

–Los domingos no.

Peter sonrió, como un modo de aceptar la situación.

–¿Lo haría igualmente?

–Hoy es domingo, amigo. –Bebió un sorbo de café y giró la taza entre las manos.

–¿Quiere más de sesenta?

–Le estaba tomando el pelo –dijo el hombre–. Lo haré por cincuenta.

Bajaron la cuesta uno al lado del otro hasta el embarcadero del pueblo. Las zarzas que flanqueaban la pista de tierra eran más altas que Peter. El día estaba tan claro que se veía a lo lejos el faro de Matinicus. Al mediodía habían pasado al lado; el faro se levantaba sobre unos escollos a más de cinco millas de la isla más cercana. Dos frailecillos habían revoloteado alrededor del mástil y luego habían vuelto a las rocas y se habían posado suavemente en el rompiente. Hacía un calor agradable y la pequeña dormía en la cabina. Margaret mencionó su deseo de ser farera; dijo que era el trabajo más romántico del mundo. Peter le contestó que debía de ser aburrido y solitario, y que seguramente se pasaba mucho frío. «Te volverías loca. Además, hoy en día todos los faros funcionan de manera automática.» «Mira que eres animado y optimista», comentó ella. Se ciñeron al viento, tensaron las velas, y cuando Peter se puso al timón Margaret se arrodilló sobre un cojín y le bajó el bañador. «Esto está mejor», dijo Peter. Pensó en Dios. Pensó en el cielo y en morir y vivir para siempre en las nubes.

Hacían un buen matrimonio. Tenían los mismos intereses y aficiones: la vela, la gastronomía, la política local y salir de acampada. Casi siempre estaban de acuerdo en todo. Peter se sentía feliz y satisfecho. Margaret tenía una larga melena castaña y los ojos azules, una figura atlética y un porte elegante. El restaurante les iba bien y llenaba sus vidas. Cuando hacían el amor, a Peter le invadía una profunda sensación de intimidad. Sin embargo, había siempre una parte de él que permanecía completamente separada, bien protegida. No era premeditado. Por ejemplo, cuando Margaret se arrodilló en el puente, él bajó la vista y la fijó en su cabeza y luego en el mar, a lo lejos, y se sintió exaltado, pero solo. Luego la abrazó, y ella sonrió y lo besó. Está bien, se tranquilizó. Es fantástico. [...]