Querido
Pierre:
Carecen de fundamento tus inquietudes y la sombra de celos a mi respecto. Desde el primer día de mi contrato para trabajar en el Serrallo, mis relaciones siempre han sido sólo de naturaleza administrativa: administro la libido, muchas veces tumultuosa, de las súbditas y esclavas (tal es el sentido verdadero del término odaliscas) de Su Majestad, pero como si de cosa neutra a mi sentir se tratase: apenas una economía, o un álgebra, por cuyas reglas nítidas y su cumplimiento integral debo velar.
Me
contrataron para ejercer de gran kehaya, gobernanta
general, superintendente de todo cuanto se ligue al deseo carnal y a su
contención, y ese deseo impregna a todas esas mujeres encerradas en el harén,
desde la zona más profunda de sus cuerpos a la más tenue fantasía de sus
pensamientos. Según la tradición, la kehaya
usaría como traje una salta, vestimenta
exótica que deja ver el pecho y realza de manera excesiva el busto y las
caderas. En un acto de generosidad, el Sultán me eximió de ese hábito,
dejándome usar ropa occidental, salir libremente por la ciudad, tener amigas,
como Roberte, y, de más está decirlo, recibir y enviar correspondencia privada.
Dispongo, créeme, de un alto estatus y de gran independencia.
Alivia,
pues, tu aflicción. Por otra parte, si no fuera por el aguijón profundo del
deseo reprimido y el tedio infinito de un pensamiento sin horizontes, esas
mujeres –casi todas traídas de los confines de la pobreza y del prejuicio, o
compradas en aldeas remotas para ir a vivir toda su vida fértil en la comodidad
y en la opulencia del palacio, plenamente disponibles para el amor– estarían
vivas ya en el paraíso, volviéndoseles la muerte, un día, un mero accidente
convencional, anodina frontera. El sector femenino del Serrallo se llama,
realmente, Casa de la Felicidad. Pero el desierto inmenso que se extiende por
la mente de las concubinas, donde el espejismo obstinado se alza desde el oasis
siempre deseado, raras veces asido –el tálamo sultánico–, donde sacian su gran
sed, les arrebata la serenidad, las mueve a mil caprichos, mil conflictos…
Gran
excepción para la pelirroja Baladine. No es árabe, ni turca o persa, ni
siquiera circasiana: ¡dicen que por ella circula sangre rusa! Refulge en el
harén por su color y la profunda sensualidad que exhala, y el Sultán parece
deslumbrado por la luminosa blancura de su piel, de cuyo fondo irrumpe un color
rosáceo, y por la transparencia y la tonalidad zafírea de sus ojos, cual
almendras de mar. Baladine ha ganado tal favor en su lecho, del cual ha
desplazado en gran medida a la sultana, única esposa real, menos joven y menos
bella, convirtiéndose así en kadine, segunda
esposa.
La
jerarquía de las mujeres en el Serrallo es algo tan nítido y efectivo como la
de los ángeles en el cielo. Así, a la sultana la sigue la kadine, esposa oficial de elevado estatus, y a ésta las ikbals, esposas de rango inferior.
Siguen las guezdês, compañeras para
períodos limitados; las calfás, esclavas
blancas que se vuelven educadoras responsables de las concubinas más jóvenes;
las serrailis o novicias, sometidas a
una disciplina severa, pero que pueden despertar el interés y la benevolencia
del Sultán. No incluyo aquí a las esclavas negras: oprimidas, nunca dejan de
ser esclavas, y les está prohibido el ejercicio del amor bajo cualquier
concepto, a pesar de la gran belleza y sensual carnalidad de algunas, y de la
inteligencia delicada de casi todas. Deben obediencia superior a la sultana.
Hasta
para los ímprobos eunucos existe una rígida escala, que comienza en los
novicios o ênacá, recién castrados,
continúa en los ajêmi, prosigue en
los pajes ága, crece en los veteranos
oglan y culmina en los hassili, poderosos capones entre los que
se elige el eunuco mayor, que establece el vínculo de toda la torpe «troupe»
con los aposentos del Sultán. Sus funciones se reducen a espiar, acechar,
sobornar para obtener testimonios y denunciar actitudes rayanas en el placer, o
sus más remotos indicios…
Hace
unos días el Sultán le regaló a Niktérine, la sultana, dos perlas enormes, más
grandes, se decía, que los lóbulos de sus orejas. No llegué a verlas, tan
altanera es la sultana. Hoy, después de pasar la noche con Baladine, el Sultán
le regaló un collar de heliotropo, jaspe verde con irisaciones sanguíneas que
centellean al sol. Sin duda tiene menos valor que las perlas colosales, pero en
el Serrallo, lugar donde el valor reside sólo en la belleza y en la
voluptuosidad, la piel de la kadine irradia
en gloria bajo el heliotropo fulgurante que pende entre sus senos, mientras en
la tez amarillenta de la sultana el par de perlas, aunque inmensas, sólo podrá
diluirse sobre un fondo céreo.
En
su munificencia, el Sultán encuentra, para cada concubina que se le vuelve
apetecible, una piedra preciosa correspondiente a sus dones y tonos, y un día
se la entrega en ofrenda. En mis largas conversaciones con el soberano (y creo
que, en todo el Serrallo, no las tiene con nadie más), él me ha hablado de la
belleza cruda de las gemas suntuosas descubiertas en la naturaleza y de su
brillo, acrecido por el rigor de la talla, que las vuelve rutilantes si las
toca un rayo de sol. Así también lo son las concubinas más hermosas, añadió: de
una belleza agreste, casi salvaje, al ser vistas en sus lugares nativos; de
deslumbrante e impecable perfección una vez que, sometidas a los rigores del
Serrallo, a la observancia de las reglas, a los reparos y sevicias de las calfás, refulgen al fin delante de él.
Para
mostrarme el fulgor del nuevo collar sobre su cuerpo, Baladine me invitó a
asistir a su «toilette». Esa ceremonia, extensa y meticulosa –su cuerpo es
tratado como un cosmos– convoca saberes tradicionales y extravagancias propias;
tiene lugar en sus aposentos, a puerta cerrada, después del baño en el hammam, al atardecer; reúne por lo menos
a dos serrailis y a dos esclavas
negras de su séquito, que la asisten y reflejan con espejos los múltiples
ángulos por donde se dispersa el panorama inagotable de su esplendor. Esas
cuatro mujeres ancilares permanecen varias horas junto a Baladine: desnudas de
cintura para arriba, cuidan con mil minucias de la desnudez de la kadine.
Llevada
por un tedio altamente refinado, no se cansa de descubrir las diferentes
imágenes que se proyectan en los espejos, tan bellas y lascivas como casi
imposibles, todas ellas producto de movimientos imprevistos. Esto para gran
sorpresa de las esclavas: en el folclore mahometano los espejos son
sospechosos, se les atribuyen perturbadoras fuerzas ocultas en su fondo
inaccesible; y el espejo del alma, cuando es impuro, ¡ya no refleja el espíritu
del Creador! Un espejo, especialmente cuando se hace de noche, puede volverse
maléfico, precipitando la llegada de una segunda esposa… Pero Baladine, mujer
fuerte y de una inconmovible seguridad, se complace observando sus formas, con
lascivia, durante minutos y hasta horas, buscando nuevos ángulos, repitiendo
los anteriores, tan venturosos. Me contó que, en el espejo, el tiempo del tedio
se transforma en tiempo de misterio; y, al ver reflejada su imagen desde tantos
ángulos, se ve siempre como si fuese la primera vez, e imagina cómo la verán
las demás, qué fuerte impresión provocará en ellas, según la manera de vivir,
de mirar y de juzgar de cada una, y según su estatus respectivo; y por encima
de esas codiciosas miradas femeninas, se hace presente la mirada del Sultán,
persistente y poderosa.
Cuando
llegué a la ceremonia, estaban recubriendo a Baladine con bellum, una arcilla perfumada que deja la piel más suave; después
la atildaron con leche, con zumos de frutas tropicales, luego con una esponja blanda,
y, por último, con un ovillo de crin. Entonces, una serraili elegida por ella –algo considerado como un trato
especial–, untó todo el firmamento de su piel con una pomada de olíbano, y
masajeó cada centímetro de su cuerpo hasta que éste absorbió el ungüento
aromático. La misma joven concubina extendió con sus manos por todo el cuerpo
de Baladine, sin dejar de lado ni siquiera las zonas más íntimas, una fina capa
de un perfume preparado sólo para ella, con las proporciones adecuadas de
alcanfor, esencia de áloe y sándalo (perfume que Baladine rechaza cuando el
Sultán la llama a su lecho, para que lo único que éste perciba sea su propio
olor).
La
otra novicia acentuó, con un pigmento del color del iris de la kadine, el borde de los párpados, y
prolongó con kohl la línea de las
pestañas; limó en forma de arco gótico las veinte uñas de su cuerpo, le resaltó
las lúnulas con un lápiz finísimo y le pintó todas las uñas con un esmalte
transparente; y la primera le masajeó las articulaciones de las falanges de las
manos y de los pies, pasando de unos nudillos a otros como quien recorre las
cuentas de un rosario, y después el cuero cabelludo, sumergiendo los dedos en
las raíces de los cabellos y cerrando las manos con un ritmo cadente. Después
peinó larga, firme y repetidamente los cabellos pelirrojos que se esparcieron
ondulantes: y la kadine los miró y se
miró en dos espejos sostenidos por las esclavas blancas, que los giraron varias
veces para dejarle ver todo el horizonte de su belleza, pero aun así no quedó saciada.
Se
acercaron entonces las dos esclavas negras, y prendieron entre sus manos la
exuberante melena roja: cada una manejaba un gran peine de marfil, y con él
desenredaban los frondosos mechones de la segunda esposa, río de cobre licuado
donde las manos negras de las nubias y los dientes blancos de los peines se
sumergían, deshaciendo los nudos con movimientos precisos. Cuando todas las
hebras se desenredaron y los peines se deslizaron sin trabas de la raíz a las
puntas, el gran turbante ondulado abultó levemente, como si el río rebosase de
su lecho. ¡Y si la cabellera de Baladine tenía la exuberancia y los tonos
rojizos de la selva nórdica en otoño, los cabellos sobre el monte de Venus eran
como la vegetación escasa pero vigorosa de la tundra!
Ya
incorporada, Baladine ordenó que se acercase Yektá, una de las esclavas negras.
A pesar del pelo rapado y los adornos rudos que usaba, tenía la estatura y, me
atrevería a decir, la belleza de la kadine…
Para que sus labios enrojeciesen y se le volvieran más sensibles, Baladine
lamió los pezones que remataban los senos de la esclava, firmes, turgentes y
erectos; y Yektá, curvándose, se los ofrecía rozándole la boca, siendo para
ella un gran honor ser acariciada así por los labios de la kadine. Durante mucho rato, Baladine lamió los pezones de Yektá,
grandes, negros y granulados como moras, despertando en la esclava
voluptuosidad y al fin un ardor doloroso, llevándola a ese espacio divino y
turbio en el que confluyen el placer y el sufrimiento. No se alteró el rostro
de la esclava, sólo se le entrecerraron los párpados y un gemido leve la
delató. Atenta, Baladine interrumpió la libación y tomó el otro pecho,
estimulando los labios en la otra mora negra, hasta que Yektá profiriese otro
gemido, y Baladine cambiase de nuevo de pezón… Cuando le ordenó a Yektá que se
incorporase, ésta se quedó inmóvil, impasible como una estatua africana de
expresión ausente y busto portentoso. Sólo entonces Baladine se levantó, se
cubrió por debajo de la cintura con un lienzo de seda azul marino, y ostentó la
joya que se alimenta de sol, el collar heliotrópico. De hecho, el sol ya estaba
bajo y se ponía sobre el mar, pero algunos de sus últimos rayos entraron por la
ventana abierta de par en par, tocaron las cuentas del collar y las hicieron
refulgir.
Sin
duda, Baladine causó el embrujamiento del Sultán y muchas veces me pide, cuando
ella se une a él, que me quede cerca de ambos y dibuje las posturas y los
recorridos del amor. En los encuentros amorosos con concubinas, el Sultán
siempre me concede el derecho de mirar y dibujar, a veces incluso el derecho de tocar: recoger los
cabellos femeninos desordenados, masajear piernas y muslos doloridos por
calambres, adormecer a una odalisca excitada sobremanera apoyando los pulgares
sobre los puntos de su cuerpo que se entorpecen, como, por ejemplo, los
hoyuelos excavados a los lados de la espalda. En cuanto a mis dibujos, captan
momentos culminantes de los cuerpos en el juego del deseo, mostrando el tiempo
del todo en un instante de la parte; otros, más secretos, revelan impulsos del
espíritu rumbo a juegos predilectos de la libido, dejando entrever el punto de
llegada a partir de las intenciones que asoman. Baladine, al contrario de la
sultana, no se inquieta en absoluto por esa presencia de la kehaya dibujante, que podría ser
entendida como intrusa.
Me
acuerdo de una de las veces en que presencié el amor entre el Sultán y la kadine. Ella se liberó de la ropa con un
solo, aunque eficaz, gesto, y cuando el vestido caracoleó e irrumpió la carne
estupenda, se le podían ver en el lomo y en la grupa señales recientes de
flagelación, estrías con colores de sol poniente que abultaban aún sobre el
cuerpo-estatua. Y como su alto estatus excluía cualquier castigo físico, esas
marcas probaban que las había padecido por su propia voluntad, premeditada y
severa. Al Sultán, inflamado por unos celos impetuosos que yo jamás había visto
en él, se le embargó la voz de furia y voluptuosidad; y habiendo amado a
Baladine, viéndola por fin incorporarse ágil y jubilosa, se desesperó porque,
en pleno Serrallo, otros placeres, además de los que él le daba, pudiesen
saciarla de lujuria y elevarla a la cumbre del éxtasis, marcándola por fin como
nunca él se había atrevido…
Por
cierto, las estrategias de la libido arrastran rupturas y desórdenes del poder.
Así, el Serrallo se divide en dos fracciones equivalentes: la de las mujeres
que siguen a la sultana y la de las que idolatran a la kadine. Las consecuencias son de lo más precarias para el
equilibrio del harén, aunque de lo más interesantes para los ciclos del sexo en
este espacio cerrado, puesto que la intimidad emotiva de esas concubinas
(actualmente el Serrallo alberga ya a sesenta), en el interior de cada uno de
los grupos, las lleva a tal sintonía, a tal fraternidad, que las hace tomar
partido con sus propias vísceras. Así es como –aunque cueste creerlo–
sincronizan sus menstruaciones, volviéndose impuras a la vez: por eso, cuando
Baladine sangra (de la sultana es difícil saber si aún es fértil), todas sus
seguidoras la acompañan en un vendaval de impureza, y el Sultán se condena a
invitar, para el desempeño de la libido, a la sultana o a alguna de las
concubinas de su grupo, más convencionales, en quien pueda adentrarse sin
mácula.
Tensiones
vivas y frecuentes provocaciones oponen a los dos grupos. Incluso no hace
mucho, después de la noticia de que llegarían nuevos eunucos, Refieh, del clan
de Baladine, y Senihá, del grupo contrario, desnudas en pleno hammam, se enzarzaron en una pelea.
Chapotearon en la piscina, se tiraron de los pelos, se retorcieron y arañaron
los senos, se mordieron e intercambiaron insultos y hasta palabras obscenas,
prohibidas en el Serrallo… Senihá, dentellada en un hombro, mordió a Refieh en
una nalga, las uñas afiladas de ambas dejaron profundas señales en las mejillas
de la rival. Senihá confesó más tarde que Refieh la había azuzado, diciendo que
Baladine no soportaba más de media luna sin frecuentar el lecho del sultán, y
Senihá le había respondido que la sultana no soportaba siquiera un cuarto de luna.
Por eso se pelearon con tanta saña. Cuando ocurren cosas así, las mujeres de
cada uno de los grupos se vuelven más petulantes y lacónicas frente a las
otras, y crece entre ellas una tensión de silencios, murmullos, demostraciones
y miradas de soslayo.
Fue
en uno de esos impases cuando una de las íntimas de Baladine me reveló cómo la
sultana, al sufrir en decúbito el hierro bien templado del Sultán, emite esos
sonidos articulados de más acá del habla y, en la culminación del deseo, grita
en trance y como presa de la furia: «¡Dios es grande!». Esta exclamación
piadosa, retenida y concentrada hasta el momento supremo, proferida como una
imprecación, sale de su garganta como si contuviese una sola sílaba, resumiendo
al final en sí misma las causas y los destinos últimos del mundo. Marca el paso
del desfiladero elevado entre la subida lenta del deseo de la sultana y el
fulgor de la conflagración.