El retorno
El invierno apenas comienza. Aire frío por momentos y
ráfagas intensas, la helada es un presagio. Sin problemas el vehículo se
desplaza con rapidez y deja tras de sí una estela blanca por el cambio entre
los vapores calientes y la temperatura gélida. El pueblo de Dun asoma en la
lejanía. Desde mi infancia este lugar ha sido escenario y espejo de mis
descubrimientos personales. En los primeros años fue la fraternidad que
establecí con mis tíos Auguste y Estelle, con el viejo Claude y su esposa, quienes
compartían la casona y sus servicios con mis parientes. En Dun aprendí de los
saberes íntimos, los que otorgan la semilla del placer y hacen que florezcan
las emociones. Luego de muchos veranos y de experiencias agridulces, supe de
los amores extraviados, como el que compartí con Rada, o de la amistad con
Poirot. Después me ausenté por una década durante la cual hice estudios de
historia del arte y trabajé en una galería de la capital. Esto, aunado a mi
labor universitaria (entre clases, revisiones de tesis profesionales y un
sinnúmero de actividades), me alejó de Dun y sus alrededores. Regresé al pueblo
por la muerte inesperada de mis tíos, momentos aciagos en los que todo pareció
sumergirse en las sombras. Con la generosidad de siempre, Auguste y Estelle me
han legado su casa y un montón de objetos que forman la trama de sus
biografías. Estoy de vuelta en este lugar para cumplir con mi periodo sabático
y gracias a que pude negociar un permiso con el señor Segonzac, quien me
suplirá unos meses, podré descansar de los avalúos, compras y ventas de óleos y
esculturas y de todo aquello que se refiera al comercio con obras de arte. En
estos meses espero que mis anotaciones sobre el castillo de Dun se conviertan
en algo más que en un entretenimiento ocioso.