Bollywood

Interior. Día.

 

 

No puedo creer que yo esté haciendo esto.

Yo, Ashok Banjara, salido del mejor colegio privado de la India independiente, secretario de la Shakespeare Society del Saint Francis' College, nada menos, por no mencionar que soy hijo del ministro de Estado para los Tejidos y la Pequeña Confección, aquí estoy, persiguiendo a una actriz envejecida alrededor de un árbol de cartón piedra, bajo una llovizna artificial, sincronizando los labios a las insulsas necedades de un ambicioso (y muy empalagoso) cantante de playback. Pero sí, soy yo, es mi boca la que se mueve con silenciosa pasión, son mis pies los que corren hacia el árbol en leal cumplimiento de la inverosímil coreografía del director de danza. Hago un movimiento, doy un paso y giro mientras Abha, vestida con sari, ídolo del ayer, lo bastante mayor para ser mi madre y a punto de que empiece a notársele, elude con agilidad mis ensayadas acometidas y huye a la carrera, lanzando su famoso busto por delante, hacia el efímero refugio de una rama demasiado frondosa para ser real. Yo la sigo, con la cabeza echada hacia atrás, los brazos extendidos, simulando que canto:

 

                           Siempre correré tras tus pasos

                           hasta los confines de la tierra,

                           quiero tenerte en mis brazos,

                           de Pahelgaon a Camberra.

                           ¡Amor mío!

 

Mis brazos la rodean pero, cuando las puntas de mis de-dos se rozan, ella retrocede bailando y se escapa de mis garras, alejándose con gráciles piruetas. La gasa empapada se le pega a los conos puntiagudos de la blusa, pero Abha levanta una punta del pallav del sari mojado y se cubre la cara sosteniendo el borde de la tela por encima de su perfecta nariz con estudiada coquetería. Sus grandes ojos me atrapan y al momento me liberan con un parpadeo. Pese a mis reticencias, he de reconocer que me maravilla. Ella lleva veinte años haciendo lo mismo; ésta es mi primera tentativa.

 

                  Siempre correré tras tus pasos,

                  hoy y hasta el día de mi renacimiento,

                  porque sólo olvido mis fracasos

                  cuando tu mirada alivia mi tormento.

                  ¡Amor mío!

 

                  Siempre correré tras tus pasos,

                  no flaqueará mi apasionamiento

                  ni al alba ni al ocaso,

                  si te tengo entre mis...

 

–¡Corten!

El grito me pilla en pleno movimiento, a mitad de un gesto, a media palabra. La cinta del playback se interrumpe con un chirrido. Me quedo paralizado, sintiéndome tan estúpido como, me imagino, debo de parecerles a los demás. Abha expresa ruidosamente su irritación y me da la espalda.

–¡No, no y no! –El director de danza se me acerca con sus andares de pato hecho una furia. Es gordo y muy moreno, pero por encima de todo es expresivo: le tiemblan las manos, le tiemblan los ojos resaltados con kohl, le tiemblan hasta las capas y pliegues de grasa de su torso desnudo–. ¡Cuántas veces tengo que repetírtelo! ¡Así! –Las manos, los pies y el tronco describen arabescos de movimiento–. ¡No así! –Realiza entonces una más que aceptable imitación de un parapléjico con tortícolis en pleno ataque.

Los técnicos se ríen. Yo sonrío nervioso y miro furtivamente a mi colega de reparto. Abha se mantiene aparte, con las manos en las caderas, conteniendo apenas su rabia. Aunque, no sé, quizá sean imaginaciones mías, pero... ¿no me está mirando también con un poco de ternura?

Abro mis desventuradas manos ante el director de danza, enseñándole las palmas, en un gesto de reconocimiento de culpa.

–Vale, Masterji, tienes razón. Lo siento.

–¿Que lo sientes? Vas a arruinar mi reputación. La gente preguntará: «¿Qué es esto?». Gopi Master ha olvidado qué es la danza. –La indignación le estremece los pectorales–. A ti puede darte igual. Eres un bachcha. Pero yo llevo quince años en este oficio. ¿Qué dirán de mí, eh?

Me encojo de hombros, avergonzado. Creía que estaba haciendo lo que me han pedido, pero no parece que ése sea un comentario muy oportuno. Gopi Master patea el suelo, un rizo aceitoso de cabello negro le cae sobre un ojo enrojecido de ira. Se aparta el pelo con un gesto brusco de la cabeza y se aleja a grandes zancadas.

–OK, OK. –Éste es Mohanlal, el director.

Mohanlal tiene pinta de oficinista. Lleva una camisa blanca de algodón deshilachada, pantalones negros, gafas gruesas y luce una perpetua expresión de agobio, que en este instante es más preocupada de lo habitual. Le estoy dando los últimos retoques a una «Escala Mohanlal de Ansiedad», que va desde el compungido semblante con el que encara cualquier segunda toma (uno en la Escala) hasta la angustia suprema que le surca la cara cuando el productor-sahib visita el rodaje y quiere saber por qué no está terminada todavía la película (diez en la Escala). Mi incompetencia en las artes de Terpsícore suele hacerle llegar al cinco, pero ahora está al borde del seis. Intento aparentar seriedad y buena disposición.

–OK –repite Mohanlal por tercera vez–. Volvamos a la toma. Abhaji, lo siento. Una más, sólo una, por favor, te lo prometo. ¿Verdad que sí, Ashokji? Ahora saldrá bien.

–De acuerdo –respondo sin la menor confianza.

–OK, despejad el plató. –Mohanlal da sus instrucciones en un tono muy suave, y uno de los subordinados del productor, situado detrás de las lámparas de arco, palmea para que se le escuche, como si fuera una estación repetidora.

El chico de la claqueta levanta la tablilla para señalar el inicio de la toma. Sonrío a Abha buscando su complicidad. Ella aparta la mirada.

–¡Luz! ¡Cámara! ¡Acción!

¡Ah, la magia de esas palabras! Supongo que fue eso lo que me atrajo de este trabajo. Mis años de actor de teatro aficionado, desde las producciones universitarias de La tía de Carlos y La importancia de llamarse Ernesto hasta las incursiones ya licenciado en Pinter y Beckett, me habían dejado el gusto indeleble por el maquillaje y las candilejas. Aunque, claro, con el pequeño detalle de que aquello no daba un céntimo, y ni siquiera reconocimiento, a menos que como tal se cuente una nota esporádica en el Hindustan Times, intercalada entre un recital de danza y un resumen de un discurso en el Rotary Club. Me pasaba meses ensayando obras extranjeras al salir de trabajar con otros ex universitarios tan sufridos como yo, y las representaba cuatro noches seguidas para un público compuesto por unos pocos centenares de delhitas anglófilos, y todo sin más recompensa que alguna fiesta con el reparto, en la que se bebían unas copas de más y unos ignorantes bienintencionados se pasaban la noche derramando elogios pretenciosos en mi ron. Tras media docena de esas producciones, decidí que ya estaba harto. Pero seguía deseando actuar, y cuando me di cuenta de que no podía continuar acudiendo a la oficina sin la perspectiva de los ensayos posteriores, supe qué tenía que hacer. Debía seguir el consejo de Tool Dwivedi, mi compañero de clase y el cinéfilo más fervoroso que conocía, tan fanático como esos que hacen cola con chappals sucias y kurtas harapientas para conseguir entradas en el mercado negro para los últimos estrenos. Tenía que dedicarme al cine.

–Es el único mundo real que existe, yaar –me dijo Tool entre largas caladas a su chillum antes de marcharse a Benarés a estudiar filosofía hindú.

Desde entonces no he tenido noticias suyas, pero su entusiasmo hizo mella en mí. Decidí seguir su consejo.

–Pero todo eso es muy artificial –se quejó Malini cuando le conté mis planes. Malini era otra musa de las artes, otra tespíade de después del trabajo, una ejecutiva de una agencia de publicidad, en la que estaba moderadamente interesado.

–¿«Artificial»? –le pregunté con incredulidad–. ¿Qué quieres decir con «artificial»? ¿Es que actuar no es siempre un artificio?

–Me refiero a todo ese correteo alrededor de árboles persiguiendo a heroínas, cantando canciones mientras bailan el vals por los parques. Qué te voy a contar que no sepas.

–Eso no es artificial, se llama entretenimiento de masas. –Levantó las cejas sin depilar y decidí pasar al ataque–. Yo te voy a decir lo que sí es artificial: lo que hacemos nosotros es artificial. Aquí, en Delhi, representando obras inglesas escritas para actores ingleses, en un idioma que la mayoría de nuestros compatriotas ni siquiera entiende. ¿Qué hay más artificial que eso?

–¿Me estás diciendo –reaccionó Malini, molesta por mi comentario– que nuestro trabajo en el teatro, sí, en el teatro, es artificial, y que lo que tú quieres hacer en... las películas de Bombay –pronunció las palabras con repugnancia– no lo es?

Se estaba enfadando, y eso era una mala señal: yo había albergado esperanzas de conseguir un beso de despedida, por no decir algo más. Pero me había metido demasiado a fondo en la discusión como para dar mi brazo a torcer.

–Sí –respondí con seguridad–, somos una minoría insignificante que actúa para una minoría insignificante en un idioma y en un medio que nos garantizan de antemano tanto la insignificancia como el que seamos minoritarios. Entiéndeme: ¿cuánta gente asiste al teatro en inglés en este país? Y de esa gente, ¿cuántos vienen a vernos a nosotros?

–¿Cantidades? ¿Es eso lo único que te importa? –Malini se estaba poniendo mordaz–. Aquí llegamos a un público mucho más importante, mucho más consciente. Estamos en primera línea, en la vanguardia de lo que está pasando en los teatros del mundo. Representamos obras que han arrasado en Broadway y en el West End.

–Sí, hace diez años –repliqué–. Mira, Malini, el teatro en inglés en la India no puede salir de un círculo cerrado y minúsculo, y tú lo sabes. Las mismas obras de siempre representadas para la misma pandilla de ignorantes. ¿A quién le importa? Las películas son de verdad.

–¿Las películas hindis «de verdad»? No me hagas reír.– Se levantó; siempre le gustaba acompañar las palabras con movimientos, para desesperación de nuestros directores–. Mira, Ashok, si quieres marcharte y quedar como un bobo en Bombay, allá tú; pero no me vengas con ese rollo para justificarte, ¿vale?

Podía haber dicho que sí, que valía, que ella tenía razón y, por las despedidas cariñosas, debería haberme retractado, aunque fuera a lo Galileo, murmurando «Pero se mueve» por lo bajini. Pero tenía que defender mi decisión, ¿no?

–No es ningún rollo –afirmé–. Las películas hindis son de verdad, mucho más reales en la India que todo lo que hacemos nosotros. Son una profesión, una industria, que es mucho más de lo que puede decirse de nosotros, por favor. Y si todo sale razonablemente bien –me apresuré a añadir porque Malini parecía a punto de estallar o, peor todavía, de irse–, el negocio del cine me dará dinero contante y sonante.

Un éxito, pensaba yo, un éxito y sacaría más dinero del que podría ganar durante varios años en la multinacional hindustanizada en la que, como era previsible, había entrado a trabajar acabada la universidad. Y sin deducciones de impuestos al cobrarlo. Los que pagaban los salarios en cinelandia eran famosos por sus pocas manías para saltarse la legislación tributaria, muchas menos que las de los avaros contables, ladrones de calderilla, que me pagaban por comercializar detergentes.

–¿Y si todo no sale «razonablemente bien»? –Malini estaba más enfadada de lo que hacía falta. De repente me di cuenta de que yo le importaba. No lo había notado hasta ese momento–. Estás renunciando a un buen empleo, a un futuro decente, a una vida más que digna y al teatro serio para llamar a las puertas de los fabricantes de escapismo de masas. ¿Y si no te abren?

–Me abrirán.

–Mándame una postal cuando lo hagan.

Se marchó dando un portazo. Teatral, eso es lo que era, en una palabra. No fui tras ella. Para mí no habría vuelta al teatro.

Y aquí estoy, en Bombay, capital filmi de la India, interpretando mi primer papel protagonista en los Estudios S.T., que han visto dar las primeras cabriolas hacia la inmortalidad cinematográfica a muchos héroes. Ruedo Musafir, de Choubey Productions, junto a la legendaria Abha Patel, que ha tenido ya muchos números en la lotería de la inmortalidad. Yo, Ashok Banjara, compartiendo celuloide con la estrella cuyo busto, vívidamente pintado por un artista social y proletario en un cartel de cine, causó una vez un famoso atasco de tráfico. Las palabras mágicas «¡Luz! ¡Cámara! ¡Acción!» resuenan en mis oídos, los focos resplandecen en mi cara y en la de Abha, aunque sólo sea en la de su personaje de ficción. Así que ¿por qué me siento tan desgraciado?

No debería. Al fin y al cabo, me he marcado un tanto a ojos de la temible Radha Sabnis, alias «la Tigresa», la misma que firma la columna «Los chismorreos de la Tigresa» en la revista Showbiz y, hasta la fecha, autora de la única referencia a mi persona en los medios impresos del filmi. No fue hace mucho, y cada línea está grabada a fuego en mi memoria.

 

«Queridos: la Tigresa lleva semanas preguntándose quién es ese tipo alto, ni muy moreno ni muy apuesto, que ha aparecido últimamente en todas las fiestas del filmi. Por su expresión hambrienta y sus ganas de caer bien, pensé que debía de tratarse de un nuevo camarero. Sin duda, no era un actor. Pues me equivoqué, queridos, Bollywood nunca deja de depararnos sorpresas. Es actor o, más bien, quiere serlo. Pero sólo con mirarlo, Dharmendra y Rajesh Khanna pueden seguir durmiendo a pierna suelta. Este tipo conmovedor con pinta de mecánico de taller llegará muy lejos. De ahí que los productores no estén lo que se dice pegándose por contratarlo. Y la Tigresa se pregunta: ¿por qué le siguen invitando a las divertidas veladas de cinelandia? Por una sencilla razón, queridos: es hijo de un ministro. Nuestro hombre misterioso resultó ser nada menos que Anil, hijo mayor de Kulbhushan Banjara, el ministro de Estado para los Tejidos y la Pequeña Confección. Nuestros astutos hombres del cine parecen haber adoptado la siguiente máxima: aunque no lo necesites, aliméntalo; después de todo, qué necesidad hay de ofender a un ministro. ¿Quién dice que la gente de nuestra industria no está en contacto con las realidades de la India moderna, eh? ¡Grrr....!»

 

«Anil», eso escribió. La bruja ni siquiera se enteró de mi nombre.

Pese a todo, aquí estoy. Pese a los grrruñidos de la Tigresa.

Y pese a las dentelladas, debería añadir, de la oposición, peor aún, de la incredulidad familiar. Mi padre se quedó boquiabierto, con la mandíbula petrificada, cuando se lo dije; ni siquiera en casa podía escapar de la melodramática teatralidad. Ashwin, mi hermano menor, que había crecido pegado a los faldones de mi camisa como una segunda sombra, debería de haberse alegrado de tener en casa a un héroe del cine al que adorar en lugar de un mero «hermano don Perfecto». Nada de eso: me miró con grandes ojos que transparentaban su decepción, como si yo hubiera estado tonteando con su novia (cosa que, a decir verdad, había estado haciendo, aunque él no lo sabía).

–¿Películas, Ashok-bhai? –preguntó con incredulidad–. ¿Tú... en Bombay?

Y negó con la cabeza despacio, como si quisiera creer que yo sabía lo que estaba haciendo, pero incapaz de convencerse a sí mismo. Mi madre, como siempre, fue la única que no me criticó. Pero todo lo que pudo articular fue su habitual bendición, «jeeté raho» («que sigas viviendo»), palabras que difícilmente podrían interpretarse como de aliento. Fue una pena que Tool Dwivedi no anduviera por allí para animarme y darme unas palmaditas, pero por entonces estaba contemplándose el ombligo y las uñas de los pies sucias en algún rincón de las orillas del Ganges, fuera del alcance de la red de ex alumnos franciscanos. En la gran aventura que iba a emprender me encontraba completamente solo.

Solo o acompañado, el caso es que ahora estoy en un plató de cine y no hay tiempo para los regodeos existenciales. La canción en playback vuelve a sonar, sincronizo mis labios a mi promesa melódica de búsqueda eterna, la lluvia cae desde los cubos agujereados, mis pies se mueven tal como les han enseñado, pero me aterroriza la posibilidad de que tropiecen. Me doy perfecta cuenta del ridículo que estoy haciendo y soy más consciente aún de mi incompetencia. Bochorno por partida doble, pues: por hacer el ridículo y, además, sin gracia. El miedo al fracaso me paraliza de tal manera que ni siquiera noto el picor en la nariz hasta que alcanzo a Abha en plena cabriola y doblo la espalda hasta lo imposible en una coreográfica adulación, con una mano en el trasero como un burócrata que espera un discreto soborno y la otra estirada hacia la barbilla de Abha, mientras mis labios siguen articulando la letra del playback. Sólo noto el picor cuando la miro fijamente a los ojos, con la nariz enrojecida por el deseo... y estornudo.

–¡Corten!

–¡La Virgen! –murmuro al tiempo que busco mi pañuelo. No soy cristiano, pero catorce años de educación católica me han enseñado un buen repertorio de blasfemias.

Se desata el infierno. Mientras vuelvo a estornudar distingo a Gopi Master, fuera de sí, lanzándose a un frenesí de paroxismos al que fácilmente podría poner música en su próxima película. Abha alza las manos al cielo y se marcha a toda prisa hacia su camerino. Se oye un portazo: parece que produzco ese efecto en las mujeres. Veo caras irritadas, caras que se ríen, caras exasperadas, caras negras, rojas y marrones, todas moviéndose y desencajadas por su apremiante necesidad de expresarse. Al tercer estornudo, las voces suben de tono, repasando cuántas tomas se han hecho, apuntando cuántas horas se han perdido, recordando el retraso que lleva la siguiente pausa para comer. Mohanlal se me acerca con el reproche escrito en cada arruga de su frente. Su angustia llega al ocho de la Escala y sigue subiendo.

–Lo siento, Mohanlalji –digo sorbiéndome los mocos–; no he podido evitarlo. Debe de ser por la lluvia. Estoy empapado. ¡Achís! –Toco mi culpable probóscide, y el pañuelo adquiere un color que asusta. ¡Es todavía peor de lo que pensaba! No, lo único que pasa es que me he quitado un poco de maquillaje.

Mohanlal tiene un semblante poco comprensivo.

–Abhaji también está empapada, igual que la mitad de los técnicos, y de sudor, que no de agua. ¿Cómo es posible que seas el único que se resfríe?

Esta demostración de inhumanidad por parte del director me deja desconcertado.

–No es culpa mía, ¿no? Si yo… ¡Achís!

Mohanlal se ahorra la molestia de culpar al frío ante la llegada de uno de los chamchas de Abha. Es uno de esos parásitos que siempre rodean a las actrices famosas, aunque éste sea de poca categoría, pues no viaja con ella, pero se presenta todos los días en el estudio para realizar algún que otro recado y, en general, para satisfacer la vanidad de la estrella. Mohanlal se vuelve hacia él y su ansiedad sube visiblemente del ocho al nueve. Cuando Abha manda a su compinche hay razones más que suficientes para temer lo peor.

–Memsahib no viene –anuncia el chamcha confirmando las aprensiones de Mohanlal–. Está muy cansada.

–¡¿Quééé?! –El director ya ha alcanzado el nueve–. ¿Cómo?

El fiel admirador se pasa al hindi.

–Abhaji dice que no va a seguir rodando hoy. Está muy cansada después de tantas tomas. –Lo de «tantas tomas» lo suelta mirándome con toda la intención.

–¡No puede hacerme esto a mí! –Mohanlal empieza, de manera casi literal, a arrancarse el pelo: sus largos dedos pasan, nerviosos, entre los escasos mechones que le quedan, como refugiados en desesperada huida, llevándose consigo lo que pillan–. ¡Si ya vamos con retraso!

–No es culpa suya –replica el chamcha, mordaz.

Mohanlal se vuelve hacia mí con el asesinato inscrito en sus ojos apagados.

–Esto es cosa tuya –me espeta en un balido furioso cambiando de nuevo al hindiglés para hacerme un favor–. Eres incapaz de bailar, incapaz de moverte y de interpretar como es debido ni una sola canción. No me extraña que Abhaji esté harta. –Alarga la mano para detener al chamcha, que se alejaba de esta sórdida escena doméstica–. ¿Dónde está? –Vuelve al hindi–. Iré a hablar con ella.

–No servirá de nada –replica el compinche con un malicioso gesto de la cabeza–. Podría tener justo el efecto contrario.

Mohanlal asiente, cansado. Los ataques de rabia de Abha son legendarios: es una diva eficiente, profesional y, cuando quiere, incluso agradable, pero una vez se ha puesto de mal humor, lanza llamaradas por la boca capaces de chamuscar todas las pelucas en sesenta pasos a la redonda.

–OK. –Mohanlal pronuncia sus dos letras favoritas con desgana, y suenan como el aire que se escapa de un neumático deshinchado–. Ahora haremos un descanso –les dice a los técnicos, que empezaban a apiñarse a nuestro alrededor, al estilo de la clásica escena de masas de las películas hindis. Lo dice con un gruñido: es un hombre al límite de sus fuerzas.

–Mira –sugiero amablemente en un hindi que pretende ser conciliador–, mientras descansan, ¿por qué no ensayo otra vez con Gopi Master?

–Porque te mataría, ni más ni menos –me responde Mohanlal con repentina pasión–. Lo que, bien pensado, tal vez no sería una mala idea. ¿Dónde está?

Mira a su alrededor y descubre al director de danza en un rincón, con la cara entre las manos, sumido en un lloroso cabreo de padre y muy señor mío.

–Sólo intentaba ayudar, nada más –me desdigo–. Tienes razón, no creo que debamos molestarle. Me vendrá bien un descanso.

–¿Cómo que «un descanso»? –estalla Mohanlal casi a gritos–. Si yo fuera el productor, te daría descanso eterno.

Debe de estar preocupado, porque nunca me había hablado en ese tono. Tendré que rehacer la Escala. Según lo que he visto hasta la fecha, esto es casi un once.

De golpe la angustia excesiva se ha metamorfoseado en agresividad.

–No, no vas a descansar, señor Héroe –añade Mohanlal clavándome el dedo índice en el pecho para puntuar su vuelta al inglés–. Voy a decirte lo que vas a hacer. Vas a traer a Abhaji de vuelta. Si se ha ido es por tu culpa, ¿verdad? Y si esta película no se está rodando en estos mismísimos momentos es por culpa tuya. Así que tú la vas a poner en marcha de nuevo. ¿No querías ser un héroe del filmi? –pregunta mientras me agarra con fuerza del brazo y me empuja hacia el camerino de Abha–. Te voy a dar la oportunidad de tu vida. Entra en la guarida de la tigresa y sácala de ahí. Y me importa un bledo si al salir viene contigo desangrándote entre sus fauces. Tú tráela.

Aunque podría haberlo expresado menos vivamente, obedezco y me arrastro hacia la puerta. Mi tímida llamada no recibe respuesta. Insisto.

–¿Qué pasa?

–Abhaji, soy yo, Ashok.

–¿Qué quieres? Me estoy cambiando.

–Hablar contigo, nada más. Espero a que te hayas cambiado.

–No tenemos nada que hablar. Me voy a casa.

–Ya lo sé, Abhaji. Pero tengo que hablar contigo. Necesito tu consejo.

–¿Consejo? –Se echa a reír, pero el tono parece haberse suavizado–. Se me ocurren otras palabras para lo que tú necesitas.

–Por favor.

Sigue una pausa silenciosa tras la puerta cerrada. Entonces la famosa voz de niña, que la edad todavía no ha enronquecido, responde:

–Muy bien, dame un minuto para que me seque.

–Tómate el tiempo que quieras –acepto, y miro a Mohanlal para asegurarme de que ha visto mis progresos.

Se da cuenta de que le observo, resopla y aparta la mirada. A su alrededor reina la afable anarquía de un plató durante una pausa del rodaje: una confusión de cables, una dispersión de luces, una profusión de maquinistas moviendo reflectores, taburetes y grupos electrógenos. Por no mencionar una continuada infusión de tazas de té, que lubrican tanto la actividad como la inactividad. En un rincón, ajeno al alboroto, Gopi Master está sentado con las palmas de las manos en las sienes y los ojos enrojecidos por el llanto.  Me vuelvo hacia la puerta del camerino de Abha y llamo otra vez. [...]

–Memsahib dice que ahora puede entrar –susurra Celestine, no sé muy bien si en tono respetuoso o con segundas.

Entro y cierra la puerta a mis espaldas. [...]

Pero no es momento para reflexiones ociosas sobre el sentido común de nuestros censores, así que aparto la mirada de los turgentes pechos de Abha para enfrentarme a su inminente despecho. Se ha puesto el pendiente y me observa con una expresión que es como una pregunta.

–Eres muy bella –digo casi sin quererlo.

Ahora parece menos irritada que divertida.

–No has venido aquí a piropearme –responde, pero está claro que le ha gustado.

–No, lo digo en serio –insisto, y mi mirada se fija en el frasco de tinte para el pelo que ha dejado sin darse cuenta sobre la mesa–. Nadie diría que tienes treinta y cinco años.

–Treinta y seis –me corrige. Ni aunque hubiera empezado al terminar la escuela primaria podría tener menos de cuarenta y dos años.

–No me lo creo –replico esforzándome para que mi tono no suene ambiguo–. Me parece que fue ayer cuando te vi en Patthar aur Phool.

–¿Para qué has venido? –pregunta con una media sonrisa, esperando. [...]