Interior. Día.
No puedo creer que yo esté haciendo
esto.
Yo, Ashok Banjara, salido del mejor
colegio privado de la India independiente, secretario de la Shakespeare Society
del Saint Francis' College, nada menos, por no mencionar que soy hijo del
ministro de Estado para los Tejidos y la Pequeña Confección, aquí estoy,
persiguiendo a una actriz envejecida alrededor de un árbol de cartón piedra,
bajo una llovizna artificial, sincronizando los labios a las insulsas necedades
de un ambicioso (y muy empalagoso) cantante de playback. Pero sí, soy yo, es mi
boca la que se mueve con silenciosa pasión, son mis pies los que corren hacia
el árbol en leal cumplimiento de la inverosímil coreografía del director de
danza. Hago un movimiento, doy un paso y giro mientras Abha, vestida con sari,
ídolo del ayer, lo bastante mayor para ser mi madre y a punto de que empiece a
notársele, elude con agilidad mis ensayadas acometidas y huye a la carrera,
lanzando su famoso busto por delante, hacia el efímero refugio de una rama demasiado
frondosa para ser real. Yo la sigo, con la cabeza echada hacia atrás, los
brazos extendidos, simulando que canto:
Siempre correré tras tus pasos
hasta los confines de la tierra,
quiero tenerte en mis brazos,
de Pahelgaon a Camberra.
¡Amor mío!
Mis brazos la rodean pero, cuando
las puntas de mis de-dos se rozan, ella retrocede bailando y se escapa de mis
garras, alejándose con gráciles piruetas. La gasa empapada se le pega a los
conos puntiagudos de la blusa, pero Abha levanta una punta del pallav del sari
mojado y se cubre la cara sosteniendo el borde de la tela por encima de su
perfecta nariz con estudiada coquetería. Sus grandes ojos me atrapan y al
momento me liberan con un parpadeo. Pese a mis reticencias, he de reconocer que
me maravilla. Ella lleva veinte años haciendo lo mismo; ésta es mi primera
tentativa.
Siempre correré tras tus pasos,
hoy y hasta el día de mi renacimiento,
porque sólo olvido mis fracasos
cuando tu mirada alivia mi tormento.
¡Amor mío!
Siempre correré tras tus pasos,
no flaqueará mi apasionamiento
ni al alba ni al ocaso,
si te tengo entre mis...
–¡Corten!
El grito me pilla en pleno
movimiento, a mitad de un gesto, a media palabra. La cinta del playback se
interrumpe con un chirrido. Me quedo paralizado, sintiéndome tan estúpido como,
me imagino, debo de parecerles a los demás. Abha expresa ruidosamente su
irritación y me da la espalda.
–¡No, no y no! –El director de danza
se me acerca con sus andares de pato hecho una furia. Es gordo y muy moreno,
pero por encima de todo es expresivo: le tiemblan las manos, le tiemblan los
ojos resaltados con kohl, le tiemblan hasta las capas y pliegues de grasa de su
torso desnudo–. ¡Cuántas veces tengo que repetírtelo! ¡Así! –Las manos, los
pies y el tronco describen arabescos de movimiento–. ¡No así! –Realiza entonces
una más que aceptable imitación de un parapléjico con tortícolis en pleno
ataque.
Los técnicos se ríen. Yo sonrío
nervioso y miro furtivamente a mi colega de reparto. Abha se mantiene aparte,
con las manos en las caderas, conteniendo apenas su rabia. Aunque, no sé, quizá
sean imaginaciones mías, pero... ¿no me está mirando también con un poco de
ternura?
Abro mis desventuradas manos ante el
director de danza, enseñándole las palmas, en un gesto de reconocimiento de
culpa.
–Vale, Masterji, tienes razón. Lo
siento.
–¿Que lo sientes? Vas a arruinar mi
reputación. La gente preguntará: «¿Qué es esto?». Gopi Master ha olvidado qué
es la danza. –La indignación le estremece los pectorales–. A ti puede darte
igual. Eres un bachcha. Pero yo llevo quince años en este oficio. ¿Qué dirán de
mí, eh?
Me encojo de hombros, avergonzado.
Creía que estaba haciendo lo que me han pedido, pero no parece que ése sea un
comentario muy oportuno. Gopi Master patea el suelo, un rizo aceitoso de
cabello negro le cae sobre un ojo enrojecido de ira. Se aparta el pelo con un
gesto brusco de la cabeza y se aleja a grandes zancadas.
–OK, OK. –Éste es Mohanlal, el director.
Mohanlal tiene pinta de oficinista.
Lleva una camisa blanca de algodón deshilachada, pantalones negros, gafas
gruesas y luce una perpetua expresión de agobio, que en este instante es más
preocupada de lo habitual. Le estoy dando los últimos retoques a una «Escala
Mohanlal de Ansiedad», que va desde el compungido semblante con el que encara
cualquier segunda toma (uno en la Escala) hasta la angustia suprema que le
surca la cara cuando el productor-sahib visita el rodaje y quiere saber por qué
no está terminada todavía la película (diez en la Escala). Mi incompetencia en
las artes de Terpsícore suele hacerle llegar al cinco, pero ahora está al borde
del seis. Intento aparentar seriedad y buena disposición.
–OK –repite Mohanlal por tercera
vez–. Volvamos a la toma. Abhaji, lo siento. Una más, sólo una, por favor, te
lo prometo. ¿Verdad que sí, Ashokji? Ahora saldrá bien.
–De acuerdo –respondo sin la menor
confianza.
–OK, despejad el plató. –Mohanlal da
sus instrucciones en un tono muy suave, y uno de los subordinados del
productor, situado detrás de las lámparas de arco, palmea para que se le
escuche, como si fuera una estación repetidora.
El chico de la claqueta levanta la
tablilla para señalar el inicio de la toma. Sonrío a Abha buscando su
complicidad. Ella aparta la mirada.
–¡Luz! ¡Cámara! ¡Acción!
¡Ah, la magia de esas palabras!
Supongo que fue eso lo que me atrajo de este trabajo. Mis años de actor de
teatro aficionado, desde las producciones universitarias de La tía de Carlos y
La importancia de llamarse Ernesto hasta las incursiones ya licenciado en
Pinter y Beckett, me habían dejado el gusto indeleble por el maquillaje y las
candilejas. Aunque, claro, con el pequeño detalle de que aquello no daba un
céntimo, y ni siquiera reconocimiento, a menos que como tal se cuente una nota
esporádica en el Hindustan Times, intercalada entre un recital de danza y un
resumen de un discurso en el Rotary Club. Me pasaba meses ensayando obras
extranjeras al salir de trabajar con otros ex universitarios tan sufridos como
yo, y las representaba cuatro noches seguidas para un público compuesto por
unos pocos centenares de delhitas anglófilos, y todo sin más recompensa que
alguna fiesta con el reparto, en la que se bebían unas copas de más y unos
ignorantes bienintencionados se pasaban la noche derramando elogios
pretenciosos en mi ron. Tras media docena de esas producciones, decidí que ya
estaba harto. Pero seguía deseando actuar, y cuando me di cuenta de que no
podía continuar acudiendo a la oficina sin la perspectiva de los ensayos
posteriores, supe qué tenía que hacer. Debía seguir el consejo de Tool Dwivedi,
mi compañero de clase y el cinéfilo más fervoroso que conocía, tan fanático
como esos que hacen cola con chappals sucias y kurtas harapientas para
conseguir entradas en el mercado negro para los últimos estrenos. Tenía que
dedicarme al cine.
–Es el único mundo real que existe,
yaar –me dijo Tool entre largas caladas a su chillum antes de marcharse a
Benarés a estudiar filosofía hindú.
Desde entonces no he tenido noticias
suyas, pero su entusiasmo hizo mella en mí. Decidí seguir su consejo.
–Pero todo eso es muy artificial –se
quejó Malini cuando le conté mis planes. Malini era otra musa de las artes,
otra tespíade de después del trabajo, una ejecutiva de una agencia de
publicidad, en la que estaba moderadamente interesado.
–¿«Artificial»? –le pregunté con
incredulidad–. ¿Qué quieres decir con «artificial»? ¿Es que actuar no es
siempre un artificio?
–Me refiero a todo ese correteo
alrededor de árboles persiguiendo a heroínas, cantando canciones mientras
bailan el vals por los parques. Qué te voy a contar que no sepas.
–Eso no es artificial, se llama
entretenimiento de masas. –Levantó las cejas sin depilar y decidí pasar al
ataque–. Yo te voy a decir lo que sí es artificial: lo que hacemos nosotros es
artificial. Aquí, en Delhi, representando obras inglesas escritas para actores
ingleses, en un idioma que la mayoría de nuestros compatriotas ni siquiera
entiende. ¿Qué hay más artificial que eso?
–¿Me estás diciendo –reaccionó
Malini, molesta por mi comentario– que nuestro trabajo en el teatro, sí, en el
teatro, es artificial, y que lo que tú quieres hacer en... las películas de
Bombay –pronunció las palabras con repugnancia– no lo es?
Se estaba enfadando, y eso era una
mala señal: yo había albergado esperanzas de conseguir un beso de despedida,
por no decir algo más. Pero me había metido demasiado a fondo en la discusión
como para dar mi brazo a torcer.
–Sí –respondí con seguridad–, somos
una minoría insignificante que actúa para una minoría insignificante en un
idioma y en un medio que nos garantizan de antemano tanto la insignificancia
como el que seamos minoritarios. Entiéndeme: ¿cuánta gente asiste al teatro en
inglés en este país? Y de esa gente, ¿cuántos vienen a vernos a nosotros?
–¿Cantidades? ¿Es eso lo único que
te importa? –Malini se estaba poniendo mordaz–. Aquí llegamos a un público
mucho más importante, mucho más consciente. Estamos en primera línea, en la
vanguardia de lo que está pasando en los teatros del mundo. Representamos obras
que han arrasado en Broadway y en el West End.
–Sí, hace diez años –repliqué–.
Mira, Malini, el teatro en inglés en la India no puede salir de un círculo
cerrado y minúsculo, y tú lo sabes. Las mismas obras de siempre representadas
para la misma pandilla de ignorantes. ¿A quién le importa? Las películas son de
verdad.
–¿Las películas hindis «de verdad»?
No me hagas reír.– Se levantó; siempre le gustaba acompañar las palabras con
movimientos, para desesperación de nuestros directores–. Mira, Ashok, si
quieres marcharte y quedar como un bobo en Bombay, allá tú; pero no me vengas
con ese rollo para justificarte, ¿vale?
Podía haber dicho que sí, que valía,
que ella tenía razón y, por las despedidas cariñosas, debería haberme
retractado, aunque fuera a lo Galileo, murmurando «Pero se mueve» por lo
bajini. Pero tenía que defender mi decisión, ¿no?
–No es ningún rollo –afirmé–. Las
películas hindis son de verdad, mucho más reales en la India que todo lo que
hacemos nosotros. Son una profesión, una industria, que es mucho más de lo que
puede decirse de nosotros, por favor. Y si todo sale razonablemente bien –me
apresuré a añadir porque Malini parecía a punto de estallar o, peor todavía, de
irse–, el negocio del cine me dará dinero contante y sonante.
Un éxito, pensaba yo, un éxito y
sacaría más dinero del que podría ganar durante varios años en la multinacional
hindustanizada en la que, como era previsible, había entrado a trabajar acabada
la universidad. Y sin deducciones de impuestos al cobrarlo. Los que pagaban los
salarios en cinelandia eran famosos por sus pocas manías para saltarse la
legislación tributaria, muchas menos que las de los avaros contables, ladrones
de calderilla, que me pagaban por comercializar detergentes.
–¿Y si todo no sale «razonablemente
bien»? –Malini estaba más enfadada de lo que hacía falta. De repente me di
cuenta de que yo le importaba. No lo había notado hasta ese momento–. Estás
renunciando a un buen empleo, a un futuro decente, a una vida más que digna y
al teatro serio para llamar a las puertas de los fabricantes de escapismo de
masas. ¿Y si no te abren?
–Me abrirán.
–Mándame una postal cuando lo hagan.
Se marchó dando un portazo. Teatral,
eso es lo que era, en una palabra. No fui tras ella. Para mí no habría vuelta
al teatro.
Y aquí estoy, en Bombay, capital
filmi de la India, interpretando mi primer papel protagonista en los Estudios
S.T., que han visto dar las primeras cabriolas hacia la inmortalidad
cinematográfica a muchos héroes. Ruedo Musafir, de Choubey Productions, junto a
la legendaria Abha Patel, que ha tenido ya muchos números en la lotería de la
inmortalidad. Yo, Ashok Banjara, compartiendo celuloide con la estrella cuyo
busto, vívidamente pintado por un artista social y proletario en un cartel de cine,
causó una vez un famoso atasco de tráfico. Las palabras mágicas «¡Luz! ¡Cámara!
¡Acción!» resuenan en mis oídos, los focos resplandecen en mi cara y en la de
Abha, aunque sólo sea en la de su personaje de ficción. Así que ¿por qué me
siento tan desgraciado?
No debería. Al fin y al cabo, me he
marcado un tanto a ojos de la temible Radha Sabnis, alias «la Tigresa», la
misma que firma la columna «Los chismorreos de la Tigresa» en la revista
Showbiz y, hasta la fecha, autora de la única referencia a mi persona en los
medios impresos del filmi. No fue hace mucho, y cada línea está grabada a fuego
en mi memoria.
«Queridos: la Tigresa lleva semanas
preguntándose quién es ese tipo alto, ni muy moreno ni muy apuesto, que ha
aparecido últimamente en todas las fiestas del filmi. Por su expresión
hambrienta y sus ganas de caer bien, pensé que debía de tratarse de un nuevo
camarero. Sin duda, no era un actor. Pues me equivoqué, queridos, Bollywood
nunca deja de depararnos sorpresas. Es actor o, más bien, quiere serlo. Pero
sólo con mirarlo, Dharmendra y Rajesh Khanna pueden seguir durmiendo a pierna
suelta. Este tipo conmovedor con pinta de mecánico de taller llegará muy lejos.
De ahí que los productores no estén lo que se dice pegándose por contratarlo. Y
la Tigresa se pregunta: ¿por qué le siguen invitando a las divertidas veladas
de cinelandia? Por una sencilla razón, queridos: es hijo de un ministro.
Nuestro hombre misterioso resultó ser nada menos que Anil, hijo mayor de
Kulbhushan Banjara, el ministro de Estado para los Tejidos y la Pequeña
Confección. Nuestros astutos hombres del cine parecen haber adoptado la
siguiente máxima: aunque no lo necesites, aliméntalo; después de todo, qué
necesidad hay de ofender a un ministro. ¿Quién dice que la gente de nuestra industria
no está en contacto con las realidades de la India moderna, eh? ¡Grrr....!»
«Anil», eso escribió. La bruja ni
siquiera se enteró de mi nombre.
Pese a todo, aquí estoy. Pese a los
grrruñidos de la Tigresa.
Y pese a las dentelladas, debería
añadir, de la oposición, peor aún, de la incredulidad familiar. Mi padre se
quedó boquiabierto, con la mandíbula petrificada, cuando se lo dije; ni
siquiera en casa podía escapar de la melodramática teatralidad. Ashwin, mi
hermano menor, que había crecido pegado a los faldones de mi camisa como una
segunda sombra, debería de haberse alegrado de tener en casa a un héroe del
cine al que adorar en lugar de un mero «hermano don Perfecto». Nada de eso: me
miró con grandes ojos que transparentaban su decepción, como si yo hubiera
estado tonteando con su novia (cosa que, a decir verdad, había estado haciendo,
aunque él no lo sabía).
–¿Películas, Ashok-bhai? –preguntó
con incredulidad–. ¿Tú... en Bombay?
Y negó con la cabeza despacio, como
si quisiera creer que yo sabía lo que estaba haciendo, pero incapaz de
convencerse a sí mismo. Mi madre, como siempre, fue la única que no me criticó.
Pero todo lo que pudo articular fue su habitual bendición, «jeeté raho» («que
sigas viviendo»), palabras que difícilmente podrían interpretarse como de
aliento. Fue una pena que Tool Dwivedi no anduviera por allí para animarme y
darme unas palmaditas, pero por entonces estaba contemplándose el ombligo y las
uñas de los pies sucias en algún rincón de las orillas del Ganges, fuera del
alcance de la red de ex alumnos franciscanos. En la gran aventura que iba a
emprender me encontraba completamente solo.
Solo o acompañado, el caso es que
ahora estoy en un plató de cine y no hay tiempo para los regodeos
existenciales. La canción en playback vuelve a sonar, sincronizo mis labios a
mi promesa melódica de búsqueda eterna, la lluvia cae desde los cubos
agujereados, mis pies se mueven tal como les han enseñado, pero me aterroriza
la posibilidad de que tropiecen. Me doy perfecta cuenta del ridículo que estoy
haciendo y soy más consciente aún de mi incompetencia. Bochorno por partida
doble, pues: por hacer el ridículo y, además, sin gracia. El miedo al fracaso
me paraliza de tal manera que ni siquiera noto el picor en la nariz hasta que
alcanzo a Abha en plena cabriola y doblo la espalda hasta lo imposible en una
coreográfica adulación, con una mano en el trasero como un burócrata que espera
un discreto soborno y la otra estirada hacia la barbilla de Abha, mientras mis
labios siguen articulando la letra del playback. Sólo noto el picor cuando la
miro fijamente a los ojos, con la nariz enrojecida por el deseo... y estornudo.
–¡Corten!
–¡La Virgen! –murmuro al tiempo que
busco mi pañuelo. No soy cristiano, pero catorce años de educación católica me
han enseñado un buen repertorio de blasfemias.
Se desata el infierno. Mientras
vuelvo a estornudar distingo a Gopi Master, fuera de sí, lanzándose a un
frenesí de paroxismos al que fácilmente podría poner música en su próxima
película. Abha alza las manos al cielo y se marcha a toda prisa hacia su
camerino. Se oye un portazo: parece que produzco ese efecto en las mujeres. Veo
caras irritadas, caras que se ríen, caras exasperadas, caras negras, rojas y
marrones, todas moviéndose y desencajadas por su apremiante necesidad de
expresarse. Al tercer estornudo, las voces suben de tono, repasando cuántas
tomas se han hecho, apuntando cuántas horas se han perdido, recordando el
retraso que lleva la siguiente pausa para comer. Mohanlal se me acerca con el
reproche escrito en cada arruga de su frente. Su angustia llega al ocho de la
Escala y sigue subiendo.
–Lo siento, Mohanlalji –digo
sorbiéndome los mocos–; no he podido evitarlo. Debe de ser por la lluvia. Estoy
empapado. ¡Achís! –Toco mi culpable probóscide, y el pañuelo adquiere un color
que asusta. ¡Es todavía peor de lo que pensaba! No, lo único que pasa es que me
he quitado un poco de maquillaje.
Mohanlal tiene un semblante poco
comprensivo.
–Abhaji también está empapada, igual
que la mitad de los técnicos, y de sudor, que no de agua. ¿Cómo es posible que
seas el único que se resfríe?
Esta demostración de inhumanidad por
parte del director me deja desconcertado.
–No es culpa mía, ¿no? Si yo…
¡Achís!
Mohanlal se ahorra la molestia de
culpar al frío ante la llegada de uno de los chamchas de Abha. Es uno de esos
parásitos que siempre rodean a las actrices famosas, aunque éste sea de poca
categoría, pues no viaja con ella, pero se presenta todos los días en el
estudio para realizar algún que otro recado y, en general, para satisfacer la
vanidad de la estrella. Mohanlal se vuelve hacia él y su ansiedad sube
visiblemente del ocho al nueve. Cuando Abha manda a su compinche hay razones
más que suficientes para temer lo peor.
–Memsahib no viene –anuncia el
chamcha confirmando las aprensiones de Mohanlal–. Está muy cansada.
–¡¿Quééé?! –El director ya ha
alcanzado el nueve–. ¿Cómo?
El fiel admirador se pasa al hindi.
–Abhaji dice que no va a seguir
rodando hoy. Está muy cansada después de tantas tomas. –Lo de «tantas tomas» lo
suelta mirándome con toda la intención.
–¡No puede hacerme esto a mí!
–Mohanlal empieza, de manera casi literal, a arrancarse el pelo: sus largos
dedos pasan, nerviosos, entre los escasos mechones que le quedan, como
refugiados en desesperada huida, llevándose consigo lo que pillan–. ¡Si ya
vamos con retraso!
–No es culpa suya –replica el
chamcha, mordaz.
Mohanlal se vuelve hacia mí con el
asesinato inscrito en sus ojos apagados.
–Esto es cosa tuya –me espeta en un
balido furioso cambiando de nuevo al hindiglés para hacerme un favor–. Eres
incapaz de bailar, incapaz de moverte y de interpretar como es debido ni una
sola canción. No me extraña que Abhaji esté harta. –Alarga la mano para detener
al chamcha, que se alejaba de esta sórdida escena doméstica–. ¿Dónde está? –Vuelve
al hindi–. Iré a hablar con ella.
–No servirá de nada –replica el
compinche con un malicioso gesto de la cabeza–. Podría tener justo el efecto
contrario.
Mohanlal asiente, cansado. Los
ataques de rabia de Abha son legendarios: es una diva eficiente, profesional y,
cuando quiere, incluso agradable, pero una vez se ha puesto de mal humor, lanza
llamaradas por la boca capaces de chamuscar todas las pelucas en sesenta pasos
a la redonda.
–OK. –Mohanlal pronuncia sus dos
letras favoritas con desgana, y suenan como el aire que se escapa de un
neumático deshinchado–. Ahora haremos un descanso –les dice a los técnicos, que
empezaban a apiñarse a nuestro alrededor, al estilo de la clásica escena de
masas de las películas hindis. Lo dice con un gruñido: es un hombre al límite
de sus fuerzas.
–Mira –sugiero amablemente en un
hindi que pretende ser conciliador–, mientras descansan, ¿por qué no ensayo
otra vez con Gopi Master?
–Porque te mataría, ni más ni menos
–me responde Mohanlal con repentina pasión–. Lo que, bien pensado, tal vez no
sería una mala idea. ¿Dónde está?
Mira a su alrededor y descubre al
director de danza en un rincón, con la cara entre las manos, sumido en un
lloroso cabreo de padre y muy señor mío.
–Sólo intentaba ayudar, nada más –me
desdigo–. Tienes razón, no creo que debamos molestarle. Me vendrá bien un
descanso.
–¿Cómo que «un descanso»? –estalla
Mohanlal casi a gritos–. Si yo fuera el productor, te daría descanso eterno.
Debe de estar preocupado, porque
nunca me había hablado en ese tono. Tendré que rehacer la Escala. Según lo que
he visto hasta la fecha, esto es casi un once.
De golpe la angustia excesiva se ha
metamorfoseado en agresividad.
–No, no vas a descansar, señor Héroe
–añade Mohanlal clavándome el dedo índice en el pecho para puntuar su vuelta al
inglés–. Voy a decirte lo que vas a hacer. Vas a traer a Abhaji de vuelta. Si
se ha ido es por tu culpa, ¿verdad? Y si esta película no se está rodando en
estos mismísimos momentos es por culpa tuya. Así que tú la vas a poner en
marcha de nuevo. ¿No querías ser un héroe del filmi? –pregunta mientras me
agarra con fuerza del brazo y me empuja hacia el camerino de Abha–. Te voy a
dar la oportunidad de tu vida. Entra en la guarida de la tigresa y sácala de
ahí. Y me importa un bledo si al salir viene contigo desangrándote entre sus
fauces. Tú tráela.
Aunque podría haberlo expresado
menos vivamente, obedezco y me arrastro hacia la puerta. Mi tímida llamada no
recibe respuesta. Insisto.
–¿Qué pasa?
–Abhaji, soy yo, Ashok.
–¿Qué quieres? Me estoy cambiando.
–Hablar contigo, nada más. Espero a
que te hayas cambiado.
–No tenemos nada que hablar. Me voy
a casa.
–Ya lo sé, Abhaji. Pero tengo que
hablar contigo. Necesito tu consejo.
–¿Consejo? –Se echa a reír, pero el
tono parece haberse suavizado–. Se me ocurren otras palabras para lo que tú
necesitas.
–Por favor.
Sigue una pausa silenciosa tras la
puerta cerrada. Entonces la famosa voz de niña, que la edad todavía no ha
enronquecido, responde:
–Muy bien, dame un minuto para que
me seque.
–Tómate el tiempo que quieras
–acepto, y miro a Mohanlal para asegurarme de que ha visto mis progresos.
Se da cuenta de que le observo,
resopla y aparta la mirada. A su alrededor reina la afable anarquía de un plató
durante una pausa del rodaje: una confusión de cables, una dispersión de luces,
una profusión de maquinistas moviendo reflectores, taburetes y grupos
electrógenos. Por no mencionar una continuada infusión de tazas de té, que
lubrican tanto la actividad como la inactividad. En un rincón, ajeno al
alboroto, Gopi Master está sentado con las palmas de las manos en las sienes y
los ojos enrojecidos por el llanto. Me
vuelvo hacia la puerta del camerino de Abha y llamo otra vez. [...]
–Memsahib dice que ahora puede
entrar –susurra Celestine, no sé muy bien si en tono respetuoso o con segundas.
Entro y cierra la puerta a mis
espaldas. [...]
Pero no es momento para reflexiones
ociosas sobre el sentido común de nuestros censores, así que aparto la mirada
de los turgentes pechos de Abha para enfrentarme a su inminente despecho. Se ha
puesto el pendiente y me observa con una expresión que es como una pregunta.
–Eres muy bella –digo casi sin
quererlo.
Ahora parece menos irritada que
divertida.
–No has venido aquí a piropearme
–responde, pero está claro que le ha gustado.
–No, lo digo en serio –insisto, y mi
mirada se fija en el frasco de tinte para el pelo que ha dejado sin darse
cuenta sobre la mesa–. Nadie diría que tienes treinta y cinco años.
–Treinta y seis –me corrige. Ni
aunque hubiera empezado al terminar la escuela primaria podría tener menos de
cuarenta y dos años.
–No me lo creo –replico esforzándome
para que mi tono no suene ambiguo–. Me parece que fue ayer cuando te vi en
Patthar aur Phool.
–¿Para qué has venido? –pregunta con una media sonrisa, esperando. [...]