La certeza

LUZ QUE NUNCA SE EXTINGUE

 

    TE equivocas, sin duda. Alguna vez alcanzan

tus manos el milagro;

en medio de los días que idénticos transcurren,

tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale

más que el oro más puro:

con plenitud respira tu pecho el raro don

de la felicidad. Y bien quisieras

que nunca se apagara la intensidad que vives.

Después, cuando parece que todo se ha cumplido,

te entregas, cabizbajo, a la añoranza

del breve resplandor maravilloso

que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo.

 

    Tu error está en creer que la luz se termina.

Al cabo de los años he llegado a saber

que en la naturaleza del milagro

se funden lo fugaz y lo perenne.

Tras su apariencia efímera,

el relámpago sigue viviendo en quien lo vio.

Porque su luz transforma y ya no eres

el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos,

de que en el fondo oscuro de tu ser fulgurase.

 

    No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya.

Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre.

Mira dentro de ti,

con esperanza, sin melancolía.

No conoce la muerte la luz del corazón.

Contigo vivirá mientras tú seas:

no en el recuerdo, sino en tu presente,

en el día continuo del sueño de tu vida.

 

 

 

ACERCA DEL JILGUERO

 

    PARA empezar el día, anoto aquí

que de todos los pájaros que yo he visto y oído

el más mío de todos es sin duda el jilguero.

Es mucho más que un pájaro para mí, y al nombrarlo

mi infancia entera vuelve y de nuevo retorno

a aquella casa blanca que fue mía,

y a los campos aquellos, y al verano.

Y me veo a mí mismo en la mañana de oro

—igual que en el comienzo prometedor de un mito—

por vez primera oyendo un canto que venía

de dónde, de qué ser maravilloso y puro.

Escucha, escucha, niño, y acércate despacio

al lugar del que brota sin cesar

esa música hermosa. No hagas ningún ruido.

Y poco a poco llegas con tus pequeños pasos

hasta el pie de un almendro. Pero miras

hacia arriba y no ves más que hojas verdes

y cielo azul. Insiste. No te muevas, y observa

con atención. Insiste. Sí, ya veo, parece

que algo se está moviendo en esa rama.

Por fin, por fin lo ves: es un jilguero.

Lo ves por vez primera. Y lo ves para siempre.

Quién podría olvidarlo. Lo viste, sí. Y yo ahora

lo sigo viendo aún con nitidez

y apunto emocionado en mi cuaderno

ese cuerpo menudo que al cantar se estremece,

e intento dibujar también la gracia

de su rojo antifaz y la delicadeza

de su ropaje pardo que se adorna

con pinceladas blancas, amarillas y negras.

Canta, canta el jilguero en la mañana

remota del origen. Y después alza el vuelo

y se va por el aire. Mas desde entonces vibra

en tu oído, en mi oído y en nuestros corazones

su canto de aquel día, su milagroso canto.

 

 

 

LA LLEGADA DEL OTRO

 

    NO sé cuándo ocurrió, porque no tienen

con frecuencia una fecha señalable y exacta

los acontecimientos decisivos

del existir de un hombre. En realidad,

son procesos que empiezan de manera imprecisa,

muy subrepticiamente,

y hasta que se consuman no advertimos

que una transformación irreversible

se ha producido en nuestro ser. Tan sólo

puedo decir que un día

supe que yo era otro, que un alguien diferente

del que hasta entonces fuera

había usurpado casi por completo

mi identidad, y que una puerta súbita

tras de mí se cerraba.

Ese desconocido que me habita

y al que voy poco a poco acostumbrándome

me ha impuesto sus maneras, sus raros intereses;

se niega a hablar conmigo del pasado;

siente cierta inquietud ante la interrogante

adusta del futuro

e impide los caminos que hacia el ayer conducen.

Ya no recuerdo apenas

el mundo aquel tan mío:

los cómos ni los cuándos del que fui,

y lo poco que aún queda en mi memoria

de otros tiempos, no tiene el poder necesario

para hacerme volver ni puede darme

ser de nuevo quien era.

Únicamente, a veces, en los sueños

que la noche me trae,

consigo liberarme

de este extraño que soy, de este yo mismo

que me acompaña tan constantemente.

Regreso entonces a los viejos días,

y con dolor contemplo los lugares vacíos

de la vida que tuve.

En ocasiones, llego

hasta lo más lejano, hasta el origen.

Y allí me encuentro siempre a un niño desvalido

que me mira con ojos de reproche y me dice:

«¿Por qué me abandonaste?».

 

 

 

EL DOLOR

 

    LA vida pone a prueba constantemente el barro

tan resistente del que estamos hechos.

A cierta edad, apenas llegan días

que no nos traigan junto al don del aire

y a la misericordia de la luz

algún percance oscuro, turbia zozobra al pecho.

Y esto es así. Tenemos ya costumbre.

No hay sobresalto en ello, miedo, lucha;

hay un ceder, un inclinar la frente

al vestirse el atuendo cotidiano

de nuestra condición.

Pero la vida

golpea en ocasiones de forma más terrible

con algo que no es hábito: el dolor,

el dolor verdadero.

De súbito, te encuentras

sumido en un lugar que no sabes decir,

porque no es de este mundo, y desconoces

cómo hasta aquí has venido. Nadie te trajo, a nadie

hallas en las vacías dependencias

de esta casa cerrada a cal y canto. Estás

contigo a solas. Se ha parado el tiempo.

No recuerdas, ni esperas, no existe el sueño, todo

es un presente ciego que no avanza

y en el que sólo escuchas tus gemidos

y el ruido que hacen al romperse una a una

las fibras de tu ser.

Tal vez suceda

—también sin saber cómo— que regreses,

que como por milagro sobrevivas

a esa nada que has sido.

Mas la tremenda ausencia

te hace volver cambiado.

Cuesta trabajo respirar de nuevo,

y la imprevista claridad del alba

que mansamente acude a recibirte

te hace daño en los ojos.