Los reinos de la casualidad

Primer círculo

Los reinos de la casualidad

 

Cuando afirmamos que las cosas nos suceden por casualidad, no pretendemos sugerir nada profundo, sino tan sólo que no acabamos de entender cómo nos suceden las cosas que nos suceden. Si me preguntan acerca de las casualidades, puedo, claro está, salir del paso con tres o cuatro reflexiones que he hurtado en algunas páginas de las novelas que he leído, y en los mamotretos de filosofía que he tratado de leer; o puedo adjudicarme un golpe de ingenio, plagiando las palabras de mi amigo Arturo -un sujeto que considero como un diamante de brillantez verbal, pero que nunca llegará a nada, por su enfermiza propensión melancólica y por sus afanes de erudita exigencia para consigo mismo, que no le permiten dar nada por concluido. Arturo dice algo que se asemeja a esto: los sabios consideran que la casualidad es la manifestación de un orden superior cuyas claves se nos escapan, un orden que nos parece el caos, pero sólo por la misma razón por la que una cerilla parecería un objeto del más allá a quien no conociese el milagro de llevar el fuego en el bolsillo.

Sin embargo, Arturo dice que casi todos los sabios no saben lo que se traen entre manos, y que en el caso de que lo supiesen no nos lo dirían, o al menos no nos lo dirían de la forma en que lo han averiguado, porque si hay algo que complace a los sabios es atesorar la fama de serlo. Atesorarla y no compartirla. 

Arturo dice que la soberbia de los sabios les impediría reconocer que existen asuntos fuera del alcance de su inteligencia y sus investigaciones. Los sabios dicen saber que no sabemos las leyes imprevisibles de la casualidad. Por lo tanto, esa evidencia corrobora, según Arturo, que la casualidad no supone una extraña forma del orden, sino el puro desorden, el caos, la única realidad que no nos es extraña y en donde somos peces ciegos del abismo, contentos de nuestra ceguera y de nuestra ignorancia abisal.

Yo no puedo transcribir con exactitud las palabras de Arturo. A Arturo le gusta epatar a sus conocidos con birlibirloques sintácticos y fárragos del pensamiento, que nadie comprende en toda su severidad. Para él vivimos en el reino de lo casual, un territorio del que está excluido lo causal: llamamos razones de los hechos a las casualidades para las que encontramos explicación, aunque a la hora de la verdad dicha explicación no exista. Ya ven cómo es Arturo.

Sea lo que sea la casualidad, el hecho es que me encontré a Virginia en un lugar en donde nunca hubiese esperado encontrarla. Ahora bien, si lo hubiese esperado, no estaríamos hablando de la casualidad ni vendrían a cuento las palabras de Arturo, un hombre que no llegará a nada, pese a que vale más que todos nosotros juntos.

La casualidad encarnó en Virginia y la hizo aparecérseme tras el estante de los vinos raros, en el ultramarinos que hay a dos manzanas de mi casa, una de esas delicatessen a las que acudo con la excusa de comprar fiambres venidos desde la otra parte del planeta, conservas de coleccionista, botellas de licores con nombres impronunciables y frutas que nadie sabe cómo se despepitan cuando las coloco sobre el mantel. Lo cierto es que pago una impúdica cantidad de dinero (que no debería creer que puedo permitirme), por esas extravagancias gastronómicas, pero también por lo que el ultramarinos supone para mí de lugar de peregrinación.

Allí, todo está en su sitio, fuera de los reinos de lo casual. Las botellas de champagne, en posición invertida, enseñan sus nalgas con unanimidad, como aleccionadas coristas francesas. Las almenas de quesos se alinean en el castillo refrigerado ante el que me detengo en éxtasis, y del que selecciono algunas muestras con la misma actitud reverencial con que un beato salmodia su plegaria en la oscuridad de una capilla románica. Desfilo con orgullo de mariscal de campo ante las hileras con botes de mostaza, con latas de biscottes, con especieros, que lanzan a mi paso salvas de ordenanza, cantos corales que dan armonía a la angustiosa tarea de vivir en un mundo en donde las cosas no aparecen en estantes, ni tienen etiquetas del precio que hay que pagar por ellas, ni las podemos devolver al amistoso dueño de nuestro ultramarinos. Siempre que me ha dado por pensar que creía en Dios, me lo he figurado con el rostro de oronda bondad satisfecha de mi charcutero, alguien con un impoluto mandil de color blanco, que blande un cuchillo flamígero y nos corta con gentileza todos los manjares que le solicitamos del árbol de la vida y del árbol de la ciencia. Ni que decir tiene que a Arturo le parecen puerilidades mis consideraciones acerca de la casualidad y el orden, pero lo cierto es que en aquel paraíso de los comestibles yo siempre me encontraba a salvo del azar. Hasta que me topé con Virginia al dar la vuelta al estante de los vinos raros.

Supongo que la casualidad que la llevó a la delicatessen de mi barrio sería la misma que hizo que se inmiscuyera en mi vida, o yo en la de ella, según se mire. Tal vez las casualidades formen una familia bien avenida bajo sus aleatorias normas de convivencia, y la casualidad por la que destinaron a Virginia a mi oficina, seis años atrás, era una pariente lejana de la casualidad de hoy.

El personal que trabaja en los bancos no suele permanecer durante mucho tiempo en el mismo sitio. Quienes se encargan de dirigir el destino de los empleados de banca -yo entre ellos, aunque en una proporción que nunca se podría considerar de flamígera divinidad- consideran que las relaciones con el dinero se deben mantener en términos de gélido anonimato, por lo que no conviene que los sentimientos se mezclen con los créditos, con las hipotecas y con las letras a treinta, sesenta y noventa días. Alguien que permanece durante mucho tiempo en el mismo puesto de trabajo -pongamos por caso, una oficina bancaria- es alguien que termina por acomodarse a la inmovilidad, y la inmovilidad es un énfasis, un sentimiento que casa mal con el dinero. De ahí que los empleados de banca estén sometidos a los traslados de la casualidad en un tanto por ciento mucho más elevado que el común de los trabajadores de otros gremios.

La primera vez que me fijé en ella fue después de la comida de Navidad. Cuando digo fijé, ustedes ya saben a qué me refiero: la primera vez que me detuve en las pecas de su nariz, en la filigrana del sostén que asomaba de su camisa al inclinarse, en la geometría difusa que sus bragas marcaban en la falda. Esas primeras veces, de manera casual, van asociadas al repentino descubrimiento de que no nos importaría acostarnos, si las cosas no fuesen como son, con el objeto de nuestro descubrimiento. En todas estas consideraciones tuvieron mucho que ver las botellas de vino tinto y las copas de aguardiente que tomamos en la comida de Navidad, pagada a escote con celo religioso por todos los asistentes, porque los bancos consideran una efusión sentimental obsequiar a sus empleados con algo que cueste dinero, cuando, como todos los empleados saben, el dinero se perpetúa sólo si no atiende a las imposiciones del sentimiento. Virginia me miró durante toda la comida como hacía muchos años no me había mirado nadie. Me hizo rememorar lo grato que es sentirse un cervatillo cojo ante las fauces glotonas de un depredador, qué sé yo, un león, un tigre, esas formas salvajes de la ciega casualidad.

Como suele ocurrir en las congregaciones de trabajo asperjadas con alcohol, pronto descendió sobre todos nosotros una nube de cordialidad, de camaradería y de atrevimientos que ningún miembro de la congregación se suele conceder en estado sobrio. Lo habitual: las maldiciones del cajero por el hecho de que la jefa de primera C hubiese contraído los votos del matrimonio; el crujido sordo de las vestiduras rasgadas del interventor, cuando recuerda la estela de perfume que deja a diario la secretaria del jefe de quinta D, una muchacha muy capacitada que trabaja enfrente de su mesa; los chistes del guardia de seguridad, historias más o menos jocosas en las que siempre hay, por ejemplo,  un orangután que satisface un serrallo de orangutanas en las frondas de África, o un conejito cachondo que ensarta a las turistas de la costa, o un fantasma que se levanta la sábana ante las visitantes de un castillo escocés, para que le vean un enorme miembro hecho de invisible carnalidad. Supongo que todas estas cosas son, poco más o menos, las que siempre ocurren cuando se reúnen varones y hembras adultos de la misma especie, que comparten las cadenas de un mismo lenguaje, un mismo trabajo y unos mismos instintos de los que no pueden apearse en marcha. La vida, amigos míos, no es el autobús de nuestros sueños, esa máquina dócil que transita por las avenidas del paraíso, que se detiene en los parques céntricos, y a la que uno se monta, y de la que uno desciende, cuando le da la gana. Virginia me miraba cada vez más, y cada vez más crecía en mí el convencimiento de que sus miradas antropofágicas me tenían como guinda del pastel.

Las comidas de Navidad nunca han terminado en nuestra oficina a la hora irracional en que suelen acabar las comidas de empresa -las cinco, las seis, las seis y media de la tarde-, sino que se prolongan de forma irracional hasta las orillas de la cena. Lo sabía y traté de evitarlo, porque me daba por satisfecho con haber sido el plato fuerte visual en el atracón navideño de aquella muchacha recién llegada a la oficina unos meses antes. De modo que me pareció prudente levantarme, hacer el gesto de desenfundar la cartera, y mascullar una excusa de esas que todo el mundo advierte que lo es, pero que a nadie le interesa rebatir. No recuerdo con exactitud a qué argumento recurrí: pudo ser algo relacionado con el colegio de los niños, con la comunidad de vecinos o con un partido de basket televisado. Lo más probable es que fuese algún subterfugio caprichoso, porque la experiencia me ha indicado que los motines de comensales borrachos se dejan convencer por cualquier asunto, menos por los que parezcan de carácter serio. Si uno pretende que lo dejen en paz, no hay nada como cubrirse con un llamativo impermeable de frivolidad despreocupada, y sacarlo venga a cuento o no, tanto si llueve como si no hay nubes en el horizonte. Entonces fue cuando Virginia dijo, conmigo de pie, que mi deserción resultaba imperdonable, puso en duda a voz en grito mi potestad sobre mi propio tiempo, y apostó con el resto de la oficina a que no sería capaz de dilatar por unas horas mi vuelo de regreso al nido conyugal, o como decía un amigo suyo: el nicho conyugal. En efecto, ése fue el chiste que se permitió a mi costa.

Todavía de pie, comprendí que aquella noche ya no cenaría en casa, que iba a beber más de la cuenta y que la ingeniosidad de Virginia me había puesto de un humor de muerte. Qué quieren que les diga: hay ciertas cosas que sólo se las permito a Arturo, por su condición de prestidigitador del espíritu, pero sobre todo por el aura de desconsuelo, de fracaso y de duende malogrado que lo envuelve.

Cenar, lo que se dice cenar, no cenamos. La juventud reencontrada que se me despierta con el exceso de copas me lleva a cometer todo género de desmanes contra mi propio cuerpo. Yo, por lo general, soy un tipo pacífico, retirado ya de mis tiempos como mercenario del amor, cuando guerreaba a todas horas, en todos los frentes, por el mero placer de guerrear, hubiera o no batalla. Sin embargo, siempre he sido de la opinión de que los excombatientes somos tipos con los que no se debe jugar, porque aún retenemos atavismos sanguinarios. Anduvimos de bar en bar, hasta que las corbatas dejaron de tener nudos, y se convirtieron en esa cosa estúpida en que consiste una corbata alrededor del cuello cuando no tiene un nudo. Serpientes que no saben reptar, cocodrilos sin dientes, guantes vueltos del revés sin una mano dentro. A esas alturas de la noche, ya sólo quedábamos los que solían presumir de que siempre remontaban las alturas de la noche. Ellos, Virginia y yo.

Ya he dicho que soy un militar de la farra en la reserva, así que no acostumbro a dilatarme con los compañeros de oficina, y Virginia era nueva, una de esas empleadas itinerantes que el banco no permite que fondeen durante demasiado puerto en ningún tiempo. A esas alturas de la noche cualquiera podía tener una equivocación, aunque los errores verbales -lo dice Arturo- no son síntomas ocultos de deseos eróticos, sino algo más nebuloso: síntomas eróticos de las manifestaciones verbales mediante las que el deseo se oculta. Si necesitan alguna aclaración, diríjanse a Arturo. Yo hace tiempo que me limito a transmitir las cosas de la misma manera en que recuerdo que las dijo, igual que cuento los sucesos tal y como me sucedieron.

En el bar había taburetes de aluminio con aspecto de jirafa decapitada, una pantalla de vídeo en donde no paraban de suceder catástrofes y camareras mudas con abdominales de mármol negro. Me gustaba sentir cómo el hielo se derretía en mi vaso, y espiar la tela de araña que se enrojece en los ojos de los parroquianos. Un coche de carreras perdía el carenado en llamas, al chocar contra el guardarraíles, en una pista de competición; un jinete se rompía las cervicales en un rehúse de su montura; un elefante fugado del zoológico aplastaba los vehículos de una calle, como si fuesen piezas en un guiñol de cartón; un torero se desangraba en mitad del ruedo, partida en dos la femoral; el entarimado de un teatro cedía y una orquesta sinfónica se desplomaba sobre el foso, agarrados los músicos aún a sus instrumentos, estúpidos paracaídas que exhalaban un último acorde bufo. Lo cierto es que en mitad de la borrachera uno se siente inmortal, dispuesto a saber afrontar cualquier acontecimiento que se presente; pero decir cualquier acontecimiento que se presente no significa que queramos decir cualquier acontecimiento que pueda presentarse. Son maneras de hablar, qué le vamos a hacer.

El acontecimiento de lo posible que se presentó ante mí fue la propia Virginia. Se colocó a mi lado, en la barra, arropada por la semipenumbra de aquel local de moda atestado de gente, y me susurró al oído un par de incoherencias húmedas que querían darme a entender que se daba por enterada, que me había comprendido, que nunca la habían mirado durante una comida de empresa con semejante insistencia carnívora, que capitulaba, que entregaba las armas, que tenía un encanto inusitado sentirse como un muslo de pavo relleno ante los ojos de una bestia loca y desnutrida. Por lo visto, las cosas nunca resultan ser como suponemos que son, o lo que equivale a decir que no hay una sola carretera, en el mundo, de dirección única, o una moneda que sólo posea anverso, o una hidra de cabeza solitaria. Nunca hasta entonces habían tratado de desabrocharme la bragueta en la barra de un bar, al amparo de la música de éxito, y teniendo por testigos desapercibidos a una multitud de espectros de carne y hueso y a algunos fantasmas en una cinta de vídeo.

Una vaharada con el perfume de esos acontecimientos me envolvió de repente al tropezarme con ella, al cabo de seis años, tras el estante de los vinos, en mi delicatessen.

Había cambiado su aspecto. ¿Quién no cambia? El tiempo había sido indulgente con ella, y esperé que pensase que conmigo no se había ensañado. Hace tiempo que no soy el mismo tipo de treinta y tantos atléticos años al que nadie atribuiría más de veintinueve. Estoy seguro de que ustedes saben a qué me refiero: cuando se comprende que ya no seremos deportistas olímpicos, la propia decepción nos coloca una corona de grasa y espinas en la cintura, una afrenta a la que terminamos por acostumbrarnos, porque lo más probable es que, si a nuestra mujer le desagrada, ya no tenga oportunidad de arrepentirse. El tiempo pasa para todos. Eso es lo que se suele conocer como las leyes de la vida. Algo que por lo común se menciona con cara de asno mansurrón, contento de que lo apaleen los arrieros embrutecidos de la existencia. Los recuerdos son un estupefaciente poderoso, y los recuerdos de Virginia arrastraban pedazos de mi memoria corporal.

Como nadie desconoce, la memoria de la carne es la última que desaparece, constituye esos barriles de amontillado que siempre salen a flote después del naufragio de cada galeón. No sé por qué, pero cada vez tiendo a contemplarme con más insistencia como un galeón hundido. Un galeón hundido al que de nada le servirá el flotador de grasa que se ha anudado a la cintura. Cuando pienso en mí se me aborrasca el humor, se me engalerna la cabeza y termino por venirme a pique yo mismo. Supongo que padeceré lo que Arturo llama abordajes de la conciencia, hundimientos en las aguas ponzoñosas de la pesadumbre.

La primera noche de la parranda aquella de Navidad resultó memorable, aunque no por lo memorable que resultó. Nos procuramos unos alivios de urgencia, en su coche, ante el mismo portal del último compañero beodo que devolvimos a su cubil. Entre brumas, recuerdo los cristales empañados por la respiración, el asiento trasero, las ropas a mitad de camino hacia la desnudez, y la comprobación de que, en el amor, cuesta tanto habituarse a las palabras nuevas con que nombra el amor ese cuerpo extraño, como a la misma extrañeza y a la novedad del cuerpo.

Nunca había oído cosas como las que escuché esa noche. Pertenezco a una generación tradicional de banca, soy de los que han ascendido, peldaño a peldaño, en la escalinata laberíntica que constituye la jerarquía de una empresa importante como a la que tengo la suerte de pertenecer. Corren malos tiempos para los asuntos laborales y quien posee un trabajo estable debe albergar la conciencia de su privilegio. Supuse que ésa era la manera habitual de expresarse de una chica diez años más joven que yo, licenciada en Económicas y con un máster de Inglés por no sé qué universidad del Canadá con sede en Barcelona. Me pidió que la matara, que la llamase puta y que la ahogase en semen. Tal vez, a excepción de la palabra puta, empleó otros términos. Fuesen los que fuesen, nunca me los habían dirigido, y el caso es que me nublaron el entendimiento y me gustaron hasta hacerme rugir de doloroso placer, como un paciente al que ingresasen en un hospital con un cálculo de vesícula lujuriosa. Arturo dice que me dejo llevar por las exageraciones, que soy un individuo demasiado proclive a los excesos, que padezco el morbo hispánico.

Entre Virginia y quien les cuenta esto se irguió una vorágine palpable, un torbellino con nombres, apellidos, filiación: el hecho de ser amantes, el adulterio, esa palabra que lleva engastada un badajo de plomo más grueso que el de cualquier campana imaginable, y que resuena en los oídos del común de los mortales, con ecos fúnebres y amenazantes, incluso cuando adúlteramente nos refocilamos en la melodía prohibida de sus ecos.

Ella tenía un piso, un ático del barrio viejo que sus padres le habían cedido y había reformado con un gusto exquisito, porque para eso coleccionaba revistas ilustradas de decoración en varios idiomas. Ustedes las han hojeado en la consulta del dentista, o en la espera de la peluquería, o las han comprado, cuando decidieron dar una mano de felicidad aventurera a sus vidas, que comienza por dar una mano de pintura dichosa al lugar donde uno vive: mamotretos plagados de fotografías en color, en donde imaginamos la existencia más armoniosa, en donde cada objeto está en su lugar, como en el ultramarinos de mi barrio, una delicatessen de los días, del tiempo, de las enfermedades, de los impagos, de los amigos que se nos mueren, de las ilusiones que se nos marchitan, todo en su estante correspondiente, en el refrigerador que detiene los mohos que terminan por pudrirlo todo, el House and Garden especial de verano que ha de devolver a nuestra alma la acometividad de los años perdidos, la inocencia, la estupidez de no pensar en nada salvo en la manera de urdir estupideces con las que ser feliz, el reportaje de las páginas centrales, esa casona remozada en donde los candelabros brillan, los libros de anticuario enseñan sus lomos en la mesilla de noche, la chimenea apagada promete cálidos inviernos y un perro inmenso se tiende a los pies de una cómoda inglesa, como una alfombra viviente de peluda cadencia, arpa ángelica del dulzor hogareño que todos añoramos, chocolate derretido para siempre de nuestra infancia inconsolable. Yo llamaba al piso de Virginia la crisálida. Nuestra crisálida amartelada de larvas fornicadoras.

Todos los asuntos de este mundo tienen sus pautas, su compás. Todos los asuntos de este mundo se pueden observar bajo especie musical, como un baile que hay que aprender, un ritmo al que hay que ceñirse hasta que uno se olvida de las reglas y flota en el encerado, como un maldito pez volador en el agua satisfecha de su laguna. El adulterio es un baile más de los que suenan bajo la bóveda celeste, y hay que aprenderlo a bailar cuanto antes, para dejar de ser el debutante pisotón y transformarse en un sinónimo de la ligereza y la gracia: un junco mecido por el viento, una pluma en brazos de lo mismo. Algo así.

Durante las horas de oficina, Virginia y yo nos otorgábamos un trato para el que sólo existe una palabra: normal, esa palabra que por lo común no nombra apenas nada, y que cuando lo nombra no suele ser por su normalidad. A fin de cuentas se trataba de eso, de no dar nada que pensar, nada que elucubrar, nada que murmurar al resto de la oficina. Los empleados de banca me parece que incurren en la sospecha hacia el prójimo más de lo que lo hacen otros trabajadores. La explicación quizá resida en la frecuencia con que sufren los cambios de destino, algo que les deja en la boca un poso ceniciento, una idea a la deriva de las relaciones humanas. Arturo juzga que ese género de consideraciones no son exclusivas de los trabajadores de banca, pero yo creo que los trabajadores de banca son más propensos que el resto de los humanos a ver las cosas como digo. Alguien que no va a quedarse demasiado tiempo en ninguna parte sabe que disfruta de cierta impunidad -aunque sea la impunidad vigilada de las urbanas de banco-, y los individuos impunes representan algo semejante a un cartucho de dinamita próximo a un infierno cotidiano. No creo exagerar cuando aseguro que, en mis dieciocho años de empleado bancario, he tenido indicios fundados de más de sesenta adulterios entre compañeros de oficio. Por esa misma razón, yo sabía lo que había que hacer.

La gente sospecha tanto por defecto como por exceso, de manera que no había que ser excesivo ni defectuoso en nuestros habituales encuentros de oficina. Sospecho que a mí se me sospecha una vida en equilibrio inestable, entre la dedicación concienzuda a mi trabajo y una moderada paz conyugal. Ya ven: el limbo doméstico de dorada mediocridad que aureola las cabezas de casi toda la población del universo.

No soy un mojigato ni un sátiro en continua revuelta priápica. No soy un espectro que pase desapercibido, ni una estatua hilarante plantada en el pedestal de las vidas ajenas. De modo que una modificación brusca en mi carácter hubiese acarreado de inmediato un cúmulo de sospechas sobre mi persona. Y cuando los empleados de banca sospechan, no vayan a ser ustedes tan ingenuos como para imaginar que lo hacen acerca de nuestras preocupaciones por el transcurrir del tiempo. Eso son cábalas artúricas, vueltas y revueltas a la mesa redonda de siempre estar dolido, melancólico y dispuesto a encogerse de hombros. Por el contrario, las suspicacias de nuestra profesión se encaminan de modo indefectible hacia dos objetivos: los desfalcos y los adulterios. Entre los empleados de banca hay numerosos suspicaces. Les aseguro que no exagero.

El piso de Virginia tenía una decoración conceptual, o al menos eso era lo que ella me decía. Se trataba de un sucedáneo de alguna de esas casas que ustedes han visto en los dossiers sobre las diez mejores viviendas del mundo, de los diez arquitectos más prestigiosos de la tierra. A veces he pensado que yo podría ser más feliz si fuese arquitecto, si pudiera disponer el espacio a mi capricho, si pudiese levantar para mí mi propia madriguera de animal contento.

La decoración conceptual consiste en pintarlo todo de blanco, evitar las acumulaciones de objetos, no colgar cuadros de las paredes, crear más rincones de lo habitual y que los muebles tengan patas cortas. Ese aire japonés de pies descalzos sobre papeles de seda, de transparencias y sombras entre estancias, de copitas llevadas a los labios con tan sólo dos dedos. Cuencos de arroz y palillos de madera, pescado crudo. Ese aire japonés que fuera de Japón, y sin japoneses por medio, cobra siempre un aire de sucedáneo y fraude. Me cuesta explicarlo tal y como lo siento, porque el malabarista del vocablo es Arturo y no yo. Un folklore japonés con música acelerada, cuando todo el mundo sabe que los japoneses se mueven con mayor lentitud que el resto de las nacionalidades. Como si las espadas de los samuráis las fabricasen en las armerías de Toledo, y las tizonas toledanas en los castillos entre nieves de Kyoto. El piso de Virginia, nuestra crisálida, tenía un bonsai de granados sobre una laja de pizarra colocada en el suelo del recibidor, bajo la nutricia luz cenital de una claraboya, y su cama era un futón oriental dejado caer en la tarima.

Cuando me la tropecé en la delicatessen, el flujo del pensamiento, que es un caballo con malas entrañas, derivó encabritado hacia aquellos detalles, sin más orden que el de la incontinencia. El crujido de mis pies descalzos al andar por la tarima flotante de la casa, que le daban a la aventura una sonoridad de nieblas y piedras escocesas, un eco de fantasma que arrastra sus cadenas por las humedades y los pasadizos. No sé por qué me vienen a la cabeza resonancias de Escocia, un lugar en donde nunca he estado y en donde nada se me ha perdido. No sé si es una verdadera reminiscencia o una invención de los cascos del caballo que oigo a menudo. Ese caballo que va de un sitio a otro del galeón hundido de mí mismo. Puede que fuese una asociación irracional motivada por alguna marca de whisky que vi en el ultramarinos. O puede que todo ello estuviese provocado por el recuerdo de las botellas de malta que nos bebimos juntos, Virginia y yo, en nuestra crisálida. Pienso en la cocina impoluta, la antesala blanca del cielo en donde apenas guisábamos, todo lo más una ensalada fría, alguna lata de conservas y los fiambres que yo aportaba como parte alícuota de nuestro romance ilícito. ¿Cómo olvidar los remansos de mística contemplación en los apartes del baño?

Abría sus estantes y me entregaba al arrobamiento de orden y disciplina cosmética que imperaba en aquel paraíso de perfección: los algodones de colores, los pintalabios, los tarros de cremas para un millón de usos distintos, los lápices de ojos, la vaporosa fragancia de todos los perfumes mezclados en una fragancia nueva e irrepetible, los líquidos de las lentillas, esas lentillas que tanto me gustaba que se quitase, porque sus ojos cobraban una luminosidad insondable de miope servilismo. Salvo en las visitas a mi ultramarinos preferido, el único lugar en que me he sentido a salvo de la anarquía y el desconcierto ha sido en casa de Virginia. En su baño, sobre todo.

Yo llegaba en la tarde, cuando se me suponía en el gimnasio, o haciendo horas extraordinarias, o de reunión de departamento. Llamaba a la puerta y en ocasiones no le daba tiempo ni a que se quitase la ropa. Creo que convertí a Virginia en mi esclava sexual. Tal como suena. Ahora bien, una esclavitud aceptada de buena gana, una esclavitud que hace del tirano que la ejerce un esclavo también, aunque un esclavo con los privilegios del mando. Sé que puede parecerles una declaración desalmada, pero no he venido aquí a impartir una conferencia sobre las buenas costumbres, ni mucho menos  sobre la supuesta alma inmortal y bondadosa que todos albergamos. Además, para que se produzcan las relaciones de esclavitud ha de haber un esclavo y un esclavizador. Virginia era mi esclava y yo quien llevaba la voz cantante. Poco más o menos eso es lo que ocurre en todas las parejas que conozco: uno manda y otro obedece. La mayor parte de las veces es a sí. Yo no he inventado el mundo, ni la esclavitud, ni el corazón del ser humano. La razón por la que llegamos a establecer entre Virginia y yo ese acuerdo tácito tiene una explicación tan sencilla como el hecho de que una piedra lanzada al aire es atraída hacia la tierra. Tan sencilla o tan complicada, porque las leyes de la gravedad sentimental son al mismo tiempo transparentes y opacas, infantiles y herméticas. Nunca acabaré de entender el corazón de los seres humanos. Lo que empezó como una noche de inevitable animalidad, como un accidente entre dos trenes de mercancías que se cruzan gracias a los errores que gobiernan las rutas del deseo, se encenagó con los lodos del afecto. Virginia se enamoró de mí. Así de fácil.

Una mujer enamorada es capaz de cualquier cosa: los mayores sacrificios, las mayores abyecciones, los mayores desatinos. Con Virginia, mi esclava sexual, hice de todo. Me refiero, por supuesto, a todo eso que están pensando: todo, de todas las formas imaginables, en todos los lugares posibles. Lo que ya había escrito en mi historial de antiguo soldado del amor, perteneciente a otras generaciones de reemplazo. Lo que no estaba escrito en mi historial, eso que con turbiedad hemos masticado en nuestros sueños, aferrados a almohadas sudorosas, las regurgitaciones de la bestia que me visitaba en cuanto cerraba los ojos y me daba la vuelta en la cama en donde dormía con mi mujer, los aullidos incomprensibles que remontan el curso de nuestra sangre, y a los que parece que nos debemos más tarde o más temprano. Las asfixias purgadas en las calderas de la adolescencia, en tardes sofocantes de buscador solitario. La pequeña erudición inservible de rumiante calenturiento, adquirida en esporádicas películas, en revistas, en libros. Las fantasías de los amigos, las fantasías de los enemigos, las fantasías. Todo. No se dejen nada.

Y el caso es que a mí todo aquello me importaba más bien poco. Es decir, que llegó a hacerse muy importante, porque no me importaba nada en absoluto. Seguro que está claro: disfrutamos en la medida en que no tememos perder las cosas; somos todas las posibilidades que duermen en nosotros mismos, en la medida en que no nos atemoriza mostrar todos esos rostros de nosotros mismos; usamos hasta cansarnos lo que tenemos gratis, o aquello que pensamos que tenemos gratis, no guardamos para mañana nada de lo que se nos pone en el mantel de la vida, cigarras salvajes de nuestros apetitos. En otras palabras: yo estaba casado y aquello era una aventura, y las aventuras, por el mismo hecho de serlo, están formadas de una materia pasajera, clandestina e intensa. Así era como yo me sentía, pasajero, clandestino e intenso en el viaje oscuro por los túneles del mundo de Virginia.

Yo no tenía edad para emprender vidas distintas de las que la casualidad de mi vida me había otorgado. Me conformaba con modelar a mi amante a imagen y semejanza de mis anhelos más secretos. Y su barro cobraba formas que jamás hubiese sospechado que mis manos eran capaces de proporcionar. Ahora, si lo pienso, puede que no haya sido tan feliz en ningún momento de mi vida, como cuando administraba el fuego de manera injusta, como cuando tenía en la mano la tralla caprichosa de mis experimentos. Sí, aquello debía de ser la felicidad, pero yo no lo sabía entonces, y una felicidad de la que no se es consciente es como un mueble que se refleja en un espejo y no sabe que es un mueble. Lo que no es consciente de su existencia no existe. Arturo dixit.

Como sucede siempre que no perdemos los papeles por el otro en los combates del amor, el otro pierde la cabeza, los papeles y las llaves del sentimiento por nosotros. Ésa es otra de las leyes del mundo que no he inventado yo. Sucede como me decían, en el colegio de los Padres Dominicos, que sucedían algunas cosas en el neblinoso territorio de las matemáticas: por convenio. El axioma del corazón indica que, cuanto más queremos, menos terminan por querernos, y que nuestra indiferencia es una droga irresistible que genera adictos dispuestos a morir por nosotros. Virginia se hubiese dejado matar por mí. A veces me pedía que la matase en la cama. Metafóricamente, se entiende. Metafóricamente, pero yo sentía que me hubiese dejado hacerlo, que era tan desdichada en su absoluta felicidad que incluso me lo hubiese agradecido, porque todo lo que roza las alturas del estremecimiento alberga en sus entrañas su misma ruina. (Arturo, el vate sin sosiego, me lo descubrió en cierta ocasión.)

En mi comodidad bífida de candoroso cordero conyugal y de satánico engendro cabrío, podía tenerlo todo. No aspiraba a renunciar a nada. No estaba dispuesto a ofrecer más. Y en el caso de tener que tomar una determinación, tanto ella como yo sabíamos que me hubiese decidido por las aguas tranquilas, por las cartas trucadas de las obligaciones paternales y por el miedo controlado de la existencia a la que uno le tiene más o menos tomada la medida. Virginia se hubiese dejado matar por mí. A veces me pidió en la cama que la matara. Metafóricamente, se entiende.

El narcótico del amor que sufrí por Virginia -creo que ahora se puede llamar así, con todas las letras: amor- no residía en el enorme placer que nos proporcionamos. Ni en el lujo de tener para mi disfrute personal un cuarto de juegos, una leonera en la que pintarrajear las paredes a mi antojo, en la que romper la loza de los mayores, desde la que orinar encima de los viandantes, donde pisotear las plantas en el jardín del vecino y hacer una hoguera con todo el papelamen de la oficina, una pira en la que ardiesen a la medieval las brujas de estar cansado de mí mismo, los infieles abominadores de estar recluido en los límites de mi confortable normalidad. No: no se trataba de eso. No se trataba de eso en absoluto. Era eso y mucho más. Lo que me embriagaba como si me hubiese echado entre pecho y espalda todas las destilerías del planeta, lo que amenazaba con hacer explotar el alambique insaciable en que me había convertido, era saberme el dueño omnipotente del alma de Virginia.

Qué duda cabe que el cuerpo tiene sus abismos, sus simas y sus volcanes. Qué duda cabe que la simple actividad corporal tiene su alma, su espíritu. Pero los infiernos auténticos del cuerpo, los pozos sin fin de la carne sólo se viven cuando nos hemos apoderado del alma sentimental de nuestra amante. No recuerdo ahora a quién se lo oí, pero he llegado a la conclusión de que es una verdad resplandeciente: el verdadero triunfo en un combate no reside en derrotar a tu enemigo, sino en devorar su corazón, a ser posible aún palpitante. Los meses en que Virginia y yo fuimos lo que fuimos los entendí como un combate.

Todo en la vida es un combate, y más las relaciones amorosas. Arturo cita a menudo unas palabras de Sófocles que se me han quedado grabadas: Amor, invencible en el combate. Qué caprichosa es la memoria. A las catástrofes de la casualidad le van muy bien los tonos memoriosos.

Yo me solía comer el corazón palpitante de Virginia cuando me venía en gana, como el que acude a tientas a la nevera, saca un plátano, lo pela y se lo come. El corazón de Virginia era un manjar extraordinario que no vendían más que en mi delicatessen privada y que yo comía cuando se me despertaba el apetito. A quien le suene cruel que se tape los oídos. En definitiva, llevamos los oídos tapados, por miles de causas, la mayor parte de nuestra vida consciente. Yo me tapo los oídos más de seis y más de siete veces al día en la oficina, en casa y por la calle. A la vida se le pone un rumor de cascos de caballo insoportable. Ese griego tenía la clarividencia permanente de los augures, el perenne estado áureo de los ángeles del conocimiento: Amor, invencible en el combate. Hay un corrido mexicano que dice que las cosas son como son, y que quien no lo aprende marcha por un camino equivocado. No sé si es un corrido o un tango porteño.

La manera en que se me ocurrió plasmar mi propiedad sobre el corazón de Virginia fue hacerle firmar un contrato, repleto de cláusulas corporales y letra pequeña del sentimiento. No estoy hablando en términos metafóricos: redacté, con infernal placer de hacendado, unas cuantas palabras en un papel con timbre de la oficina. Por esta vez les voy a dispensar de leer la letra pequeña en un contrato, porque la esencia del acuerdo se reducía a una idea principal: ella era mi esclava y tenía que estar dispuesta a satisfacerme, cómo y cuándo yo quisiese, mientras ese contrato estuviera en vigor. La parte contraria, es decir, yo, se comprometía a hacer lo mismo. Ya ven: una esclavitud compartida. Pero quien había redactado los términos del pacto había sido yo. Se trataba de una broma, pero lo firmó. Era una más de las ocurrencias de jugador tramposo que me permitía en la partida, que me excitaban y que la excitaban, pero lo firmó. Quien no ha sido el repugnante tahúr del corazón de una mujer enamorada no sabe lo que es vivir. Así lo siento y así se lo traslado al auditorio.

Me bastaba llamarla durante las horas de la siesta, aprovechando que los niños jugaban con sus androides buenos -que eran coches que se transformaban en castillos que se convertían en fusiles láser-, cuando mi mujer estaba al otro lado de la casa, y decir: «Ahora vas a cumplir tu contrato. Y colgaba sin esperar respuesta».

Entonces, desde los matraces y retortas hirvientes de mi impenetrable laboratorio corporal, un humo verdinoso y mugriento me anegaba las imaginaciones, los planes, las perspectivas. Ardía en las hogueras a las que me conducía, inquisidor, verdugo y blasfemo de mí mismo.

Faltaría a la verdad si no confesase que en ocasiones parecidas se me encogía el estómago. Los niños, desparramados por la alfombra, capitaneaban a los androides buenos para salvar a la galaxia de las hordas de los androides malos, mientras su padre urdía una excusa para irse a engañar a su mamá. Se me encogía el corazón, sí. Pero sólo las primeras veces.

No pretendan averiguar por detrás de mis palabras más cosas de las que declaro. Yo me limito a contar los hechos tal y como sucedieron. No aspiro a ningún alarde de cinismo, porque para eso ya está Arturo, que apunta su cinismo contra todo lo que se mueve y luego se dispara las dos balas restantes en la cabeza.

Se me encogía el estómago, literalmente, pero sólo al principio, porque otra de las pocas enseñanzas que he podido atesorar en esta vida es la de aprender que acabamos por acostumbrarnos a todo. Y si no nos acostumbramos a alguna parte de ese todo es debido a que no hemos empleado el tiempo suficiente para habituarnos. Quien no comprende la rutina de los campos de exterminio es por la sencilla razón de que no se ha visto envuelto durante el tiempo requerido en la rutina de un campo de exterminio. Quien considera que la visión de la sangre lo aterra es porque no ha dedicado las horas precisas a embadurnarse de sangre en el quirófano de un hospital. La primera vez en que uno deniega un crédito de sesenta millones a quien no ofrece más garantías de las necesarias para devolverlo, o la primera en que averigua un pequeño desfalco de un pobre diablo y tiene que dar parte, sucede lo mismo. Añadan a esta enumeración sus consideraciones privadas, sus prejuicios y sus convicciones más firmes, y luego sométanlas a las catástrofes naturales de la costumbre, de la relajación personal, del envejecimiento del cuerpo y del espíritu, del acomodo. Ya me dirán qué es lo que queda en pie. No quiero decir que detrás de cada uno de nosotros haya un genocida, sino sólo que debemos dar gracias al azar por no habernos hecho dar la vuelta, en el momento justo, a la esquina de la posibilidad de serlo.

A veces, lo reconozco, los niños libraban a la tierra de la amenaza de una invasión maléfica, y yo pensaba en que media hora después tal vez tendría atada a Virginia de pies y manos, y en que a lo mejor la golpearía si me lo pidiese. Ese entrecruzamiento doméstico de rutas divergentes en el universo -yo hacia casa de Virginia, mis hijos rumbo a Uranio, mi mujer por los pasillos de su casa, de nuestra casa- me hacía pensar en que los hechos que creemos que suceden no son la mayoría de las veces los hechos que suceden. Las redes de la casualidad se echan a las aguas de la existencia y arrastran peces de distintos colores y tamaños, especies atrapadas por casualidad en una trampa del espacio y el tiempo que llamamos jornada de pesca, pero cada uno de esos peces trataba de nadar hacia un lugar distinto.

No sé si mis asociaciones resultan evidentes o si por el contrario agujerean la red por la que terminan de escaparse vivos todos los peces, todos los razonamientos y todos los criminales de la galaxia. Arturo, el suicida reiterativo, el famélico devorador de sus entrañas, habría dado con la palabra justa, y además hubiese dispuesto de una cita perfecta. No sabe griego, pero cita a Sófocles.

No se trata de que represente para mí un vértigo insoportable el que vivamos sin saber lo que de verdad ocurre en la vida, pero me resulta curioso. O fíjense en la Historia, esa disciplina que trata de reconstruir los hechos de unas existencias de hace trescientos o cuatrocientos años. Qué se puede saber de las indigestiones de un rey inglés del siglo XVIII, o de las fiebres de grandeza que sufría un almirante al servicio de la Corona española, en 1492, si ni siquiera dos criaturas adorables -mis niños-, que sacrifican sus vidas para salvar al mundo libre, conocen las interioridades del responsable de que estén en dicho mundo.

Alguna vez, sí, la até de pies y manos, y alguna vez le pegué, sin ensañamiento y sin placer, sólo porque me lo pedía, y ella me lo pedía porque pensaba que me iba a gustar. En el amor, ese combate griego en el que debemos mostrarnos invencibles, resulta muy aventurado decir qué es lo que se hace porque nos resulta grato, y qué lo que practicamos porque suponemos que le resultará grato a nuestra amante. Virginia consideraba como un regalo el que de vez en cuando apareciese entre nosotros el filo de la navaja, el precipicio de los sentidos, las prácticas que pueden llegar a provocar breves cataclismos de la conciencia, y yo interpretaba como un regalo hacia ella el hecho de aceptar sus regalos. No me gusta pegar a una mujer. Lo que me gusta es comer su corazón, morder el ventrículo derecho mientras late, y saber que soy el dueño de su alma, que se dejaría matar por mí, y sonreírme con gratitud ignorante porque, aunque no sepa nunca cómo son las cosas, por regla general me basta con que sean lo que son. Sobre todo cuando, como hace seis años, yo era amante de Virginia, una empleada de mi misma oficina, que acabó por marcharse de la oficina y de mi vida, al cabo de nueve meses de alimentarme con su corazón crudo.

Tres, cuatro, cinco veces por semana, Virginia cumplía con religiosidad las disposiciones de nuestro contrato. Cuando digo con religiosidad acierto a decir algo que se oculta por detrás de la frase hecha, y ocurre por el motivo de que ella se entregaba a nuestro amor con arrobamiento de místico, con terquedad de adepto en la secta de la pasión. Hubo semanas en que incluso hicimos doblete, mañana y tarde, y ocasiones excepcionales -durante las vacaciones- en que viví en su piso conceptual durante un par de días. Tengan en cuenta que por aquel entonces todavía practicaba deporte como si mi Olimpiada estuviese a la vuelta de la esquina y el honor de mis antepasados estuviese en juego. Acudía al gimnasio, montaba en bicicleta, jugaba al squash, en parte por mantener la forma, y en parte por mantener la forma de la infancia, ese juguete roto que dicen que debemos añorar y sobre el que no tengo las cosas claras.

Si por la añoranza de esos tiempos se entiende el echar de menos un oasis en donde se podía montar en bicicleta, jugar al fútbol y dormir de un tirón, sin que los cascos de caballo recorriesen los camarotes y la sentina del barco, yo añoro la infancia. De lo contrario, no tengo las cosas claras. Acerca de lo que sí puedo informar con absoluta precisión es sobre el hecho de que la entrega desinteresada de Virginia, su heroísmo más allá de lo requerido, me agriaba muchos de nuestros banquetes corporales.

Hoy, después de haberla encontrado, por obra de esa matemática derretida del azar, en el estante donde dormitan su tibio sueño adamantino las botellas de reserva, puedo confesar que se trataba de una secreta envidia. La envidia de quien no puede cruzar la raya invisible de enloquecimiento que alguien le ha dibujado frente a sus zapatos, la envidia del arquitecto avaro incapaz de echar abajo su propia casa, por miedo a no poder reconstruirla con mejoras. Qué quieren que les diga: cosas así, yo no era un estilita de la entrega, un anacoreta desprendido, ni lo soy hoy en día. Supongo que la muestra de grandeza de uno de esos diez arquitectos mejores de la tierra consistiría en prender fuego a una de esas diez mejores viviendas del mundo, con el propósito de demostrar que no se teme al futuro, ni al transcurrir del tiempo, ni a las inclemencias afectivas, ni a las enfermedades, ni a la muerte, con el propósito de decir he llegado hasta aquí, pero esa raya de locura mística que trazáis delante de mis zapatos no significa nada para mi valor, yo puedo franquearla y enloquecer y ser tan creyente como el más creyente, pero yo no era arquitecto, yo trabajaba para el departamento de personal en una oficina bancaria.

Las cosas que digo darán la medida de cuánto podía llegar a molestarme ese comportamiento de voluntaria en la leprosería del amor que Virginia dilapidaba. Se me ponía fláccida, se me iban las ganas de pegarle y me entraban deseos de abofetearla. Por no hablar de las ocasiones en que Virginia lloraba en la cama después de. Por no hablar de su mutismo, cuando en la cama le preguntaba por qué lloraba justo después de.

Se puede datar el fin de una batalla, la firma de un acuerdo comercial -el nuestro lo firmamos el 8 de septiembre de 1989- o el asalto a una fortaleza símbolo del Antiguo Régimen, pero no existe forma de fechar el momento en que se resquebrajan las vigas de una relación amorosa, lícita o ilícita, conyugal o adúltera.

El corazón tiene su carcoma, que obra paciente y traza sus túneles en silencio, hasta que se descubre que, para arreglar las cosas, es demasiado tarde. De igual manera podría argumentarse que los hartazgos de afectividad y sábanas acaban por atiborrar al más hambriento de los humanos. Yo nunca he sido glotón. Cuando tenga que arder en algún círculo del infierno, no será en el que se tuestan los voraces. Además, yo estaba casado, como ya les he dicho, y a cierta edad la pereza impide partir la biblioteca, los viejos discos de vinilo y engrosar la cuenta bancaria de uno de esos abogados matrimonialistas cuya primera pregunta consiste en si lo has pensado bien. Como si después de los treinta y cinco uno tuviese más emociones intensas que las de pensárselo bien. Yo pienso bien cada cosa que hago. Arturo piensa bien cada cosa que hace. En el fondo nos parecemos mucho. Los reinos del mundo adulto son los reinos del pensamiento abstracto. Eso no lo dice Arturo, lo digo yo. No hay que ser un filósofo para darse cuenta: basta con poseer las características ordinarias de un adulto común, a saber, una vida para la que no existe vuelta atrás, un miedo inconcreto al futuro y una conciencia reservona y acomodaticia que nos caliente las callosidades, como un brasero filial en los achaques de nuestra vejez. Eso lo digo yo. Que conste.

Cesaron los arrebatos de bañera, se limitaron las arremetidas sobre la primera mesa que encontrásemos, no repusimos las pilas de los juguetes mecánicos, para qué. Ni vídeos, ni pañuelos, ni hielo derretido, ni las sustancias oleaginosas que compramos juntos, en un acceso de imprudencia, en una de esas tiendas. De manera inadvertida, se instaló la ley en nuestra crisálida al margen de la ley, y convertimos el futón oriental de Virginia en un colchón casero, un colchón blando de guata exhausta, en un colchón que no sólo no te proporciona el descanso que se debe solicitar a un colchón, sino que te despierta un incómodo dolor lumbar en la espalda de los remordimientos.

Dicho así parece algo muy complicado, pero en realidad se trataba nada más que de algo muy molesto. Hombre arriba, hombre abajo, y se sanseacabó. Un par de veces por semana que se dilataron hasta convertirse en una. Llegó un momento -breve- en que le agradecí que nos quedásemos en el comedor, diseccionando las causas de nuestra desgana.

Imagínense cómo me irritaba el uso equívoco de los pronombres: que cuando dijese nuestra estuviese aludiendo con amargura a mi desgana. En los comedores de las casas conceptuales no hay donde protegerse, porque apenas hay muebles, salvo una mesa de centro con patas cortas, unos almohadones con motivos pictográficos y las paredes desnudas. En ese género de estancias, a diferencia de otras decoraciones, uno no puede ponerse al abrigo de un consabido juego de aparador, mesa, sillas, vitrina y candelabros.

Los japoneses tienen un dominio de su mente mucho mayor que el resto de los naturales de otros países, por el hecho de sobrevivir en circunstancias decorativas extremas. No se trata de una broma. Quien simplifica hasta rozar la nada el ámbito en donde vive somete su alma a fricciones inimaginables, a elevaciones de la temperatura y bruscos enfriamientos de la experiencia, climatologías de una aspereza poco corriente.

En el comedor de Virginia no había donde resguardarse de sus reproches mudos, de sus miradas de cordero degollado por mis manos manchadas de clandestinidad. Me daba la impresión de que en aquella estepa polar ella podía leer dentro de mi cabeza, porque yo empezaba a transparentarme. Ni más ni menos que eso: transparentarme, volverme transparente a sus miradas de cordero degollado con ojo clínico, perder la consistencia de mi carne, bajo la lupa sin piedad con la que su entrega permanente me diseccionaba, disolverme en la marmita en que había puesto a hervir a fuego lento todas sus esperanzas de recobrar el tiempo pasado, de devolvernos a los días en que yo le apretaba el cuello cuando me pedía que la matase, nada más que un poco, un ligero apretón que me hacía sentirme el rey del mundo, porque me aseguraba que Virginia era mi putana y yo un aprendiz de chulo ilusionado en el burdel de los días idénticos. (Mi putana: qué bien suena otro idioma, otra lengua de estar vivo en el corazón de una mujer. Todos los diálogos de intimidad deberían ejecutarse en otra lengua. Por eso yo la obligué en tantas ocasiones a que mascullara ordinarieces en su inglés de curso por correspondencia, o la insulté en mi esperanto amoroso para nuestros éxtasis de andar por casa.)

Así que dejé de ir por el piso de Virginia, y ella no montó ninguna escena, cosa de agradecer. Hasta que un día se presentó en mi despacho y me dijo que si no tenía el valor necesario para decirle a la cara que habíamos terminado, al menos tuviese el de firmar el visto bueno de su traslado delante de ella. Y lo firmé. Mi pequeña rúbrica de urgencia. Dos trazos hacia arriba y un ligero arabesco circular. A eso se limitan las cosas muchas veces, y es muy triste. El personal bancario, ya lo ven, está sometido a los traslados azarosos más de lo que les ocurre a otros muchos trabajadores de distintos oficios.

De manera que cuando la encontré en el estante de los vinos de mi delicatessen, seis años después de aquellos días, me quedé perplejo. Ya he dicho que el tiempo había sido benigno con ella, más de lo que lo había sido conmigo. No soy un tipo gordo, sino un fondón de mala conciencia que no termina de asumir el hecho irrebatible de que las cosas sucedan como suceden. Virginia llevaba dos botellas de un reserva en oferta entre los brazos, como si tratara de acunar a un niño tinto de cristal, con diminutas orejas de corcho. Intercambiamos toda una serie de vaguedades acerca de la calidad del ultramarinos, del calor del día y de que ya no recordábamos bien la última vez en que nos habíamos visto. Cada cual recogió sus paquetes, pagó su cuenta y salimos juntos a la calle. Se trataba de un día en verdad caluroso, pero al amparo de la refrigeración, en la delicatessen, lo había olvidado. Después de despedirme con dos besos, justo en el instante en que íbamos a darnos la vuelta, quién sabe para cuántos años más, se me ocurrió decirle de improviso:

-Virginia ¿sabes que tienes todavía un contrato en vigor conmigo y con mi socio?

-Qué cosas tienes, Arturo -me dijo con una sonrisa franca, una de esas sonrisas de Virginia detrás de las que no había espacio para la doblez, ni para la malicia, ni para el rencor-. No vas a cambiar nunca: tú y tus juegos. A partir de hoy, considéralo rescindido.

Me quedé viendo cómo se extraviaba en dirección a su universo, un lugar del que yo no formaba parte hacía mucho. Caminaba con la decisión con que lo hubiese hecho un Cristo sobre las aguas del día. Seguro que no tenía miedo a hundirse, ni a las criaturas del mar, ni a los galeones naufragados a los que se les pudre el maderamen en la oscuridad de los abismos.

Consideré inútil, y no por casualidad, informarle de que me corresponden los niños una vez cada mes y que los términos del divorcio fueron satisfactorios. Para qué acumular detalles innecesarios al relato de nuestras vidas. Las cuestiones del corazón terminan pareciéndose a los empleados de banca, esa gente sometida más de la cuenta a los vaivenes del destino.

Aunque no vaya a debutar nunca en unas Olimpiadas, debo volver a hacer deporte, o de lo contrario voy a terminar laureado por mi corona abdominal de espinas.

Qué sabrá Virginia sobre galeones hundidos, y sobre los ecos de herraduras en la memoria.

Me reafirmo en lo dicho: quien no ha corrompido con artes de jugador de ventaja el corazón de una mujer no sabe lo que es la buena vida.