...Mi
cuerpo se había estirado, yo ocultaba mis piernas y mi torso en prendas
holgadas. La noche anterior había soplado mis quince velas. Muy pronto se
celebraría otro aniversario, el de la victoria de 1945. El director, que había
decidido proyectar a los alumnos un documental, nos había reunido en la
oscuridad de un aula frente a una sábana colgada sobre la pizarra. Yo estaba
sentado junto al capitán del equipo de fútbol, un chico corpulento y
alborotador, con el pelo cortado al cepillo, que nunca me había dirigido la
palabra.
Comenzó
la proyección: por primera vez vi las montañas. Aquellas terribles montañas de
las que sólo había leído descripciones. Las bobinas giraban, devanando la
película, sólo se oía el ronroneo del aparato. Pilas de zapatos, de ropa,
pirámides de cabellos y de miembros. Ni extras ni decorados, a diferencia
aquella película que mi madre y yo habíamos visto en silencio. De buena gana
hubiera ido a encerrarme en cualquier sitio para no ver aquellas imágenes. Una
de ellas me dejó clavado en el asiento: la de una mujer a la que un soldado de
uniforme arrastraba por un pie para arrojarla en una fosa ya repleta. Aquel
cuerpo desarticulado había sido una mujer. Una mujer que se había paseado ante
las tiendas, contemplado en un espejo la elegante línea de su vestido nuevo,
una mujer que se había retocado un mechón que se le escapaba del moño. Esa
mujer ya no era más que aquella muñeca dislocada, arrastrada como un saco y
cuya espalda rebotaba en las piedras de un sendero.
La
visión era demasiado brutal, la obscenidad demasiado violenta para que se me
ocurriese trasladar aquella imagen a mi habitación. Sin embargo, ciertas noches
no había dudado en convocar otras, como después de ver la película en la
televisión, cuando elegí entre la fila de cuerpos desnudos aquel al que
sometería a mi deseo.
Mi
vecino, el capitán de equipo de fútbol, se había agitado en el banco desde el
comienzo de la proyección. Aprovechando la oscuridad había proferido a media
voz algunas groserías que desataron la hilaridad de la clase. A la vista de
aquel cuerpo obsceno que a cada sacudida abría los muslos y mostraba un
triángulo negro, ahogó una risa. Me dio un codazo y me oí reír a mí mismo, por
complacerle. Me hubiese gustado decir algo gracioso, para divertirle. Imitando
el acento alemán, dijo: «Ach! ¡Perros judíos!», y yo volví a reírme más
fuerte. Me reí porque me había dado un codazo, porque era la primera vez que
uno de aquellos cuerpos triunfantes buscaba la complicidad del mío. Me reí
hasta la náusea. De pronto se me revolvió el estómago, pensé que iba a vomitar
y le golpeé violentamente en la cara. Durante un instante se quedó estupefacto,
apenas me dio tiempo de ver reflejarse a la mujer en blanco y negro en sus ojos
desencajados hasta que se arrojó sobre mí para molerme a golpes. Rodamos bajo
la mesa, aquél ya no era yo, por primera vez no experimentaba el menor temor,
no me asustaba que su puño se estrellase en el hueco de mi plexo. Me había
desaparecido la náusea, lo así por el pelo para golpearle la cabeza contra el
suelo, hundí mis dedos en sus ojos, le escupí en la boca. No me hallaba ya en
el colegio, sino que luchaba como estaba acostumbrado a hacerlo cada noche, con
la misma excitación, pero, contrariamente a mi hermano, mi adversario no iba a
ganarme. Yo sabía que iba a matarle, de verdad iba a sepultar su rostro en la
arena.
Alertado
por nuestros gritos, el que nos vigilaba interrumpió la proyección y encendió
las luces. Ayudado por algunos alumnos, nos separó: yo sólo veía con un ojo, un
líquido caliente me corría por la mejilla, y me llevaron a la enfermería.
Abandoné el aula mientras mi vecino seguía insultándome. También él tenía el
rostro ensangrentado. Al menos había conseguido dejarle la nariz bien
tumefacta, victoria que me valió durante unas semanas el respeto de los de mi
clase.
Aquel
episodio me dejó, durante unos días, una venda en la ceja que paseé con orgullo
por los pasillos del instituto. Pero esa herida me aportó bastante más que una
gloria efímera, pues fue la señal que Louise esperaba.
Al
día siguiente, en la calle Bourg-l'Abbé, le conté todo a mi vieja amiga. A mis
padres les di una versión que me evitaba mencionar el documental: una pelea en
el patio originada por el robo de la pluma que me habían regalado la víspera
por mi cumpleaños. Sorprendí un destello de asombro en los ojos de mi padre,
mezclado con un ápice de satisfacción. ¿De modo que su hijo era capaz de
pegarse?
A
Louise le dije la verdad, sólo a ella podía decírsela. Le conté la proyección,
le hablé de las montañas, le describí a la mujer de goma, le expliqué cómo
había lavado yo el ultraje que la mujer había sufrido. Pero no le hablé de mi
risa. Iba avanzando en mi relato y de repente, desbordado por la emoción, lloré
delante de Louise como no lo había hecho ante nadie. Su rostro se descompuso,
se inclinó sobre mí y yo me dejé abrazar, con la mejilla pegada a su blusa de
nylon. Al poco sentí que unas lágrimas me mojaban la frente y, sorprendido,
alcé la cabeza: Louise, como yo, estaba deshecha en llanto. Me apartó de sí para
mirarme, como si no supiese qué decisión tomar; luego sonrió y me habló.