Viaje al fondo de la habitación

... Supongo, por tanto, que no fracasar como diseñadora gráfica contribuyó a mi fortuna. Me había labrado una reputación y tenía teléfono, por eso me hice rica. Era un viernes por la tarde y estaba echando la llave a la puerta de casa para salir a comprar té de menta, cuando sonó el teléfono. Pude no hacer caso y dejar que saltara el contestador automático, pero levanté al auricular y me ofrecieron el trabajo.

Yo no lo quería. Era el típico encargo para mañana por la mañana que se suele ofrecer a los trabajadores autónomos. Necesitaban crear un nuevo personaje para un juego de ordenador. Habría significado un infernal fin de semana sin dormir y no me apetecía. Al director del proyecto, un japonés resentido que se puso en contacto conmigo, tampoco le apetecía darme el trabajo. Despotricó contra el diseñador al que se lo había ofrecido antes que a mí, quien se había echado atrás en el último momento para largarse a Bangkok y ganarse la vida como transexual; conocía a cientos de profesionales con experiencia en Japón, pero todos estaban ocupados, de vacaciones, en plena crisis espiritual, convaleciendo tras un accidente de esquí, dando a luz o participando en algún concurso de televisión. Enumeró furioso la lista de países a los que había recurrido en busca de ayuda: Estados Unidos, Alemania, Francia, España, Bulgaria, Polonia, India.

Mientras me refería las inverosímiles vicisitudes que habían impedido a cientos de diseñadores de talento aceptar su oferta, llegó hasta mí la fetidez de su aliento, el tufo a tabaco rancio impregnado en su ropa (al rato caí en la cuenta de que si en Tokio nos llevaban nueve horas de adelanto, aquel hombre cargaba ya con una larga jornada a sus espaldas); me hablaba airado, de hecho, me detestaba, e intuí que esperaba de mí que me disculpara por todos sus padecimientos. Pese a su obvia premura por encontrar diseñador, repasó conmigo mi currículum punto por punto antes de ofrecerme el trabajo, cosa que hizo con una mala pata increíble.

No me apetecía aceptar aquel encargo. Pero cuando trabajas por cuenta propia es difícil decir que no. Vives siempre con el temor de que no vuelvan a llamarte o, lo que es peor, a ofrecerte trabajo. De tus labios no puede salir la palabra «no». Pronunciarla te acarrearía el infortunio profesional; suscitaría la cólera de los dioses crematísticos. Pese a todo, habría preferido que aquel encargo desapareciera.

Por eso dije:

--Tendrá que comentarlo con mi abogado.

Y salí a comprar té, convencida de que no volvería a saber más del japonés, pues yo abogado no tenía. Además, el abogado que no tenía  sin duda habría salido fuera de fin de semana; y aunque no hubiera salido, se habría olvidado de mí.

Yo no me había olvidado de él. Me hallaba en una fiesta buscando mi abrigo cuando me abordó diciendo:

--Soy especialista en propiedad intelectual y me gustaría follarte la tapa de los sesos.

Una entrada pobre, pero dicha con gracia, y sin la sonrisa lasciva y babosa de, pongamos, un director de recursos humanos. No era la clásica proposición ofensiva que se precia de serlo. Él estaba borracho y a mí me apetecía. Después me ofreció su tarjeta por si deseaba que me representara, pero nunca le tomé la palabra porque no llegué a necesitarlo y porque, como toda mujer sabe, los favores rara vez se cumplen a posteriori.

Curiosamente, esa misma mañana había roto su tarjeta y la había tirado a la basura. Odio guardar trastos y cosas inútiles (los zapatos son imprescindibles para mi paz de espíritu) y me gusta ver orden a mi alrededor, además que, poca utilidad podía encontrarle a la tarjeta de un abogado casado, especialista en propiedad intelectual. Pero se me ocurrió que tal vez fuera un modo eficaz de quitarme de encima al japonés; rescaté la tarjeta de la papelera y le di el número de teléfono. Estaba convencida de que ahí terminaba la historia.