Con
bastante frecuencia el cuerpo reacciona con enfermedades al menosprecio
constante de sus funciones vitales. Entre éstas se encuentra la lealtad a
nuestra verdadera historia. Así pues, este libro trata principalmente del
conflicto entre lo que sentimos y sabemos, porque está almacenado en nuestro
cuerpo, y lo que nos gustaría
sentir para cumplir con las normas morales que muy tempranamente
interiorizamos. Sobresale entre otras una norma concreta y por todos conocida,
el cuarto mandamiento, que a menudo nos impide experimentar nuestros
sentimientos reales, compromiso que pagamos con enfermedades corporales. El
libro aporta numerosos ejemplos a esta tesis, pero no narra biografías enteras,
sino que se centra principalmente en cómo es la relación de una persona con
unos padres que, en el pasado, la maltrataron.
La
experiencia me ha enseñado que mi cuerpo es la fuente de toda la información
vital que me abrió el camino hacia una mayor autonomía y autoconciencia. Sólo
cuando admití las emociones que tanto tiempo llevaban encerradas en mi cuerpo y
pude sentirlas, fui liberándome poco a poco de mi pasado. Los sentimientos
auténticos no pueden forzarse. Están ahí y surgen siempre por algún motivo,
aunque éste suela permanecer oculto a nuestra percepción. No puedo obligarme a
querer a mis padres, o siquiera a respetarlos, cuando mi cuerpo se niega a
hacerlo por razones que él mismo bien conoce. Sin embargo, cuando trato de
cumplir el cuarto mandamiento me estreso, como me ocurre siempre que me exijo a
mí misma algo imposible. Bajo este estrés he vivido prácticamente toda mi vida.
Traté de crearme sentimientos buenos e intenté ignorar los malos para vivir
conforme a la moral y al sistema de valores que yo había aceptado. En realidad,
para ser querida como hija. Pero no resultó y, al fin, tuve que reconocer que
no podía forzar un amor que no estaba ahí. Por otra parte, aprendí que el
sentimiento del amor se produce de manera espontánea, por ejemplo con mis hijos
o mis amigos, cuando no lo fuerzo ni trato de acatar las exigencias morales.
Surge únicamente cuando me siento libre y estoy abierta a todos mis
sentimientos, incluidos los negativos.
Comprender que no puedo manipular mis sentimientos, que no
puedo engañarme a mí misma ni a los demás, fue para mí un gran alivio y una
liberación. Sólo entonces caí en la cuenta de cuántas personas están a punto de
desbaratar sus vidas porque intentan, como hacía yo antes, cumplir con el
cuarto mandamiento sin percatarse del precio que sus cuerpos o sus hijos
tendrán que pagar. Mientras los hijos se dejen utilizar, uno puede vivir hasta
cien años sin reconocer su verdad ni enfermar a causa de su autoengaño.
Claro que,
también, a una madre que admita que –debido a las carencias su infancia– es
incapaz, por mucho que se esfuerce, de amar a su hijo, se la tachará de inmoral
cuando trate de articular su verdad. Pero yo creo que es precisamente el
reconocimiento de sus sentimientos reales, desligados de las exigencias
morales, lo que le permitirá ayudarse de verdad a sí misma y a su hijo, y
romper el círculo del autoengaño.
Un niño,
cuando nace, necesita el amor de sus padres, es decir, necesita que éstos le
den su afecto, su atención, su protección, su cariño, sus cuidados y su
disposición de comunicarse con él. Equipado para la vida con estas virtudes, el
cuerpo conserva un buen recuerdo y, más adelante, el adulto podrá dar a sus
hijos el mismo amor. Pero cuando todo esto falta, en el niño del pasado
permanece de por vida el anhelo de satisfacer sus primeras funciones vitales;
un anhelo que de adulto proyectará sobre otras personas. Por otra parte, cuanto
menos amor haya recibido el niño, cuanto más se le haya negado y maltratado con
el pretexto de la educación, más dependerá, una vez sea adulto, de sus padres o
de figuras sustitutivas, de quienes esperará todo aquello que sus progenitores
no le dieron de pequeño. Ésta es la reacción natural del cuerpo. El cuerpo sabe
de qué carece, no puede olvidar las privaciones, el agujero está ahí y espera a
que sea llenado.
Pero
cuanto mayor se es, más difícil es obtener de otros el amor que tiempo atrás
uno no recibió de los padres. No obstante, las expectativas no desaparecen con
la edad, todo lo contrario. Las proyectaremos sobre otras personas,
principalmente sobre nuestros hijos y nietos, a no ser que tomemos conciencia
de este mecanismo e intentemos reconocer la realidad de nuestra infancia lo más
a fondo posible acabando con la represión y la negación. Entonces descubriremos
en nosotros mismos a la persona que puede llenar esas necesidades que desde
nuestro nacimiento, o incluso desde antes, esperan a ser satisfechas; podremos
darnos a nosotros mismos la atención, el respeto, la comprensión de nuestras
emociones, la protección necesaria y el amor incondicional que nuestros padres
nos negaron.
Para que
eso suceda, necesitamos experimentar el amor hacia ese niño que fuimos; de otra
manera, no sabremos dónde está ese amor. Si queremos aprender esto en las
terapias, necesitamos dar con personas capaces de aceptarnos tal como somos, de
proporcionarnos la protección, el respeto, la simpatía y la compañía que
necesitamos para entender cómo hemos sido, cómo somos. Esta experiencia es
indispensable para que podamos aceptar el papel que desempeñaron los padres en
relación con el niño antes menospreciado. Un terapeuta que se haya propuesto
«modelarnos» no puede procurarnos esta experiencia, y tampoco un psicoanalista
que haya aprendido que, frente a los traumas de la infancia, uno debe mostrarse
neutral e interpretar como fantasías nuestros relatos. No; necesitamos
precisamente lo contrario, es decir, un acompañante parcial, que comparta con nosotros el horror y la indignación
cuando, paso a paso, nuestras emociones vayan revelándonos (al acompañante y a
nosotros mismos) cómo sufrió ese niño y por lo que tuvo que pasar,
completamente solo, mientras su alma y su cuerpo luchaban por la vida, esa vida
que durante años estuvo en constante peligro. Un acompañante así, al que yo
llamo «testigo cómplice», es lo que necesitamos para conocer y ayudar al niño
que llevamos dentro, es decir, para entender su lenguaje corporal e
interesarnos por sus necesidades, en lugar de ignorarlas, como hemos hecho
hasta ahora y como hicieron nuestros padres en el pasado.
Lo que
acabo de decir es muy realista. Con un buen acompañante, que sea parcial y no neutral, uno puede encontrar su
verdad. Durante el proceso, puede liberarse de sus síntomas, curarse de la
depresión y ver cómo aumentan sus ganas de vivir, salir de su estado de
agotamiento y sentir que su energía crece en cuanto deje de necesitarla para
reprimir su verdad. El cansancio típico de la depresión aparece cada vez que
reprimimos nuestras emociones intensas, cuando minimizamos los recuerdos del
cuerpo y no queremos prestarles atención.
¿Por qué
estas evoluciones positivas se dan más bien poco? ¿Por qué la mayoría de la
gente, especialistas incluidos, prefiere creer en el poder de los medicamentos
a dejarse guiar por el cuerpo? Es el cuerpo el que sabe con exactitud lo que
nos falta, lo que necesitamos, lo que tuvimos que soportar y lo que nos
provocaba en nosotros una reacción alérgica. Pero muchas personas prefieren
recurrir a los medicamentos, las drogas o el alcohol, con lo que el camino
hacia la verdad se les cierra aún más. ¿Por qué? ¿Porque reconocer la verdad
duele? Eso es indiscutible. Pero esos dolores son pasajeros y soportables, si
se cuenta con una buena compañía. El problema que veo aquí es que falta esa
compañía, porque da la impresión de que casi todos los facultativos de la
asistencia médica, debido a nuestra moral, tienen grandes dificultades para
apoyar al niño en otros tiempos maltratado y reconocer cuáles son las
consecuencias de las heridas tempranamente sufridas. Están bajo la influencia
del cuarto mandamiento, que nos obliga a honrar a nuestros padres «para que las
cosas nos vayan bien y podamos vivir más años».
Es lógico, pues, que dicho mandamiento obstruya la curación
de antiguas heridas. Aunque no es de extrañar que hasta ahora nunca se haya
hecho una reflexión pública de este hecho. El alcance y el poder de este
mandamiento son enormes, porque se alimenta de la unión que hay entre el niño y
sus padres. Tampoco los grandes filósofos y escritores se atrevieron jamás a
rebelarse contra este mandamiento. A pesar de su dura crítica a la moral
cristiana, la familia de Nietzsche se libró de dicha crítica, pues en todo
adulto al que en el pasado maltrataron anida el miedo del niño al castigo cada
vez que intentaba quejarse del proceder de sus padres. Pero anidará sólo en
tanto que éste sea inconsciente; en cuanto el adulto tome conciencia de él, irá
desapareciendo progresivamente.
La moral
del cuarto mandamiento, unida a las expectativas del niño de entonces, lleva a
que la gran mayoría de consejeros vuelvan a ofrecer a los que buscan ayuda las
normas de educación con las que crecieron. Muchos consejeros supeditan sus
viejas expectativas mediante innumerables hilos a sus propios padres, llaman a
eso amor e intentan ofrecer a los demás ese tipo de amor como solución.
Predican el perdón como camino de curación y da la impresión de que no saben
que este camino es una trampa en la que ellos mismos están atrapados. El perdón
nunca ha sido causa de curación (véase
A. Miller 1990/2003).