Hitler, que tanta aniquilación trajo, no surge de la nada, sino que recibe una herencia de finales del siglo xix que le lleva a ver el mundo humano desde la perspectiva del biologismo y del naturalismo.
En esta perspectiva no hay ningún «bien» ni ningún «mal». La naturaleza es moralmente indiferente, en ella se da tan sólo lo «fuerte» y lo «débil». En la palestra de la vida entendida de modo biológico rigen unas «virtudes» distintas de las morales. La naturaleza está más allá del bien y del mal. El hecho de que a lo largo de los siglos y en diversos ciclos culturales se haya hecho esta distinción entre bien y mal, según la argumentación de la conciencia moderna, demuestra sólo que se ha necesitado mucho tiempo para superar la seducción del antropomorfismo. Éste es una especie de enfermedad infantil del pensamiento humano y de su manera de representar. Relaciones de la conciencia y del alma se proyectaron al mundo exterior. Por tanto, no se establecía todavía una distinción radical entre el mundo interior del hombre y el mundo exterior. Desde el punto de vista moderno, las religiones han de verse como intentos de representarse los nexos de la realidad natural y cósmica en forma tal que sea posible encontrarse familiarmente en ella. Las religiones se interpretan como anteojeras que impiden ver el rostro de una naturaeza despiadada.
En El porvenir de una ilusión, Sigmund Freud critica la religión, pero plantea la pregunta de si es conveniente difundir entre la gente su crítica psicológica de las «leyendas religiosas», calificativo bajo el cual incluye las doctrinas cristianas. ¿No es la religión una ilusión beneficiosa que, ante el «opresivo poder de la naturaleza» y la «imperfección de la cultura dolorosamente sentida», proporciona a los hombres el sentimiento de abrigo y, además, fortalece la moral? ¿No podría decirse que estaba bien asesorado Kant cuando, por amor a su criado Lampe, presentaba los deberes morales fundados en la razón como si fueran mandamientos divinos?
Contra tales reparos, que quieren proteger la fe por razones de terapia social, Freud aduce la ética de la condición adulta. El hombre ha de hacerse con el valor de ser adulto, aunque esto le induzca al conocimiento doloroso de que en el conjunto del mundo y de la naturaleza no está prevista su felicidad. Es más, el Freud tardío considera capaz al hombre incluso de asumir el conocimiento de que la aspiración a la muerte atraviesa el impulso de vida.
Como muchos otros contemporáneos, Freud quedó impresionado por las experiencias de la primera guerra mundial. Esta guerra, con sus matanzas masivas, impensables hasta aquel momento, con su explosión de fuerzas destructivas, representó para él el final de la ilusión del progreso imparable de la humanidad. Si cesa la represión civilizadora de los «apetitos malos», escribe, entonces se muestra que los «hombres [. . .] cometen acciones de crueldad, perfidia, traición y barbarie, cuya posibilidad se habría considerado antes de cometerse tales actos incompatible con el correspondiente nivel cultural». Desde el trasfondo de esta experiencia, después de la guerra Freud desarrolla su teoría del instinto de muerte. Es significativo que considere este instinto de muerte no sólo como un dato psicológico, sino además como una realidad cósmica.