Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico

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El fin

 

El viernes 31 de diciembre de 1999 en Las Heras, provincia de Santa Cruz, fue un día de sol.

Había llovido en la mañana pero por la tarde, bajo el augurio favorable del que parecía un verano glorioso, se hicieron compras, se hornearon corderos y lechones y se vendieron litros de vino y de sidra. Allí, y en toda la Argentina, se preparaba la juerga del milenio con fiestas, alcohol y fuegos de artificio.

Pero en Las Heras, ese pueblo del sur, Juan Gutiérrez, 27 años, soltero, sin hijos, buen jugador de fútbol, no vería, de todo eso, nada.

No sabía mucho de la muerte –como no lo supieron los demás, los otros 11– pero el último día del milenio supo que no quería seguir vivo.

A las seis de la mañana, mareado por el alcohol, húmedo por la llovizna de un amanecer del que sería un día radiante, golpeó la puerta de la casa de su madre hasta que ella lo hizo entrar. Siguieron gestos de alguien que planea seguir vivo: pidió comida, comió. Después, enfurecido, salió a la calle. Su madre se quedó laxa, temblando en un comedor repleto de estufas asfixiantes. Cuando corrió a buscarlo ya era tarde.

Lo vio al doblar la esquina. Pendía como un fruto flojo de un cable de la luz, en plena calle. Eran las siete y cuarto de la mañana.

Esa noche, a las doce en punto, estalló el fin del milenio y en Las Heras hubo fiestas. Nadie suspendió los encuentros, las comidas, el brindis de la medianoche.

Habían sido muchas: los vecinos ya estaban habituados a esas muertes.

 

 

Las Heras es un pueblo del norte de Santa Cruz, provincia gobernada desde 1991 y hasta 2003 por quien sería después presidente de la república, Néstor Kirchner.

En la publicidad paga que la Subsecretaría de Turismo del Gobierno de Santa Cruz publicaba durante su mandato en diarios de Buenos Aires había un mapa y en ese mapa, donde debía estar Las Heras, no había nada: apenas la línea negra de la ruta 43.

El pueblo brotó allí en 1911 porque el Ferrocarril Patagónico, cuyas obras comenzaron en 1909 en Puerto Deseado, desde donde se lanzaba hacia la cordillera en un intento por unir los puertos y los valles, se interrumpió por el comienzo de la Primera Guerra Mundial. El caserío se llamó Punta de Rieles y permaneció en remota calma y prosperidad, última estación de las 14 que había desde Puerto Deseado, y centro acopiador de lanas y cueros al que llegaban las producciones de colonias vecinas como Perito Moreno y Los Antiguos. Más tarde se estableció el 11 de julio de 1921 como fecha de su fundación, y se le dio nombre: Colonia Las Heras. Con los años, sin que nadie pueda decir cuándo, perdió lo de Colonia.

Creció a ritmo desaforado, mucho más que las otras estaciones intermedias, ya que allí se concentraban la carga, los pasajeros y las principales casas comerciales de la región. De 603 habitantes en 1920, pasó a tener el doble en 1947. No era más que calles de tierra y unos pocos que vivían del comercio, pero la producción lanar era un portento y todos los años lo más granado de la zona se reunía en la Exposición Rural.

Era un pueblo pequeño sacudido sólo por el precio –la suba, la baja– de la lana, pero se vivía bien, se vivía próspero, se vivía en paz.

Un optimismo fuera de cauce ganó las calles y los campos en los años '60, cuando además de generosa en ovejas la región se manifestó rica en petróleo. Las Heras resultó estar a orillas de uno de los yacimientos más importantes de la Patagonia, Los Perales, que hizo de la provincia de Santa Cruz la segunda cuenca más importante del país, y de ese pueblo ganadero un centro de operaciones y base administrativa de la empresa estatal ypf. Por eso poco importó que el 15 de enero de 1978 el tren hiciera su último recorrido y las vías fueran, desde entonces, vías muertas. Todavía –sobre todo– quedaba el petróleo.

En esos años, ypf era un pionero del que sólo podía esperarse lo mejor, una patria paralela que encendía los sitios por los que pasaba creando escuelas, rutas, hospitales. Así, en Las Heras, al calor del progreso petrolero las calles de tierra se hicieron de asfalto y se reprodujeron barrios como el Aramburu, el 1 de Mayo, el Don Bosco, el 2 de Abril, techos modestos pero necesarios en un lugar donde no hay ríos ni arroyos ni pájaros ni ovejas, los cielos van cargados de nubes espesas, un viento amargo muele y arrasa a 100 kilómetros por hora y la tierra se desmigaja a veinte grados bajo cero.

De Salta, de Formosa, de Catamarca, llegaron muchos a buscar lo que no había en otras tierras: futuro. A cambio, entregaron el cuerpo nueve horas por día, doce días al mes y sin descanso, al arte sucio de extraer petróleo, arriando máquinas en medio de fríos de infierno, con la perspectiva regocijante de un baño de nafta para remover la mugre al final de la jornada. Entre 1980 y mediados de los '90, en pleno auge del petróleo, los 7000 modestos habitantes de Las Heras llegaron a 16.000.

Los dueños de las estancias invirtieron también en ese oficio: dejarse perforar. Era conveniente. Las empresas oradaban los campos a cambio de buen dinero y debían pagar, además, extras por cualquier camino abierto, derrame inesperado o arbusto autóctono removido. Todos prefirieron eso a esperar los vaivenes del clima, depender del capricho de volcanes como el Hudson, que cubrió la zona de cenizas en 1991, o sobresaltarse con la suba y la baja de la oveja hecha lana.

Así, de a poco, con trabajadores que llegaban de todas las provincias a probar suerte, Las Heras empezó a ser terreno de hombres solos que querían hacer dinero e irse rápido, pero se quedaban años. Se multiplicaron los cruces familiares: hijos e hijastros, padres y padrastros, madres y madrastras, y todos contra todos. Familias ortopédicas producto de revolcones impetuosos que nunca duraban demasiado, y que a veces competían en tiempo, dinero y atenciones con las que habían quedado en el terruño de origen. Para aquellos sin familia sustituta ni mujer dispuesta a aguantar un revolcón por soledad irremediable, estaban las putas. Llegaron de a cientos, desde toda la Argentina, a trabajar en bares, whiskerías y cabarets que se multiplicaron: Cachavacha, Vía Libre, tantos otros. No hubo cuadra que no tuviera su farol, su carne de ocasión por poca plata. Detrás del pecado llegó la iglesia, en una cantidad que sólo puede competir con los prostíbulos: al menos 11. Evangélicos, mormones, Testigos de Jehová acompañaron a la una –la sola– iglesia católica.

Las Heras atravesó los años ochenta y los primeros años noventa en esa prosperidad de petroleras, bares, burdeles, y hombres con dinero para gastar en todo eso.

Pero en 1991 comenzó el proceso de privatización de ypf en manos de Repsol y el paraíso empezó a tener algunas fallas.

Desde ese año gobernaba la ciudad un hombre del peronismo –Francisco Vázquez– que permaneció en la intendencia hasta 1999. Durante su mandato, ypf redujo personal, tercerizó procesos y, de tener aproximadamente 50.000 empleados en todo el país, pasó a tener 5000.

No hubo cómo evitar el impacto.

De a poco, con más ímpetu desde 1993, la crisis hizo furor en la ciudad. En 1995 el desempleo trepó al 20% y 7000 personas se fueron de Las Heras.

Quedaron los que estaban cuando fui.

No todos, pero sí muchos, eran los solos y los dolientes, los rotos en pedazos.

De algunos –no de todos– habla esta historia.

 

 

«Presunto Caso Paranormal en Las Heras. Una vidente denunció a un agenciero de “meterse en sus sueños”. La mujer dice que es “para sacarle los números de quiniela”.

»Un particular caso rayano en lo policial, esotérico y tal vez paranormal ocurre en la localidad santacruceña de Las Heras y que, de acuerdo a sus características, de no mediar alguna conciliación o intervenir la justicia podría derivar en situaciones mucho más graves que las imputaciones y amenazas que se han registrado hasta el momento.

»Lo concreto es que una mujer de unos 60 años que dice ser vidente y haber estudiado parapsicología, ha denunciado públicamente al único agenciero de apuestas de quiniela y loterías de Las Heras, de ingresar por las noches a sus “sueños” con el solo propósito de sacarle los números que supuestamente van a salir en una futura jugada.»

Eso, así, decía el diario Crónica, de Comodoro Rivadavia, la primera vez que puse «Las Heras» en Google y dejé que apareciera lo que apareció.

 

 

Llegué a Las Heras a principios del otoño de 2002, a mediodía.

Era intendente, desde 1999, José Luis Martinelli, un hombre de la Alianza que el 23 de marzo de 2002, en esa provincia gobernada por el justicialista Néstor Kirchner, se había hecho eco del reclamo de los desocupados del petróleo y había tomado, con ellos y otros funcionarios, la cercana batería de rebombeo Loma del Cuy II, de Repsol-ypf, acusando a la empresa de no emplear mano de obra local. La toma de la batería paralizó el yacimiento Los Perales durante un día, hasta que Repsol se comprometió a crear los puestos de trabajo reclamados. Martinelli y otros funcionarios fueron procesados por delito federal, pero con el paso del tiempo fueron sobreseídos.

Aunque no trascendieran, los cortes, las tomas, los piquetes, eran habituales en Las Heras.

En enero de 1999, durante 15 días y en reclamo de puestos de trabajo, los desocupados habían cortado la ruta 43, que une la ciudad con el resto del mundo. Durante dos semanas no habían llegado al pueblo diarios ni alimentos, y nadie pudo entrar o salir. Los comercios ya empezaban a vender comida racionada cuando los piqueteros llegaron a un acuerdo con Repsol y levantaron el corte.

Pero yo no estaba ahí por eso.

Aquel día de otoño el viento sacudía el ómnibus de la empresa Sportman, que une Comodoro Rivadavia con Las Heras. El ómnibus era demasiado viejo y la ruta 43, escenario de todos los piquetes, se clavaba en el horizonte sin ninguna interrupción, sin una sola curva.

A los costados, arriba, abajo, no había nada. Ni pájaros ni ovejas ni casas ni caballos. Nada que pudiera llamarse vivo, joven, viejo, exhausto, enfermo. Sólo había eso –desierto puro–, los balancines del petróleo con sus cabeceos tristes, y el ruido de una botella que iba y venía por el pasillo y que nadie –ni yo– se molestaba en levantar. No éramos más de cinco pasajeros, y el chofer impávido y un poco de música.

Pasamos Pico Truncado, una ciudad a 80 kilómetros de Las Heras, y el ómnibus se detuvo. Subió una chica rubia y gorda, de gafas grandes con marco blanco. Usaba aparatos en los dientes y conocía al chofer: se saludaron con confianza. Entre risas se sentó en el primer asiento y dijo que se rumoreaba que los piqueteros iban a cortar, en minutos más, la ruta entre Pico Truncado y Caleta Olivia. No habría modo de regresar a Comodoro Rivadavia.

–Voy a Las Heras y no sé si salgo –contó riéndose, muerta de risa–. Dice que van a cortar quince días, como la otra vez, o más.

Me esperaba idéntico destino. No sé si me desesperé.

 

 

«Un programa del Fondo Nacional de las Naciones Unidas para la Infancia (unicef) destinado a concientizar a los jóvenes acerca de que toda situación “es negociable en la vida” se aplicó por primera vez en el interior del país, en Las Heras, provincia de Santa Cruz, ante el suicidio de 15 adolescentes y la sospecha de esa causa de muerte en otros siete casos, en el término de dos años. Se trata del programa denominado Jóvenes Negociadores, desarrollado por unicef en la Universidad de Harvard, Estados Unidos, que fue implementado en la Argentina por la organización no gubernamental Poder Ciudadano. El programa de unicef fue trasladado al interior del país a raíz de que 22 jóvenes, entre 18 y 28 años, se suicidaron en Las Heras y que varios niños intentaron también quitarse la vida entre 1997 y 1999. “La desocupación, la ausencia de contención social, la falta de expectativas laborales y de estudio aparecen como desencadenantes de estas trágicas determinaciones”, reveló el secretario de Bienestar Social de Las Heras, Ángel Gómez. Fue así como la comuna tomó contacto con unicef-Argentina, y poco después las autoridades de este organismo decidieron enviar a tres expertos a estudiar la problemática social de esa localidad. Tras reunirse con entidades intermedias, curas, pastores evangélicos, ong y grupos de autoayuda, los representantes de unicef decidieron poner en práctica el programa de Jóvenes Negociadores. Dictado por especialistas de la Fundación Poder Ciudadano, el programa se inició en junio de este año, capacitó a 20 personas y esta semana se graduaron más de 300 chicos. El curso, que se dictó durante cinco meses en Las Heras, consistió en enseñarle a los jóvenes cómo negociar frente a cualquier circunstancia, para no llegar a la violencia verbal o física, ni a la autoagresión. El secretario de Bienestar Social de Las Heras manifestó que tras evaluar la situación social y la serie de suicidios en esa localidad, los expertos de unicef y de Poder Ciudadano “no hallaron un patrón común acerca de la causa”, aunque sí respecto del procedimiento empleado, lo cual habla de conductas imitativas.»

Cuando llegué a Las Heras llevaba ese comunicado del año 2001, algunos números de teléfono, un pasaje de avión de regreso a Buenos Aires que dudaba poder usar, y un puñado de nombres de los que no sabía –todavía no sé– nada.

 

 

No recuerdo qué fue lo primero que vi.

Quizá la ypf de la entrada, o la avenida Perito Moreno con boulevard al medio, o el cementerio o el enorme galpón de chapas que decía Transporte Las Heras. Sé que no vi –ni entonces ni nunca– la pintada que alguien me había dicho que existía: «Las Heras, pueblo fantasma».

–Fijáte, apenas llegás lo primero que ves es eso.

No hacía falta. El pueblo era una obviedad. No había gente, ni jardines, ni ventanas abiertas, ni carteles con nombres de las calles. Los árboles parecían sobrevivientes de alguna cosa mala. Después supe que no había cine, ni Internet ni kioscos de revistas, y que cada tanto el viento cortaba los teléfonos, auspiciados por una cooperativa municipal porque hasta allí no llegan el largo brazo de la Telefónica ni las pretensiones francesas de Telecom.

El día era de sol y eso ayudaba, pero cuando bajé del ómnibus el viento me empujó, trastabillé y sentí un chirrido de arena entre los dientes.

Alcé mi mochila y caminé hasta el hotel.

 

 

La recepción estaba quieta, como de siesta, pero era mediodía. Dejé la mochila en el piso y esperé. Había gente en el bar –un sitio agradable, de mesas de madera y ventanas con cortinas transparentes que dejaban pasar la luz; uno de los pocos, sabría después, donde no hay música atronando ni chicas ofreciéndose a 50 pesos– y el comentario ya estaba en todas partes: como un tsunami, el piquete se había abatido sobre la ruta. No se podía regresar a Comodoro.

Un chico con cruces tatuadas en los nudillos apareció detrás del mostrador. Me dio la bienvenida, las llaves, el control remoto del televisor y me preguntó si ya sabía.

–¿Qué cosa?

–Que en este pueblo pasan cosas raras. Es todo por culpa de los indios enterrados que andan por ahí. Hay muchos indios enterrados acá.

Subí a mi cuarto. Cerré la puerta. Encendí el televisor y no había nada. Sólo estática, una nube gris. El viento arrancaba las ventanas de su sitio, los dientes y las muelas.

Qué fui a buscar ahí. No sé qué vi. Qué estaba buscando.