La presencia del pasado

Vidas históricas

 

 

La historia de México está en pie. Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los asesinatos y los fusilamientos. Están vivos Cuauhtémoc, Cortés, Maximiliano, don Porfirio, y todos los conquistadores y todos los conquistados. Esto es lo original de México. Todo el pasado suyo es actualidad palpitante. No ha muerto el pasado. No ha pasado lo pasado, se ha parado.

 

José Moreno Villa

 

 

Este libro narra diversas formas en que los pasados de México (el universo prehispánico, la Conquista, la evangelización y la era virreinal) gravitaron sobre el apasionado y dramático siglo xix. Es una historia de las ideas históricas, de las supervivencias históricas y de los procesos históricos. Es también, sobre todo, la biografía colectiva de algunos personajes notables (historiadores, historiógrafos, escritores y cronistas) que escribieron historia, pero en quienes la Historia, a su vez, escribía su misterioso libreto.

Una forma particularmente noble de esa gravitación, de esa presencia, fue la historiografía, es decir, el empeño por recobrar los escritos y documentos históricos de nuestro país. Del siglo xix mexicano provienen muchos de los caudillos, soldados, políticos, tribunos, escritores y sacerdotes que figuraron de manera sobresaliente en el turbulento escenario nacional y hoy se recuerdan en estatuas de bronce o en los nombres de calles, plazas, pueblos y ciudades del país. Pero casi nadie conoce a los humildes héroes de la historiografía. La memoria del pasado prehispánico –sus códices, crónicas e historias– se había preservado parcial y milagrosamente gracias a un puñado de cronistas, misioneros e historiadores (entre ellos algunos mestizos e indígenas) que trabajaron en el siglo de la Conquista. Ese patrimonio, ya mermado, se salvó en los siglos xvii y xviii por los cuidados de unos cuantos devotos del pasado (Sigüenza y Góngora, Boturini), pero en los albores del siglo xix estaba oculto, olvidado y disperso. ¿Cómo podía construirse una nueva nación sin esos cimientos? Esa obra de recuperación es el tema del primer capítulo de este libro: «Devoción por la historia».

Luego de la labor (precursora, aunque desigual) del cronista y editor Carlos María de Bustamante, apareció la figura de un hombre hoy casi olvidado: el jurista, bibliógrafo, historiador e historiógrafo duranguense José Fernando Ramírez. Por increíble que parezca, combinó todas esas rigurosas casacas con la de estadista: fue ministro de Relaciones de dos regímenes liberales (durante y después de la guerra de México con Estados Unidos), y ocupó la cartera de Negocios Extranjeros al servicio de Maximiliano de Habsburgo. Aunque su esfera de estudio abarcó sobre todo el mundo prehispánico (que recuperó por sí solo, a lo largo de tres décadas, y con su propio peculio), Ramírez hizo grandes aportes al conocimiento de la Conquista, la evangelización y la era virreinal. Con todo, en estos tres rubros la gloria mayor le corresponde al adusto y sapientísimo Joaquín García Icazbalceta, historiógrafo, bibliógrafo, biógrafo, editor e historiador, que fue también hacendado en el neurálgico estado de Morelos. Gracias a José Fernando Ramírez y a Joaquín García Icazbalceta, México recobró, en el siglo xix, buena parte del tesoro documental de los siglos anteriores. Con el acervo de Ramírez, pudo escribir Manuel Orozco y Berra la más acuciosa y seria historia del México antiguo y la Conquista publicada en el siglo xix, digna sucesora de la obra de Clavijero, publicada un siglo antes. ¿Qué movió a esos hombres en su hazaña intelectual? ¿Cómo se vincularon con los afanes, no menos aislados y solitarios, de sus predecesores en la era de la Conquista y el Virreinato? A todos los movía una motivación casi religiosa, una devoción por la historia (y por la verdad en la historia), muy distinta del uso ideológico del pasado con propósitos de legitimación política, característico también de nuestro siglo xix.

«La progenie de Cuauhtémoc», capítulo siguiente, da cuenta de otro tipo de presencia del pasado. Es la historia de una supervivencia histórica: la de los indios. Esparcidas por el territorio mexicano, numerosas etnias y culturas indígenas habían sobrevivido en comunidades sujetas a un complejo y recíproco proceso de atracción y repulsa por parte de la sociedad circundante. A partir del célebre debate español sobre la naturaleza del indio, ¿cuál fue su imagen a través de los siglos?, ¿cómo afectaba la idea del indio histórico a la idea del indio vivo, y viceversa? Porque los indígenas no sólo eran una presencia viva del pasado, sino representaban también un haz de problemas soterrados, reprimidos, latentes, pendientes. Junto a la polémica sobre el lugar histórico de la Iglesia, la «cuestión indígena» fue preocupación cardinal en el siglo xix. ¿Había que protegerlos, como habían hecho las leyes e instituciones virreinales? ¿O, con todos los costos, había que propiciar su integración a la corriente moderna de la vida nacional? ¿Existía un término medio entre tutela y libertad? Los gobernantes de México (Juárez, Maximiliano, Porfirio Díaz) ponderaron con seriedad esta gravitación del pasado, igual que los principales pensadores del siglo: el conservador Alamán, el doctrinario doctor Mora, el indigenista Bustamante, el radical Ignacio Ramírez, el romántico Guillermo Prieto, el polígrafo Ignacio Manuel Altamirano, el educador Justo Sierra, el etnólogo Andrés Molina Enríquez, el jurista Emilio Rabasa, el polémico Francisco Bulnes. Todos tuvieron en su momento una receta para «la salvación de los indios»: ¿cómo se compaginaban esas ideas con la realidad?, ¿cómo reflejaban esas ideas la condición personal de esos intelectuales?

En «La espada y la cruz» la gravitación del pasado se explora a través de una historia de las ideas. ¿Cuál fue la imagen de Hernán Cortés a través del tiempo? ¿Cómo llegó esta imagen al momento de la Independencia y cuál fue su suerte durante el siglo xix? Historiadores y escritores de las diversas «banderías» –como se decía entonces– definían su postura presente a partir de su opinión sobre la Conquista en general, y sobre sus personajes centrales: el propio Cortés, Moctezuma, Cuauhtémoc, la Malinche, Nuño de Guzmán. Y es que la pregunta fue siempre más amplia y compleja: ¿cuál fue la «verdadera historia» de la Conquista? ¿Por qué ocurrió como ocurrió? ¿Era inevitable? Y en el balance final, ¿fue desastrosa, criminal, traumática, providencial, benéfica o evolutiva? Muchas de las historias de la Conquista terminaban con la caída de Tenochtitlan, pero esa periodización, según los historiadores hispanistas, era en sí misma ideológica, porque dejaba de lado «la otra conquista», más dilatada y profunda: la evangelización. La «conquista espiritual», en efecto, fue parte fundamental en la construcción de una nueva sociedad. Esa utopía de educación, tutela y justicia (sobre todo en su vertiente original, franciscana), atravesaría en silencio el siglo xix y cobraría nuevo ímpetu en el siglo xx. Aquel proceso fundacional de la identidad mexicana tuvo la fortuna de contar con un salvador historiográfico: Joaquín García Icazbalceta.

En el cuarto capítulo, «La familia mestiza», la presencia y la gravitación del pasado adoptan la forma de un proceso histórico del que México fue un escenario privilegiado. La convergencia del mestizaje duró en esencia cuatro siglos (aunque sigue siendo un proceso abierto) y se dio en varios ámbitos: el étnico, desde luego, pero sobre todo el cultural. Más que combatirse, los valores materiales, intelectuales, vitales, estéticos, éticos y religiosos de conquistados y conquistadores (aunados a los de la sustancial población negra) tendieron a converger en un mosaico llamado México. Ese mestizaje adoptaba a veces formas ocultas para los propios protagonistas, como fue el caso de Porfirio Díaz, en cuyo estilo personal de gobernar no era difícil discernir elementos del pasado indígena y de la monarquía española. Tan fundamental fue el mestizaje que suscitó la más original y profética interpretación de nuestra historia social, en la pluma de un patriarca de la etnohistoria: Andrés Molina Enríquez.

El capítulo final, «Herencia de Nueva España», explora la presencia del Virreinato en el México independiente. ¿Qué elementos de aquellos tres siglos de dominación (creencias, ideas, instituciones, leyes, costumbres) debía preservar y cuáles debía desechar la nueva nación? ¿Convenía al país el sistema monárquico o la república representativa? ¿Ésta debía ser federalista o centralista? ¿Podía México eludir su puesta al día en la edificación de un Estado de derecho que garantizase las plenas libertades cívicas? ¿Cuál había sido el legado de los sesenta y tres virreyes? ¿Y cuál el de la Iglesia? Estas preguntas atarearon los días y desvelaron las noches de los más distinguidos historiadores durante la primera mitad del siglo xix (Bustamante, Mora, Alamán) hasta desembocar, por desgracia, en la siguiente generación, no en un diálogo civilizado sino en una lucha fratricida: las Guerra de Reforma e Intervención, y –tras el fugaz paréntesis de la República Restaurada– en una extraña «monarquía con ropajes republicanos» que integró la negada herencia virreinal de manera subrepticia, oscura y casi vergonzante: la era de Porfirio Díaz.

En La presencia del pasado la historia no es una fuerza impersonal: tiene caras, sentimientos, pasiones, ideas y creencias. Los personajes se salvan y condenan por las actitudes históricas que adoptan. Leían el pasado con las claves del presente, leían el presente con las claves del pasado. Y en esa lectura les fue la vida. El liberal moderado José Fernando Ramírez pasó del liberalismo al monarquismo, y pagó un altísimo costo por su tránsito; Ignacio Ramírez combatió con odio teológico la herencia hispana y católica; Manuel Orozco y Berra, Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y Justo Sierra (cada quien según su temple y a su manera) terminaron reconciliados con los pasados de México. Abierta o secretamente, los mejores entre ellos –los más serios– introdujeron en su visión liberal la huella profunda del cristianismo en el país (revelada como nadie por García Icazbalceta) y buscaron una síntesis.

¿Convergencia o divergencia? Ésa fue la pregunta del siglo xix. En septiembre de 1910, en las Fiestas del Centenario, la elite rectora creía haber arribado a un dictamen: convergencia, desde luego, pero bajo el esquema evolucionista de la historia liberal, que presa de una ardorosa «fiebre de porvenir» desdeñaba el carácter problemático, irresuelto, insuficientemente discutido, de algunos pasados de México. Dos meses más tarde, esos mismos pasados estallaron en la más trágica de las divergencias: la Revolución.

Jorge Luis Borges nos definió en una línea: «México, país obsedido en la contemplación de la discordia de su pasado». Octavio Paz nos reveló en otra: «Debemos reconciliarnos con el pasado». Este libro participa de ambas: contempla la discordia, aspira a la reconciliación.

 

ENRIQUE KRAUZE