La gran controversia

I
El tema

 

A la hora de escribir Rusia y sus imperios (México, Tusquets, 1997), empezaba a pensar en un siguiente proyecto, una historia de la ortodoxia en Rusia a partir del tiempo actual, de los grandes cambios provocados por la perestroika y la caída de la URSS, historia que debería acompañarse de otra, paralela, de las iglesias no ortodoxas de la región. Al juntar día a día material sobre la actualidad en desarrollo como sobre los antecedentes, caí en cuenta de un caso de «concordia-discordia» del género humano, en especial de la desunida gran familia cristiana: un abismo de violenta incomprensión cuya profunda realidad no sospechaba o había subestimado. Para los «occidentales», «latinos», «romanos», «papistas», durante siglos, hasta el Concilio Vaticano II, los ortodoxos eran «cismáticos» y se cultivaba la ilusión, eso hasta la fecha, con todo y concilio, de que la reunión de las iglesias sería muy fácil, que tomaría la forma de un «regreso» de los extraviados a los brazos generosamente abiertos de Roma; la ilusión de que no había más problema que el reconocimiento por parte de las «iglesias cismáticas» de la autoridad suprema del Papa, sobre la Iglesia universal.

En cuanto a los «orientales», «ortodoxos», «greco-rusos», presentaban del otro lado del espejo la misma imagen pero alrevesada. Los cismáticos, los herejes, peores que los inocentes e ignorantes paganos, eran –son– los orgullosos y execrables latinos, cristianos que dejaron de serlo hace tiempo y acumulan 250 herejías como lo enseña un manual todavía en uso en ciertos seminarios rusos.

En esos años noventa del siglo pasado, Samuel Huntington publicaba, en medio del trueno de las guerras de la ex Yugoslavia, su tesis provocadora, criticable pero para nada ausente de gran interés, sobre el «choque de las civilizaciones» –en realidad de las culturas religiosas–, tesis que aplicaba a la ex Yugoslavia, zona de fractura mayor, dividida por una frontera de 1500 años que separa la cristiandad occidental de la cristiandad ortodoxa (y del islam), frontera que seguía la división administrativa de Diocleciano entre el Imperio romano de Oriente y el Imperio romano de Occidente.

Propongo ahora un fuerte símbolo de la división de los cristianos a lo largo de esa demarcación. Es de todos sabido que la fiesta de Pascua, la resurrección de Cristo, es, con la de Navidad, la mayor del calendario litúrgico de todas las iglesias cristianas. Un siglo después del primer concilio universal (el de Nicea, en 325), la Iglesia cristiana alcanzó un acuerdo con relación a la celebración de la Pascua. Se establecieron tablas de cálculo de acuerdo con los calendarios de la época y las fechas pascuales se fijaron en función del calendario romano juliano, con el 21 de marzo como el día del equinoccio primaveral. De esta manera la Pascua se celebraba en todas las iglesias cristianas más o menos a la vez hasta el año de 1583, cuando en Occidente, el papa Gregorio XIII promulgó la reforma científicamente correcta del calendario, debido a que, como se sabía desde hacía tiempo, el calendario juliano se retrasaba un día cada 128 años, y para fines del siglo xvi este retraso ya era de diez días (contados a partir del año 325, del concilio universal). El equinoccio ya no ocurría el 21, sino el 11. Por eso la reforma del calendario consistió en que todas las fechas fueran adelantadas en diez días. Y si bien los protestantes, con todo su horror al «papismo», aceptaron poco a poco el nuevo calendario gregoriano, los ortodoxos se negaron a hacerlo y denunciaron la reforma como una invención del diablo.

Para colmo, si la Pascua occidental, gregoriana, no coincide con la oriental, juliana, la diferencia puede ser bien de una o bien de cuatro a cinco semanas. La causa es la siguiente: el equinoccio de primavera, según el calendario juliano todavía en vigor en varias iglesias ortodoxas –en la rusa entre otras–, sucede trece días después del real (gregoriano), de manera que el 21 de marzo nuestro (8 de marzo para la Iglesia ortodoxa, rusa o griega) ocurre el equinoccio. Entonces comienza el tiempo de la luna pascual para los «occidentales» y, por consiguiente, cuando el plenilunio acontece entre el 21 de marzo y el 2 de abril, esta luna será pascual sólo para los «occidentales», toda vez que para los «orientales» aún no se ha producido el equinoccio. Por lo tanto, la Gran Pascua rusa se dilatará hasta la próxima luna, es decir, un mes después, que será el primer plenilunio después del 21 de marzo según el calendario juliano, a saber, el segundo plenilunio después del equinoccio real.

Por este desacuerdo en el calendario, debido a razones estrictamente político-culturales, los cristianos no pueden celebrar su mayor fiesta al mismo tiempo y la frontera del calendario no separa iglesias sino culturas, no separa a católicos y protestantes sino al Occidente latino del Oriente griego.1

Si las iglesias no pudieron ponerse de acuerdo sobre un cómputo, dependiendo, no de la teología, sino de la astronomía, no es de sorprenderse que no hayan podido reencontrarse. ¿Cuál es la situación presente?

 

«La separación de la Iglesia de Oriente y de la Iglesia de Occidente pertenece a esas heridas, a esos pecados que deberíamos bien reconocer, que nos juzgan y para los cuales debemos esperar de Dios que haga algo en conformidad con su promesa.»2

 

De acuerdo. Pero es una manera de decir que la situación no tiene remedio humano. En 1979, cuando J. M. Lustiger formulaba esa reflexión, el papa Juan Pablo II visitó en Estambul-Constantinopla al patriarca Demetrio I. Ya, al concluir el Concilio Vaticano II, habían sido superadas las condenas de excomunión del año 1054. Pero se dio un paso más: si bien el Papa no pudo concelebrar con el patriarca, sí asistió a la ceremonia eucarística que presidió Demetrio y fue invitado a cantar el padrenuestro en latín. Era la víspera de la fiesta de San Andrés, «el primer llamado», santo patrono de la Iglesia de Constantinopla y santo patrono de Rusia, el hermano de Pedro, primer obispo de Roma. Al final de la ceremonia, Juan Pablo y Demetrio firmaron una declaración común, el 29 de noviembre 1979.

Comentando ese encuentro, el 31 de mayo de 1980, con varios representantes de las iglesias no romanas, el Papa expresó: «Uno no puede respirar como cristiano, es más, como católico, con un solo pulmón; es necesario tener los dos pulmones, es decir, el oriental y el occidental». Se inspiraba en lo dicho en 1926 por el poeta ruso Vyacheslav Ivanov, recién convertido al catolicismo durante su exilio en Roma: «Europa debe respirar con dos pulmones: el catolicismo y la ortodoxia». Ivanov siempre mantuvo que había alcanzado «la plenitud de su ortodoxia» al entrar en comunión con Roma.3

Ahora el Papa invertía la metáfora: le tocaba al catolicismo abrirse a la ortodoxia. El tono de los dos hombres, sus dos afirmaciones paralelas, significaban algo realmente nuevo, en la línea de las esperanzas despertadas por el Concilio Vaticano II. Y es que hasta aquel 1979 –y aún después– la idea romana de la reunión de los cristianos no admitía la diversidad religiosa, sino de manera provisional, táctica y a regañadientes. Decir eso no es criticar sino constatar. Además, Roma había viajado en buena compañía: ni los humanistas como Erasmo o Montaigne, ni los grandes reformadores protestantes, ni los dirigentes ortodoxos fueron «tolerantes» en nuestro sentido de la palabra. Los partidarios de la (re)conciliación, a lo largo de mil años, piensan siempre en términos de compasión, perdón, condescendencia. Convencidos de tener toda la razón, no son menos convencidos del error, del extravío de los otros, los cuales son calificados como herejes, cismáticos y, en el mejor de los casos, como «hermanos separados» a los cuales les toca «volver» para «reunirse» con los buenos y verdaderos cristianos. Los «otros» merecen nuestra indulgencia y la corrección caritativa, más que el castigo. Por eso, se puede hacer ciertas concesiones formales (el uso de su lengua en la liturgia, la barba de los sacerdotes y hasta el matrimonio de clérigos y el respeto de ritos) para atraerlos. Nunca se trata de darles un tratamiento en un plan de igualdad, nunca se puede dejar de denunciar sus errores. La unidad cristiana es un ideal y la coexistencia confesional un mal menor, aceptable –en el peor de los casos– sólo durante un tiempo. Todos piensan así, los protestantes, los ortodoxos, los romanos, hasta los más ecuménicos. Es un hecho histórico que hay que aceptar y entender como tal. La indignación moral del historiador, o su ironía, sólo revelarán que está cometiendo el pecado de anacronismo.

En 1995 el papa Juan Pablo II intentó dar un paso hacia adelante al publicar su carta encíclica sobre el ecumenismo: Ut unum sint (Para que sean uno). Retomemos las palabras de 1979, en Constantinopla:

 

«Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio [el del papado de Roma] pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros [...] La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su grito “que ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.» (Juan, 17, 21.)

 

El Papa invitó a «encontrar una forma de ejercicio de la primacía [del obispo de Roma] abierta a una situación nueva, pero sin renunciar de manera alguna a lo esencial de su misión». Bien podía recordar y aceptar los errores históricos de los papas como su responsabilidad en los sufrimientos de las otras iglesias. Al lanzar esa invitación planteaba de nuevo el problema de la cuadratura del círculo.

Su buena voluntad no quedaba en duda, pero el patriarca Bartolomeo I de Constantinopla criticó el «paternalismo» del texto y su falta de humildad. Para algunos anglicanos la experiencia fue frustrante también y, entre los católicos, Hans Kung habló de «oportunidad perdida». Un teólogo ortodoxo, del Instituto Saint-Serge de París, Jean-François Colosimo, comentaría años después:

 

«Juan Pablo II es para mí un testigo crucial de la fe. Pero sus relaciones con la ortodoxia, en especial con la rusa, son un fracaso. Por varias razones. La primera es personal. La cultura eslava de Juan Pablo II lo llevó a ver el mundo ruso como eslavo antes que ortodoxo. Pues bien, Rusia es ortodoxa antes que eslava. Sobre el tema de “los dos pulmones de Europa”, Rusia se sintió instrumentalizada, englobada en la visión wojtiliana de las raíces cristianas de Occidente. La segunda razón es dogmática. Roma intentó lograr el regreso de la ortodoxia, por ejemplo, en su oposición al protestantismo, sobre puntos en los cuales ortodoxos y católicos parecen coincidir, como la ordenación de mujeres como sacerdotes [...] Resulta que la teología ortodoxa existe por sí misma y no para apoyar una estrategia de reconquista de la identidad católica. La tercera razón es eclesiológica. Juan Pablo II ha manifestado una muy grande apertura a todo lo que no es católico. Pero ha querido también recentrar la Iglesia católica refundando su magisterio, mundializándolo en forma de hiperpersonalización, en contacto inmediato con el pueblo, brincando los niveles intermedios. Todo lo cual tiene que chocar con los ortodoxos cuya visión de la Iglesia es totalmente opuesta. Paradoja: ese Papa, más y más “Papa”, propone a los cristianos no católicos en Ut unum sint repensar con él el ejercicio del papado. Invitación sin consecuencia, porque el problema es más la definición del primado de la sede de Pedro que su ejercicio».

 

Finalmente, J.-F. Colosimo señala los errores cometidos por Roma, en los últimos años, en relación con el patriarcado de Moscú: «Todo esto conforta a la Iglesia ortodoxa rusa en su endurecimiento de identidad, cuando vive un regreso muy difícil sobre el escenario de la Historia y sufre todavía de las heridas de una prueba cuya amplitud no puede imaginar Occidente».4

Antes de terminar con este punto, conviene recordar que si el endurecimiento ha sido generalizado a lo largo de los siglos y recurrente también, en todos los campos se encontraron hombres más abiertos. Y puesto que hablamos del «endurecimiento» de la Iglesia ortodoxa rusa, hay que recordar la tesis de Filareto Drozdov (1782-1867), metropólito de Moscú y el más famoso teólogo ruso del siglo xix. En su opúsculo titulado (en ruso) Diálogos entre un buscón y un convencido, publicado en 1815 en San Petersburgo, el prelado adelantaba la tesis según la cual la Iglesia ortodoxa, si bien pertenece a la Iglesia universal fundada por el Salvador, es sólo una parte del todo. La unidad visible de la Iglesia se rompió en el siglo xi y la Iglesia ortodoxa (greco-rusa u oriental) es sólo su parte más sana, la que conservó pura la antigua tradición. Pero la otra parte es la Iglesia occidental, la romana y las protestantes, a lo menos las que conservaron el episcopado. La principal crítica que Filareto hace a Roma es que ella considera como excluida de la Iglesia universal, como cismática, a la Iglesia oriental, esa otra mitad de la cristiandad. Compara la separación entre Oriente y Occidente con la división de las tribus de Israel entre el reino de Judá y el de Israel, tras la muerte de Salomón. Israel es Roma, la Iglesia occidental que se separó de su hermana al definir sola ciertas doctrinas que tocan a la fe. El teólogo ruso termina diciendo que su legítima veneración por la ortodoxia no se debe interpretar como una condena de la Iglesia occidental. «En conformidad con las leyes eclesiásticas, dejo la Iglesia particular de Occidente al juicio de la Iglesia universal. En cuanto a las almas cristianas, las entrego al juicio, mejor dicho, a la misericordia de Dios.»

En la misma época, el conde N. A. Muraviev, teólogo laico, expresó la misma concepción de la Iglesia universal en su folleto titulado Parole de l'orthodoxie catholique au catholicisme romain (París, 1853, traducido del ruso, págs. 85-87). Una generación después, T. Stoianov señaló que Vladimir Soloviev estaba equivocado al decir que los teólogos ortodoxos consideraban que la Iglesia oriental constituía, ella sola, la Iglesia universal. Precisaba que tal concepción, en vigor en Rusia hasta Pedro el Grande, había sido abandonada y que no se podía excluir a la Iglesia romana de la universal. Pecaba de optimismo porque el abandono no había sido universal; sin embargo la novedad era cierta. Así, antes de 1914 varios teólogos rusos repitieron que la Iglesia ortodoxa era sólo una de las partes de la universal, y el arcipreste Svietlov, autor tan fecundo como original, resumió esa doctrina en su Doctrina de la fe cristiana expuesta desde el punto de vista apologético (en ruso, Kiev, 1910, tercera edición: págs. 208-209). En el siglo xx, grandes teólogos «liberales» como Serguei Bulgakov, Pavel Florevski, Lev Gillet,5 Jean Meyendorff, Alexander Schmemann, Alejandro Men6 y Benjamín Novik (estos dos de la última generación), prolongaron esa escuela que, si bien estima que la Iglesia ortodoxa es la parte más sana de la universal, quiere y respeta a la Iglesia occidental. Incluso dice no estar segura de la superioridad de la oriental, por lo que no quiere en tal materia adelantarse al juicio mismo de Dios.

En 1999, a quien le preguntaba qué habían perdido las iglesias en el cisma de 1054, el patriarca Bartolomeo I de Constantinopla contestó que en términos religiosos «podemos decir que la vida cristiana en la cristiandad occidental se volvió antropocéntrica y que en la cristiandad oriental ortodoxa se quedó teoantrópica».7