Nadie pierde

El Premio Nobel Steven Weinberg terminó un libro con estas palabras: «Cuanto más comprensible nos parece el universo, más sin sentido nos parece también».2 No voy a discutir con un gran físico lo deprimente que es la física. Por lo que sé, la especialidad de Weinberg, la materia inanimada, no da el menor indicio de aspirar a metas superiores. Pero cuando nos adentramos en el reino de la materia animada –las bacterias, los mohos mucilaginosos y, sobre todo, los seres humanos–, la situación me parece diferente. Cuanto más concienzudamente analizamos la deriva de la evolución biológica y, en particular, la deriva de la historia humana, más sentido parece tener. Porque la palabra «deriva» no es la indicada en ningún caso. Los dos procesos tienen una dirección, una flecha. Por lo menos es la tesis de este libro.

Las personas que ven una dirección en la historia humana, o en la evolución biológica, o en ambas, a menudo se han calificado de místicas o de bichos raros. En ciertos aspectos cuesta discutir que merezcan mejor trato. El filósofo Henri Bergson creía que la evolución orgánica estaba impulsada por un misterioso élan vital, una fuerza vital. Pero ¿por qué proponer algo tan etéreo cuando podemos explicar el funcionamiento de la evolución desde el punto de vista físico de la selección natural? Pierre Teilhard de Chardin, el teólogo jesuita, pensaba que la historia humana avanzaba hacia el «Punto Omega». Pero ¿con cuánta seriedad esperaba que se lo tomaran los historiadores si el Punto Omega estaba «fuera del Tiempo y el Espacio»?3

Por otro lado, hay que dar algún crédito a Bergson y a Teilhard. Los dos entendieron que la evolución orgánica tendía a crear formas de vida de complejidad creciente. Y Teilhard hizo especial hincapié en una tendencia parecida de la historia humana: la evolución milenaria de estructuras sociales de tamaño y complejidad crecientes. Las extrapolaciones que efectuó en esta dirección fueron proféticas. Analizó las telecomunicaciones, y la globalización que comportaban, a mediados del siglo xx, antes de que estos temas estuvieran de moda. (Marshall McLuhan, acuñador de la expresión «aldea global», había leído a Teilhard.) Con su concepto de «noosfera», el «envoltorio pensante de la Tierra», Teilhard se adelantó en cierto modo a Internet, más de una década antes de la invención del microchip.

¿Se pueden explicar estas tendencias acertadamente detectadas por Bergson y Teilhard –tendencias básicas en la evolución biológica y en la evolución tecnológica y social de la especie humana– desde el punto de vista material, de la ciencia? Yo creo que sí y de esto trata casi todo el libro. Sin embargo, no creo que la explicación concreta tenga necesariamente que suprimir del todo el contenido espiritual que Bergson y Teilhard atribuyeron a este cuadro general. Si hay dirección en la vida –si la vida avanza hacia un fin concreto de modo natural–, el mismo movimiento invita legítimamente a preguntarse a qué se debe dicha dirección. Y aún diré más: que la invitación es particularmente tentadora a la luz de la fase de la historia humana que al parecer tenemos a la vuelta de la esquina, una especie de culminación social, política e incluso moral.