De buena fe

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Debía de correr el año 1982. Yo me encontraba en el Viceroy con Bobby Baldwin. Bobby Baldwin era mi único empleado, lo cual no nos convertía obligatoriamente en amigos a pesar de que íbamos al Viceroy casi cada noche. Mi matrimonio estaba acabado y el suyo no se había producido todavía, de modo que pasábamos juntos buena parte del tiempo que la mayoría de mis conocidos dedicaba a su familia. No me importaba. En una esquina de mi tarjeta de visita figuraba el teléfono del Viceroy bajo la indicación: «También se me puede localizar en este número». Algunos compradores me llamaban allí. Era buena señal que quisieran volver a ver una casa en lo que podríamos denominar <plena noche». Eso significaba que no podían esperar a la mañana siguiente. Y si ellos deseaban verla en «plena noche», yo hacía todo lo posible por complacerlos. Ésa era la diferencia entre Bobby y yo. Él siempre decía: «Hay que poner a prueba su motivación. Creo yo. Hagámosles esperar un poco».

Bobby tampoco era mi hermano, pero como si lo hubiera sido. Sally, su hermana, había sido mi novia durante año y medio en el instituto. Fue la primera persona que conocí que disponía de teléfono propio. Solía llamarme y decirme lo que debía hacer: «Bueno, Joey», me contaba, «mañana ponte ese pantalón marrón que tienes y los calcetines azules de las esferas, la camisa blanca y el suéter verde que te regalé; y yo me pondré mi falda azul con el jersey de cachemira a juego, y nos veremos en la escalinata. Estaremos guapísimos. ¿Has hechos los deberes de álgebra? Cuando llegues al número cuatro, la variable es siete, y x es igual a la mitad de y. Si te acuerdas de eso no tendrás problemas con lo demás. ¿Te has lavado la cara ya? No te olvides de usar el producto que te compré. Frótatelo en el sentido de las agujas del reloj, sólo un poco, una punta del tamaño de la goma de borrar de un lápiz, ¿vale?».

 Yo había sido bajito, y por entonces era alto. Había sido flaco, callado y devoto, y por entonces era bien parecido y musculoso; sin embargo, fue Sally Baldwin quien me llevó de la mano, la que me indicó qué ponerme, cómo pensar y qué decir. Nunca se equivocó y jamás perdió la paciencia. Ella me creó y, cuando hubo terminado, rompimos en el sentido formal de la palabra, pero siguió llamándome. Sally era inteligente y estudió en el Smith College. Y a mí no me cupo duda de que allí, de una vez por todas, organizaría su vida. Yo fui al Penn State. En abril de mi primer año en la universidad, Sally se mató en un accidente de coche en las afueras de Boston. Yo había hablado con ella dos días antes. «Bueno, Joey», me había dicho, «está bien que salgas con una mujer de casi treinta años; pero no digas que “sales” con ella, di que os estáis “viendo”. Verse es mucho más sofisticado que salir, y no conduce necesariamente al matrimonio.»

Volví a casa para el funeral. Parecía como si a los Baldwin los hubieran machacado. Y eso que les quedaban Felicity, Norton, Leslie y Bobby. De todas formas, no parecían gran cosa sin una Sally que los llevara a todos de un lado para otro. Betty, la madre, era incapaz de actuar por iniciativa propia. Pat Mahoney, el director del funeral, tuvo que sentarla y ponerla en pie, sacarla de un sitio y llevarla hasta otro. Gordon parecía algo mejor,como si en cierto sentido estuviera desvelado. De todas maneras, mi madre me dijo que él nunca se recuperaría, y es posible que nunca lo consiguiera. Por aquel entonces, Bobby tenía diez años, nueve menos que yo. Gordon se acercó a verme después y me preguntó cómo me iban las cosas. Se le veía preocupado, como suele ocurrir en los funerales, y no pude evitar decirle que las cosas me iban fatal. Yo odiaba la universidad, añoraba terriblemente mi hogar y, por si fuera poco, estaba la increíble noticia de la desaparición de Sally. Lo siguiente que recuerdo fue que me ofreció un trabajo y que yo lo acepté, y que dos días después del funeral volví a Penn State para recoger mis cosas. El lunes siguiente empecé a trabajar para Gordon, cosa que no habría ocurrido si Sally hubiera estado viva o hubiera sido mi prometida, porque a Gordon no le gustaba financiar a nadie de la familia, y mucho menos a los yernos.

Mi padre solía preguntarse cuál era el verdadero nombre de los Baldwin. No se parecían a ninguno de los otros Baldwin que había conocido. Gordon era gritón y afectuoso. «Mira, cariño», decía siempre, sin importarle con quién estuviera hablando. Cenaba fuera cada noche. Tenía tres o cuatro restaurantes adonde llevaba a todo el mundo. Jugaba a las cartas dos veces por semanas y apostaba fuerte. Esas partidas se remontaban a generaciones. Se ganaba la vida comprando y vendiendo cosas. Durante un tiempo fueron antigüedades; luego fueron joyas; durante otro fueron coches; y más adelante caros artefactos sacados de casas y hoteles que estaban siendo demolidos. A veces se enteraba de un hotel de la ciudad que iban a derruir y se presentaba en casa con un cargamento de vajillas u objetos de plata con el emblema del establecimiento. Un año llenó el almacén con butacas y sofás de seda rosa procedentes del vestíbulo de un hotel de Montreal. Otro año se hizo con mil cómodas. Ése fue el año en que convenció a todos los que nos compraban una casa de que había que tener un cuarto de baño más que el número de dormitorios, porque era «la tendencia del futuro». Siempre se trataba de casas, tierras y vacas lecheras. Una cosa llevaba a la otra. Es decir: las casas llevaban a las cómodas y las cómodas a las casas, lo cual llevaba a las tierras, las cuales llevaban a las vacas lecheras, las cuales llevaban al queso, el cual llevaba a las pizzas, las cuales llevaban a los manicotti y a las escalopas parmiggiana, las cuales llevaban al vino, el cual llevaba al amor, el cual llevaba a los niños, a las casas y a las cómodas. En pocas palabras, así era Gordon Baldwin.

Mi padre, a quien no le gustaba que nada llevara a nada por aquello del pecado, no tenía claro si los Baldwin habían sido en su origen Obolenski, Balducci o Baldagyi, pero se consolaba con el hecho de que nosotros fuéramos Stradford y siempre lo hubiéramos sido. Desde la Edad Media no se conocía un Stradford escrito de otra manera. Los Baldwin llegaron a la ciudad después de la guerra. Eso era lo único que la gente sabía. Y a pesar de que Gordon se había hecho rico y localmente famoso, y de que él, Bobby y el resto de la familia hablaban sin parar, de lo que nunca hablaban era de dónde provenían.

Fuera como fuese, el caso es que aquella noche yo apenas podía mantener los ojos abiertos –y eso que apenas eran poco más de las doce, hora muy temprana para cualquier Baldwin– y Bobby estaba completamente despierto: bebía y jugaba a los dados apostando monedas de centavo con un constructor al que conocíamos. El bar se encontraba medio lleno. Estábamos a miércoles.

–Nos vemos a las diez –le dije.

–¿Has visto? –repuso Bobby–. Un cinco y un tres. Eso hace  ocho.

–Bobby –insistí–, ¡a las diez! Tengo que enseñar una casa a las diez y cuarto y quiero asegurarme de que has llegado antes de que tenga que marcharme.

–A las diez –dijo Bobby.

–A las diez de la mañana.

–Sí, de la mañana.

–Bobby, recuerda: la mañana es cuando sale el sol y no tienes que conectar las luces del coche.

–Vale. Anda, tira –le dijo al constructor.

Me miró y me sonrió. Era igual que Betty. Meneé la cabeza. Al pasar junto a la mesa que estaba detrás de donde nos sentábamos, vi que un tipo levantaba la vista y me observaba. Salí al aparcamiento.

El aparcamiento del Viceroy daba al río, el Nut. Mi apartamento se encontraba en una urbanización de una pequeña población situada río arriba, Nut Hollow. En lugar de ir directo a mi coche, me dirigí hasta el agua para contemplar la luna, que brillaba redonda y resplandeciente. Durante un momento, la superficie permaneció oscura y lisa; luego el viento empezó a soplar y onduló la imagen. Distinguí a una mujer agachada al pie de un árbol, a unos diez metros de la orilla. Cuando se volvió al oír mis pasos, vi que se trataba de Fern Minette, la novia de Bobby. Se levantó con una sonrisa, limpiándose las manos en los vaqueros. Fern debía de tener unos veintisiete años. Ella y Bobby llevaban cuatro años y medio de relaciones formales.

–¡Vaya, pero si es Fern! –exclamé–. ¿Qué estás haciendo, Fernie?

–Poniendo una trampa para gatos.

–¿Cazando gatos?

–Bueno, sí. A mi gato. El viernes pasado se me escapó del coche cuando lo llevaba a la tienda de comestibles. –Señaló una jaula para el trasporte de gatos con la puerta abierta que había, apenas visible, en una oquedad cerca de la orilla–. Le voy poniendo cosas, un poco de hígado, sus juguetes. La otra noche se metió, pero cuando salí de detrás del árbol echó a correr otra vez –suspiró.

–Bobby está en el Viceroy –le dije–. A lo mejor él puede ayudarte. En estos momentos no hace nada de provecho.

–Con un gato no hay forma de ayudar. A los gatos no se les puede llevar como si fueran un rebaño. A los gatos hay que atraerlos. Es sólo que no se me ocurre qué más puede hacer; y a medida que van pasando las noches resulta más difícil. De todas maneras, será mejor que te marches.

–¿Te vas a quedar aquí toda la noche?

–Hasta las dos. Luego volveré a las seis. Vete. Puede que nos esté observando y tramando algo.

Me metí en mi coche y cerré la portezuela. Cuando encendí las luces, Fern me saludó con la mano y volvió a esconderse tras el árbol. Lo más extraño de Bobby y Fern era que hablaban en serio acerca de casarse. Ninguno de los dos era la clase de persona de la que cabía imaginar que planease su vida con el fin de tener un horario regular, una casa, y por lo tanto unos niños dispuestos a aceptarlos como padres.

 

 

Todavía tenía a Bobby en la cabeza cuando me levanté a la mañana siguiente para ir a la oficina, seguramente porque me preocupaba la posibilidad de que llegara tarde y yo tuviera que darme prisa para acudir a la cita. Era una cortante y clara mañana de primavera, aunque todavía no estábamos en la época de los narcisos. El cielo tenía un frío color azul grisáceo, pero la hierba verdeaba en las colinas y parecía como si pudiera distinguirse cada brizna brillando rebosante de clorofila. Se trataba de la clase de día en que las casas cobraban un aspecto estupendo, especialmente las de ladrillo; y yo tenía una casa de ladrillo para enseñar, una con un gran césped en la entrada y un camino de acceso recién asfaltado.

Para mi sorpresa, Bobby estaba en la oficina, vestido con chaqueta y corbata y con el listado inmobiliario abierto sobre el escritorio, por la sección de los precios con muchos ceros. Por entonces aquello significaba las últimas páginas del libro, donde había unas casas realmente estupendas: casas de Rollins Hills, con cinco o seis dormitorios y un supercongelador. Recordaba haber enseñado una que tenía su propia sauna, y haber permanecido de pie en el cuarto de baño, con los posibles compradores, manipulando los siete mandos mientras atisbábamos por la ventanilla el cubículo de madera como si fuera la primera vez veíamos agua corriente. En fin, el caso era que Bobby estaba metido de lleno en el listado inmobiliario de Rollins Hills. En cuanto entré, me dijo:

–¿Sabes qué? El tipo ese del bar, anoche, se traslada fuera de la ciudad. He quedado con él a las once y media. Quiere ver siete casas hoy y otras siete mañana. Luego escogerá. Tendrías que haberte quedado, pero me alegro de que no lo hicieras. Era el tipo del...

–¿El del cabello oscuro y la chaqueta gris?

–Sí.

–Tiene gracia. Se me quedó mirando mientras me marchaba.

–La gente siempre te mira cuando te vas del Viceroy. No se lo pueden creer.

–No. Es a ti a quien miran, avergonzados. Bueno, ¿viste a Fern? Estaba por allí fuera, intentando atrapar su gato.

–Nunca conseguirá pillar ese gato. El animal lleva cinco años intentando escapar. ¿Sabes?, cuando Fern se cambió de apartamento, el bicho se lo limpió de alimañas en menos de un mes. Ah, ahí lo tienes.

Un Cadillac se metió en nuestro pequeño aparcamiento y estacionó entre el BMW rojo de Bobby y mi Lincoln. Baldwin Development compraba una flota de vehículos nuevos cada dos años, y siempre era un amigo de Gordon el que se llevaba el negocio. Después de Año Nuevo, Rollins Hills Motors había conseguido la distribución de BMW, y Stu Grade le había vendido seis coches a Gordon durante una partida de póquer. El de Bobby era rojo. Al sheriff se le informó de que el de Bobby era el rojo.

El tipo que se apeó del Caddy, tenía un aire de lo más pulcro: pantalón marrón con raya, camisa blanca de aspecto caro, chaqueta italiana y mocasines de borlas. Se metió las llaves en el bolsillo y arrojó las gafas de sol sobre el asiento; luego miró a su alrededor buscando la puerta. Cuando me vio observándolo a través de la cristalera, me sonrió. No le acompañaba nadie. Las ventas de casas en las que no estaba implicada una mujer llevaban a veces a territorios desconocidos; sobre todo en aquellos días, cuando la mayoría de compradores la formaban familias que se trasladaban por el condado en busca de viviendas mejores o que decidían salir de la cuidad e instalarse en el campo. No obstante, Bobby necesitaba algo en lo que emplear el tiempo, y se me ocurrió que un cliente potencial resultaba preferible a cualquiera de sus seis actividades habituales: dormir hasta tarde, ir al Viceroy, ir al médico, ir al dentista, dedicarse a arreglar cosas en casa o llamar a Gordon para pedirle algo que hacer. El hecho de que empleara a Bobby en mi agencia había sido el resultado de eso último. Bobby era un muchacho bien intencionado y, a veces, hasta inteligente. Aun así, constituía un peligro para sí mismo y para los demás simplemente porque era incapaz de manejar una herramienta o de hacer cualquier cosa que se apartara de la rutina sin lesionarse o caer enfermo. Cuando no se rompía un dedo del pie al tropezar con un montón de pesas en el gimnasio,había rozado ortigas con toda la cara mientras llevaba a Fern de excursión, o se intoxicaba con comida en mal estado. Gordon me había confesado: «Este chico es capaz de sacarse un ojo con un martillo y de romperse la pierna con un destornillador. El negocio inmobiliario es el lugar más seguro para él». Y así era. No obstante, no creía que pudiera competir en pie de igualdad con el tal Marcus Burns que me estaba presentando.

Mis clientes me esperaban, o no tardarían en hacerlo. Mis clientes, los Sloan, eran unos compradores puntillosos. Yo me ganaba la vida en el negocio tomando buena nota de los deseos del comprador e investigando, yendo a ver todas las casas disponibles, llamando a los otros agentes, visitando exposiciones y, en general, memorizando tantas características de los listados inmobiliarios como me era posible. Sin embargo, no había forma de que pudiera adelantarme a los Sloan. Lo que deseaban saber de las casas que les interesaban, e incluso de las que no, desafiaba cualquier capacidad de conocimiento por mi parte. Hacía cuatro meses que buscaban –un plazo no exageradamente largo–, pero en ese tiempo habían visitado todas las casas en venta dentro de la escala de precio que se habían marcado, y en esos momentos estaban a la espera de que surgieran nuevas ofertas. Con gente así lo normal era acabar tirando la toalla tras haber aceptado que nunca llegarían a comprar. La única razón que me empujaba a creer que por fin se quedarían algo era lo convencidos que parecían de que en algún lugar les esperaba algo especialmente valioso o incluso precioso. Cuanto más les aseguraba yo que estábamos encima de todas las propiedades disponibles, más se convencían ellos de que alguna se nos escapaba. No me cabía duda de que la tensión acabaría haciéndoseles insoportable. Huelga decir que contaban con las mejores referencias posibles. Las entidades de crédito se morían por concederles una hipoteca.

En ese momento se encontraban de pie delante de su Toyota, aparcado junto a la casa, una de estilo holandés colonial que acaba de salir al mercado. La deslumbrante pendiente de césped aparecía flanqueada por el camino de acceso para el coche y salpicada por las oscuras sombras de las hojas de los narcisos; unos brotes empezaban a asomar en lo alto de la loma ante la casa. Los envejecidos ladrillos y los postigos negros contrastaban con el brillante día, tal como había esperado. Vi que la señora Sloan se mostraba receptiva; pero el señor Sloan, que distribuía material de oficina en el área triestatal, dijo:

–Necesita un rejunte.

Yo ya me había fijado, pero no me dio tiempo de anticiparme. Aún así, repliqué:

–Todavía no. Puede que dentro de un par de años.

Los seguí por el camino. Ella tenía unos treinta y cinco años, cabellos pelirrojos combados alrededor de la cabeza igual que un gorro, y la tez pálida, que se ruborizaba enseguida. No era guapa, pero sí curiosamente atractiva. Yo solía ponerme de su parte cuando discutía con su marido, sobre todo teniendo en cuenta que él no era un tipo muy simpático, sino más bien chaparro y tajante. Sloan abrió la puerta de un ligero empellón, como si desafiara al sitio a que se vendiera por sí solo.

El rellano de la planta baja ocupaba la parte central, con el salón a la izquierda, el comedor a la derecha, la cocina detrás, y una sala de estar pasado el salón con una agradable galería que recorría toda la parte trasera. En el piso de arriba había cuatro dormitorios y dos baños. La vivienda también contaba con un aseo al lado de la cocina. Había papel pintado por todas partes y parquet en el recibidor. La casa encajaba con lo que la gente de la zona solía preferir: más compacta que amplia, daba la sensación de haber sido construida sólidamente.

Siempre resulta arrogante pretender saber qué puede satisfacer las necesidades de los demás. Cualquier experto en cómo hay que vivir –desde Jesucristo hasta el Grupo de Almuerzo de los Lunes del Consejo de Agentes Inmobiliarios de Nut County– está de acuerdo con ello. Aun así, me constaba que aquella casa holandesa colonial, al igual que las tres cuartas partes de las casas que había enseñado a los Sloan, cubriría sus necesidades. Las casas son casas. Si mediante una lotería uno asignara viviendas del tamaño apropiado a familias al azar, el resultado no sería peor ni mejor del que habrían conseguido dichas familias a la hora de hallar casa, ya que la sabiduría humana acumulada en el tema de la vivienda es suficiente para satisfacer las necesidades humanas relacionadas con la vivienda. Pero no. La señora Sloan dejó escapar un suspiro en la cocina. Su ánimo inicialmente positivo se había tornado negativo. En cuanto al señor Sloan, vio confirmadas sus sospechas: además del rejuntado, había que cambiar las alfombras e instalar un nuevo refrigerador. Rebajar el precio no iba a resolver esos problemas: solo les convencería de que iban a aceptar algo por menos de lo que querían. Mientras volvíamos a nuestros respectivos vehículos, cordiales en todos los sentidos, me pregunté si acabaría contestando su siguiente llamada: estaba soltero, y había otros clientes.

Mientras me subía al coche, la señora Sloan dijo de repente:

–Deberíamos poner nuestra casa en venta. Creo que estamos haciendo las cosas al revés.

–Cariño... –atajó el señor Sloan.

Ya habían hablado del asunto. La señora Sloan sólo intentaba involucrarme en una discusión familiar.

–No hay una única forma de hacerlo –le dije–. Usted quiere que las cosas encajen, pero...

–Es que me da la impresión de que, si tuviéramos el dinero en la mano, las cosas no serían tan complicadas.

–Nunca me ha parecido que quemar tu propia nave sea buena idea –afirmó el señor Sloan.

–Necesito que ocurra algo –dijo la señora Sloan.

–Podemos poner su casa en venta siempre que lo desee –intervine yo.

Mientras me alejaba por la carretera miré por el retrovisor. Los vi sentados en el coche, discutiendo. Fue un placer irme de allí.

 

 

En aquella época llevaba un año divorciado. Siempre he asegurado que mi esposa me abandonó por culpa de la actividad terrorista. Ocurrió lo siguiente: en 1969 nos encontrábamos en Barcelona. Estábamos casados desde hacía dos años y cada año viajábamos a Europa. A ella le encantaba ir de compras, así que paseábamos por un lugar que creo que se llama «Las Ramblas». Nos metimos por una calle lateral y entramos en una tienda. Luego nos pareció oír detonaciones y salimos a mirar, pero no vimos nada. Entramos en otra tienda y ella se entretuvo con algo en el fondo. Yo salí a la calle y me dirigí a un establecimiento de la esquina. Desde allí escuché ruidos más fuertes y, cuando me asomé a la calle unos minutos más tarde, vi humo y oí sirenas. Crucé hasta la parte central de Las Ramblas para intentar ver mejor lo que ocurría y, de repente, todo se llenó de coches de policía y agentes que empezaron a arrastrarnos fuera del barrio comercial. Podía ver el final de la calle, donde Sherry se había metido en la tienda de azulejos, pero no fui capaz de llegar hasta ella, y tampoco se la veía por ninguna parte. Dije algunas palabras en español pero no me sirvieron de nada. Nos empujaron más lejos y acordonaron la zona. Entonces, literalmente, las balas surcaron el aire.

No sabía adónde ir y tampoco dominaba el idioma lo bastante para preguntar. Regresé al hotel y conseguí que el recepcionista llamara a la policía y a un par de hospitales; pero, como era de esperar, no sabían nada de nada. El suceso se hallaba en pleno desarrollo. Volví a nuestra habitación, pero solo conseguí ponerme más nervioso aún, de modo que estuve paseando por el vestíbulo del hotel durante un rato. Fue entonces cuando cometí el error que iba a resultar fatal para nuestro matrimonio: entré en el bar y pedí una copa. Sherry apareció en el umbral justo en el instante en que me llevaba el vaso a los labios. Reconozco que pudo haber excesiva despreocupación en mi gesto, especialmente si tenemos en cuenta que no se me veía la ropa desarreglada ni nada parecido. Después de eso, nuestro matrimonio siguió adelante durante otros nueve años, pero hasta el último día la rúbrica de Sherry en todas nuestras discusiones fue siempre la misma: «Y otra cosa, ¡mientras se organizaba todo aquel tiroteo en Barcelona y mataban a la gente, tú estabas en el bar del hotel tomándote un Stinger! ¿Por qué no saliste a buscarme? ¡Es algo que nunca entenderé!». Ésa fue siempre su última palabra.

Sherry no se mudó de zona. Tomó el dinero que le proporcionó nuestro acuerdo matrimonial y abrió un restaurante al otro lado del Nut, en Melton Township, llamado L'Auberge Normande. No se trataba del tipo de restaurante al que Gordon solía llevar a la gente hasta tarde por la noche, así que no supe más de Sherry ni tuve noticias suyas; pero por Navidad consiguió tres estrellas y media en un reportaje del Nut County Reporter que la felicitaba especialmente por su Crème Brûlée y sus medallones de cerdo al calvados.

Sherry se había pasado años durante nuestro matrimonio quejándose de la cocina local, desarrollando sus propias ideas e intentando convencerme para que le encontrara un local e invirtiera en sus habilidades culinarias y talento empresarial. Yo siempre me resistí. Sea como fuere, se había marchado y ya nada teníamos que ver el uno con el otro. Tampoco tuvimos hijos ni perro. Mientras me alejaba de los Sloan y de sus discusiones se me ocurrió que ni siquiera existió un matrimonio —quizá sólo esa mujer a la que conocí y que no acabó de encajar con los Baldwin, mi verdadera familia.

De regreso a la oficina me crucé con Bobby Y Marcus Burns en el BMW rojo. Estaban saliendo de Maple Glen Road, lo cual me pareció interesante. En Maple Glen Road había unos cuantos solares que Gottfried Nuelle, uno de mis constructores, estaba urbanizando. Gottfried Nuelle construía casas cuyo precio rondaba los doscientos mil, y todas ellas –dos en ese momento– figuraban en mis listados. En ese breve lapso de tiempo, al cruzarnos, Marcus Burns me vio y me miró. Bobby no.