Sombras del pasado

Cuando en la primavera de 1989 el profesor Yang sufrió una apoplejía, la noticia sorprendió a todo el mundo ido. Siempre había gozado de buena salud y sus colegas envidiaban su energía y su productividad, pues no sólo había publicado más trabajos que cualquiera de ellos, sino que además era uno de los pilares del Departamento de Literatura: dirigía el máster de posgrado, era el redactor jefe de una revista semestral y se entregaba a la docencia con dedicación plena . Hasta los estudiantes no licenciados hablaban de su ataque y algunos incluso habrían ido a verle al hospital si la secretaria Peng no se hubiera encargado de difundir la noticia de que el señor Yang se encontraba en la unidad de cuidados intensivos y no estaba en condiciones de recibir visitas.

Su estado de salud me preocupaba porque yo era el prometido de su hija, Meimei, y porque bajo su tutela me había estado preparando para los exámenes de admisión en la Universidad de Pequín para realizar el doctorado en literatura clásica. Confiaba en ingresar en dicho centro y así poder vivir con mi prometida en la capital, donde nos proponíamos establecer nuestro hogar. La hospitalización del señor Yang interrumpió mi ritmo de trabajo: como todos los días iba a visitar al enfermo, llevaba ya una semana sin abrir un libro y eso me producía cierta desazón pues, sin una preparación a fondo, me sería imposible aprobar los exámenes.

Acudí al despacho de Ying Peng, la secretaria del Partido de nuestro departamento, para atender a su llamada. Sobre su mesa chirriaba un ventilador eléctrico que extinguía el olor del insecticida con que habían rociado la estancia para acabar con las pulgas. Su flequillo gris oscilaba mientras me explicaba la tarea que yo debería realizar a partir de ese momento, la cual consistía en cuidar del profesor por las tardes. Otro licenciado, mi condiscípulo Banping Fang, se ocuparía del señor Yang por las mañanas.

–Bueno, Jian Wan –me dijo Ying Peng con una sonrisa hermética–, eres el único familiar que el profesor Yang tiene aquí. Y ahora necesita tu ayuda. El hospital no puede asignarle enfermeras fijas que se ocupen de él durante el día, por lo que tendremos que hacerlo nosotros.

Alzó la taza de té y bebió un trago. Se complacía en tomar té negro y fumar cigarrillos baratos como los hombres.

–¿Cree que permanecerá mucho tiempo en el hospital? –le pregunté.

–No tengo ni idea.

–¿Hasta cuándo deberé cuidar de él?

–Hasta que encontremos a alguien que te sustituya.

Por «alguien» se refería a una persona que el departamento pudiera contratar como auxiliar de enfermería. Aunque me molestaba la manera en que la secretaria me había asignado el trabajo, no repliqué. Hasta cierto punto, incluso me alegraba de que me hubieran encomendado esa tarea, pues de todos modos habría continuado yendo al hospital a diario.

Después de comer, mientras mis compañeros de habitación, Mantao y Huran, se echaban una siesta, me encaminé al cobertizo de las bicicletas, que se encontraba entre dos casas alargadas destinadas a residencia de estudiantes. Al contrario de las chicas, que recientemente se habían trasladado al nuevo edificio residencial situado dentro del recinto universitario, la mayoría de los estudiantes varones continuaba viviendo en las casas de una sola planta próximas a la entrada principal del campus. Saqué mi bicicleta Fénix y partí hacia el Hospital Central.

El hospital se encontraba en el centro de Shanning y tardé más de veinte minutos en llegar hasta allí. Pese a que todavía no estábamos en verano, el aire era sofocante y en la atmósfera flotaba un olor a grasa quemada y a rábanos cocidos. En los balcones de los bloques de pisos que se extendían a lo largo de la calle, la ropa tendida oscilaba lánguidamente: sábanas, blusas, pijamas, toallas, camisetas, sudaderas. Al pasar ante un edificio en construcción, un altavoz colgado de un poste telefónico propagaba la voz cansina de un comentarista retransmitiendo un partido de fútbol, sumido en el sopor pese al griterío intermitente de los hinchas. Los obreros dormitaban en el interior del edificio rodeado de andamios de bambú. Las grúas, semejantes a esqueletos, y las mezcladoras de cemento en forma de tambor, permanecían inmóviles. Tres palas descansaban sobre un enorme montón de arena; tras éste, un gran tablero amarillo con caracteres gigantescos de color rojo rezaba: apunta alto, empléate a fondo. Noté en la espalda la camisa empapada de sudor.

La señora Yang había viajado al Tíbet como miembro de una expedición de veterinarios y tenía previsto quedarse un año en aquel país. Nuestro departamento le había escrito informándole del ataque sufrido por su esposo, pero ella no podía regresar de inmediato. El Tíbet estaba muy lejos, tendría que cambiar continuamente de autobuses y de trenes, y tardaría más de una semana en volver. Escribí a mi prometida, Meimei, que se encontraba en Pequín empollando para presentarse a los exámenes que le permitirían continuar con sus estudios de medicina. Le conté la situación de su padre y le aseguré que cuidaría bien de él, al tiempo que le aconsejaba que no se preocupara demasiado. Añadí que no se apresurase en regresar porque no existía ningún remedio mágico contra la apoplejía.

Si he de ser sincero, me sentía obligado a cuidar de mi profesor. Aunque no hubiera estado prometido con su hija, lo habría hecho de buena gana, tan sólo por la gratitud y el respeto que sentía hacia él. Durante cerca de dos años había sido mi profesor particular y en ese periodo no sólo me dedicó la tarde de casi todos los sábados para charlar de poesía clásica y arte poético, sino que además seleccionó los libros que yo debía leer, dirigió mi tesina y corrigió los ensayos que yo había escrito para que pudieran publicarse. Era el mejor profesor que jamás había tenido, profundo conocedor del arte poético y absolutamente entregado a sus alumnos. A algunos de mis compañeros les resultaba incómodo tenerlo como tutor, y opinaban que era demasiado exigente. Pero a mí me encantaba trabajar con él, y ni siquiera me importaba que me llamaran «señor Yang, hijo». En cierto modo era su discípulo.

Cuando entré en la habitación del señor Yang, éste estaba durmiendo. Le habían quitado el gotero que le pusieron en la sala de cuidados intensivos. La habitación era provisional, demasiado grande para una sola cama, pero penumbrosa y bastante húmeda. La ventana, cuadrada y encarada al sur, daba a un cúmulo de antracita situado en el patio trasero del hospital. Más allá del montículo de carbón, un par de chimeneas de hormigón arrojaban un humo blancuzco, y las copas de unos pocos álamos temblones se balanceaban con indolencia. El patio trasero recordaba una fábrica, más concretamente, una central eléctrica; incluso la atmósfera parecía grisácea. En cambio, el patio delantero semejaba un jardín o un parque, con sus acebos, sus sauces llorones, sus sicomoros y una variedad de flores que abarcaba rosas, azaleas, geranios e iris orlados. Incluso había un estanque oval, de ladrillo y piedra, con numerosos peces de colores cuya cola tenía forma de abanico. Médicos y enfermeras con bata blanca paseaban entre las flores y entre los árboles como si no tuvieran nada urgente que hacer.

Pese al humilde aspecto que presentaba la habitación del señor Yang, disponer de ella era un privilegio excepcional: muy pocos pacientes podían gozar de una habitación privada. Si mi padre, que trabajaba como carpintero en una explotación forestal al nordeste del país, sufriera una apoplejía, podría considerarse afortunado si le destinaban una cama en una sala compartida con una docena de enfermos. De hecho, el señor Yang se había pasado tres días inconsciente en una de esas salas antes de que lo trasladaran a la habitación que ocupaba actualmente. Gracias a su enorme influencia, la secretaria Peng había logrado convencer a los funcionarios del hospital de que el señor Yang era un eminente erudito (aunque todavía no era profesor titular), a quien nuestro país tenía la intención de proteger como a un tesoro nacional, por lo que deberían destinarle una habitación privada.

El señor Yang se movió ligeramente y abrió la boca, fláccida desde que sufrió el ataque. Parecía varios años más viejo que el mes anterior, pues el rostro lo tenía surcado de arrugas. El cabello gris, desgreñado y un tanto grasiento, dejaba entrever el blancuzco cuero cabelludo. Con los ojos cerrados, se lamía el labio superior y murmuraba algo que yo apenas oía.

Sentado en un gran sillón de mimbre próximo a la puerta, me dispuse a sacar un libro del talego que llevaba al hombro; de repente, el señor Yang abrió los ojos y miró vagamente a su alrededor. Seguí su mirada y observé que el papel de la pared casi había perdido su tonalidad rosada original. Los ojos del profesor, enturbiados por una maraña de venitas rojizas, se movieron hacia el centro del techo bajo, se detuvieron un momento en la bombilla que pendía de un cable raído y al final se posaron sobre las fichas de vocabulario japonés que sostenía sobre mi regazo.

–Ayúdame a incorporarme, Jian –me dijo quedamente.

Me acerqué a él, le tomé por los hombros y le puse en la espalda dos cojines rellenos de esponjoso algodón para que pudiera permanecer sentado con comodidad.

–¿Se siente hoy mejor? –le pregunté.

–No.

Tenía la cabeza gacha, se le había levantado un mechón de cabello en la coronilla y un músculo de la mejilla se le contraía de forma espasmódica.

Permanecimos en silencio unos instantes. Yo no estaba seguro de que debiera hablar, pues el doctor Wu nos había indicado que debíamos mantener al paciente lo más tranquilo posible, y seguir conversando podría excitarle demasiado. Aunque le habían diagnosticado una trombosis cerebral, su ataque parecía bastante anómalo, pues no había presentado síntomas de afasia: el profesor conservaba la capacidad de expresarse y, en ocasiones, hasta lo hacía con una peculiar locuacidad.

Mientras yo me preguntaba qué podía hacer, él alzó la cabeza y rompió el silencio.

–¿Qué has estado haciendo estos días? –me preguntó.

A juzgar por el tono de su voz, parecía creer que nos encontrábamos en su despacho, comentando mi trabajo.

–He estado repasando un libro de japonés para el examen y…

–¡Al diablo con eso! –replicó bruscamente, lo cual me dejó tan sorprendido que no pude articular palabra. Instantes después continuó–: ¿Por casualidad has leído la Biblia? –Me miró expectante.

–Sí, pero una Biblia abreviada. –Aunque su pregunta me desconcertó, le respondí de la misma manera en que le habría informado sobre un libro que hubiera acabado de leer con sumo interés–. El año pasado leí una versión resumida en inglés, se titula Relatos de la Biblia y está publicada por Ediciones de Formación en Lenguas Extranjeras. Pero ojalá pudiera conseguir un ejemplar original.

De hecho, varios estudiantes de inglés se habían dirigido a diversas asociaciones cristianas de Estados Unidos para solicitarles biblias, y algunas iglesias norteamericanas les habían enviado por correo unas cuantas cajas, pero hasta el momento todos los ejemplares se hallaban confiscados en las aduanas chinas.

–Entonces conoces la historia del Génesis, ¿verdad? –preguntó el señor Yang.

–Sí, pero no el libro completo.

–Muy bien, en ese caso déjame que te cuente la historia en su totalidad.

Tras una pausa, el profesor comenzó a relatarme con la misma elocuencia que mostraba cuando impartía clase una versión del Génesis que él mismo se había inventado. Pero al contrario de en el aula, donde sus sonrisas y sus gestos a menudo hipnotizaban a los alumnos, allí, en la cama, permanecía sentado e incapaz de mover un solo músculo, y la lánguida cabeza le pendía de tal manera que los ojos no debían de ver más que la blanca colcha sobre las piernas. Al hablar producía con la nariz un sonido borboteante que confería a su voz cierto matiz sibilante y trémulo.

–Cuando Dios creó el cielo y la tierra, todas las criaturas eran iguales. Dios no tenía intención de diferenciar al hombre de los animales, pues no sólo les otorgó la misma clase de vida, sino que también hizo que vivieran el mismo número de años. Eran iguales en todos los aspectos.

Me pregunté qué clase de Génesis era aquél. El profesor lo confundía todo, se lo estaba inventando de cabo a rabo.

–¿Por qué vive entonces el hombre más que la mayoría de los animales? –continuó–. ¿Por qué lleva una vida diferente del resto de las criaturas? Según el Génesis, se debe a que el hombre era codicioso e inteligente y se apoderó de muchos de los años de vida del Simio y del Pollino. –Hinchó las mejillas y resopló, con los ojos entornados. Unas arrugas en forma de cola de pescado se extendieron desde el rabillo del ojo hacia la sien–. Un día, Dios bajó del cielo para inspeccionar el mundo que había creado. El Simio, el Pollino y el Hombre se acercaron para saludar a Dios con gratitud y para mostrarle su obediencia. Dios les preguntó si estaban satisfechos con su vida en la tierra. Todos respondieron que sí.

»–¿Alguno de vosotros quiere algo más? –les preguntó Dios.

»El Simio, tras titubear un momento, dio un paso adelante y dijo:

»–Señor, no hay mejor lugar que la tierra para vivir. Has bendecido tantos árboles con fruta que no necesito nada más, pero ¿por qué me has permitido vivir hasta los cuarenta años? Cuando pase de los treinta, seré viejo y no podré subir a los árboles para coger fruta. Así pues, tendré que aceptar lo que me den los simios jóvenes, y a veces me veré obligado a comer los corazones y las pieles que tiran al suelo. Me duele pensar que deberé alimentarme de sus sobras. No deseo una vida tan larga, Señor. Por favor, resta diez años a la duración de mi vida. Prefiero una existencia más breve pero activa.

»El Simio retrocedió temblando de miedo, pues sabía que era un pecado estar insatisfecho con lo que Dios le había dado.

»–Te concedo tu deseo –respondió Dios sin asomo de cólera. Entonces se volvió hacia el Pollino, que había abierto la boca varias veces, sin pronunciar palabra. Dios le preguntó si también él tenía algo que decir.

»Tímidamente, el Pollino dio un paso adelante y dijo:

»–Tengo el mismo problema, Señor. Tu benevolencia ha enriquecido la tierra con tanta hierba que puedo elegir la más tierna para comer. Aunque el Hombre me trata con desigualdad y me obliga a trabajar para él, no voy a quejarme porque a él le hayas dado más cerebro y a mí más músculos. Pero una vida de cuarenta años es demasiado larga para mí. Cuando me haga viejo y mis patas ya no sean robustas y ágiles, seguiré teniendo que llevar pesadas cargas para el Hombre y soportar sus latigazos, y eso me hará sufrir mucho. Por favor, reduce también mi vida en diez años. Prefiero una existencia más breve pero sin la vejez.

»–Te concedo tu deseo. –Aquel día, Dios se sentía muy generoso y estaba dispuesto a satisfacer todas sus peticiones. Entonces se dirigió al Hombre, quien también parecía tener algo que decir, y le preguntó–: ¿Tú también tienes una queja? Dime lo que piensas, Adán.

»El Hombre tenía miedo porque había maltratado a los animales y podía recibir un castigo. De todos modos, dio un paso adelante y empezó a hablar:

»–Siempre gozo de cuanto has creado, Señor Supremo. Me has dotado de un cerebro que me permite ser más listo que los animales, y éstos siempre están dispuestos a obedecerme y a servirme. Al contrario de lo que piensan el Simio y el Pollino, una vida de cuarenta años es demasiado corta para mí. Me encantaría vivir más. Quiero pasar más tiempo con mi mujer, Eva, y con mis hijos. Aunque me haga viejo y los miembros se me vuelvan rígidos, podré seguir sirviéndome del cerebro para desenvolverme. Puedo dar órdenes, impartir clases, dar conferencias y escribir libros. Por favor, entrégame a mí sus veinte años. –El Hombre inclinó la cabeza al recordar que era un pecado afirmar su superioridad sobre los animales.

»Para asombro del Hombre, Dios no le reprendió y le dijo:

»–También te concedo tu deseo. Puesto que gozas tanto de mi creación, te daré incluso diez años más. Así tendrás una vida de setenta años en total. Disfruta felizmente tu vejez con tus nietos y biznietos, y emplea de manera juiciosa el cerebro.

El señor Yang hizo una pausa. Estaba pálido y parecía fatigado, la nariz le brillaba por el sudor y en el cuello una vena le latía con fuerza. Entonces dijo con pesar:

–Aquel día el Pollino, el Simio y el Hombre se sintieron satisfechos. Desde entonces, los seres humanos pueden vivir hasta los setenta años, mientras que simios y pollinos no pueden pasar de los treinta.

Guardó silencio, pero continuó jadeando. Yo estaba desconcertado por su versión del Génesis, que había contado con tanta espontaneidad como si se la hubiera aprendido de memoria. Me pregunté cuál sería el significado de aquella historia, pero el profesor me interrumpió mientras pensaba.

–Te ha sorprendido mi relato del Génesis, ¿no es cierto? –Sin aguardar una respuesta, prosiguió–: Déjame que te cuente la moraleja.

–De acuerdo –musité.

–Camaradas –dijo como si estuviera concluyendo una conferencia–, enmarañada con la vida de los simios y de los pollinos, la vida de Hombre sólo puede estar alienada de sí misma. Durante los primeros veinte años, el hombre lleva una vida de simio: hace cabriolas, se sube a los árboles y muros y obra a voluntad. Ese periodo, el más feliz, pasa enseguida. Entonces vienen los veinte años siguientes, en los que el hombre lleva la vida de un pollino y se ve obligado a trabajar como una mula cada día para proporcionar alimento y ropa a su familia. A menudo está cansado como un burro tras un largo y arduo viaje, pero ha de seguir en pie, porque la carga familiar descansa sobre sus hombros y no puede rendirse. Después de ese periodo, el hombre ha llegado a los cuarenta años y comienza la vida humana. Por entonces su cuerpo está desgastado, tiene los miembros débiles y pesados y ha de confiar en su cerebro, que también ha empezado a deteriorarse y ya no es tan rápido y competente como él pensaba. A veces siente la necesidad de gritar por su inutilidad, pero el cerebro le detiene: «¡No hagas eso! Tienes que controlarte. Aún te quedan muchos años por delante». Cada día que pasa, los pensamientos y las emociones se hacinan en su cerebro, donde ya tiene almacenado mucho material, pero no consiente en eliminar nada para dejar espacio a lo nuevo. Al contrario, día tras día continúa almacenando más datos, hasta que llega un momento en que el cerebro está demasiado lleno y revienta. Es como una olla a presión tan cargada que la válvula de seguridad se obstruye, pero el fuego sigue calentando la parte inferior. En consecuencia, la única salida es estallar.

Aquella interpretación tan extravagante me dejó anonadado; daba la sensación de que se hubiera referido a su propia vida y a la manera en que había llegado a perder el juicio. Echó la cabeza hacia atrás y apoyó el cuello en las almohadas. Estaba extenuado, pero parecía aliviado. El silencio reinó en la habitación.

Pensé de nuevo en el relato bíblico, cuyo origen me dejaba perplejo. Probablemente se lo había inventado, combinando algunos cuentos populares con sus propias fantasías. ¿Por qué estaba tan deseoso de contármelo? Hasta entonces nunca había mostrado interés por la Biblia, aunque debía de haber reflexionado sobre ella durante mucho tiempo.

Empezó a roncar de manera suave y la cabeza se le cayó hacia un lado. Me acerqué a la cama, le retiré las almohadas que le servían de apoyo y lo acosté con cuidado. Él gimió vagamente.

No tardó en volver a quedarse dormido. Tomé las fichas de vocabulario japonés y me puse a examinarlas. A pesar de que el japonés no me gustaba, que me sonaba como graznidos de patos, tenía que llenarme el cerebro de sus palabras y reglas gramaticales para las pruebas de acceso al curso de doctorado, que exigían el examen de una segunda lengua extranjera. Mi japonés no era demasiado bueno porque sólo llevaba un año estudiándolo. En cambio, el inglés, que era mi primera lengua extranjera, lo dominaba bastante mejor.

Una enfermera anciana y encorvada entró en la habitación para comprobar el estado del señor Yang. Era una mujer tímida de cara redonda y manos huesudas que parecían patas de gallina gigantescas. Se presentó como Hong Jiang. Al ver que mi profesor dormía, no le tomó el pulso ni la temperatura ni la tensión arterial. Le pregunté si se recuperaría pronto, y ella respondió que eso dependía de que se disolviera un coágulo de sangre que tenía en el cerebro. De lo contrario ningún tratamiento podría curarlo.

–Pero no se preocupe –añadió, y se agachó para recoger la escupidera que estaba en el suelo junto a la cabecera de la cama–. Mucha gente se ha recuperado de un ataque cerebral, y algunos han vivido después más de veinte años. Es muy posible que su profesor se ponga bien.

–Así lo espero –suspiré.

–Lo más importante por ahora es mantenerlo tranquilo. No le moleste. Si se excita demasiado, se le podría romper un vaso sanguíneo del cerebro y eso causaría una hemorragia.

Con una mano sujetaba la escupidera blanca y con la otra recogió los platos, cuencos y cucharas sucios que había sobre la mesilla de noche, después colocó sobre ellos un par de palillos laqueados. Me levanté para echarle una mano.

–No se moleste, puedo arreglármelas –me dijo, y sin darse cuenta inclinó la escupidera hacia mi vientre. Me hice a un lado y apenas pude esquivar un goterón del líquido amarillento que cayó al suelo de madera.

–¡Vaya! Lo siento. –La anciana sonrió y alzó con cuidado el rimero de cuencos y platos. Se volvió con cautela hacia la puerta y echó a andar, encorvada. Estaba tan flaca que me recordaba una gallina muerta de hambre. Le abrí la puerta.

–Gracias, es usted un joven muy amable –me dijo mientras se alejaba por el pasillo.

Tomé una fregona que había detrás de la puerta y eliminé la flema del suelo.

La explicación del ataque sufrido por el señor Yang que la mujer acababa de darme me reportó cierto consuelo, pues hasta ese momento estaba convencido de que un trombo cerebral se debía a la rotura de un vaso sanguíneo. Afortunadamente, en su caso sólo se trataba de una obstrucción.