William Randolph Hearst era un
hombre inmenso de voz casi inaudible; un tímido que se sentía bien entre
multitudes; un halcón de guerra en Cuba y México pero un pacifista en Europa;
un jefe despótico incapaz de despedir a sus empleados; un esposo devoto que
vivía con su amante; un californiano que se pasó la mitad de la vida en el
Este. Aunque era hijo de un emigrante de Misuri llegado en la oleada del
Cuarenta y nueve que ganó millones de dólares excavando la tierra, Hearst no se
sentía identificado con los que habían heredado la riqueza o la clase social.
Pensaba que había alcanzado su posición gracias a sus propios méritos porque,
al igual que su padre y su madre, se inventó a sí mismo: como coleccionista de
arte, constructor, periodista, editor y político. Su ambición era ilimitada, al
igual que su talento y sus recursos. Todo cuanto hacía se caracterizaba por la
contradicción y el exceso.
Cuando Hearst estudiaba en la
universidad, le escribió a su padre que quería probar suerte en el mundo de la
edición y en la política. Y así lo hizo: se abrió camino hasta convertirse en
el editor más influyente de San Francisco, después de Nueva York y en última
instancia del país. Fue congresista durante dos legislaturas, quedó segundo en
la votación para elegir al candidato presidencial demócrata en 1904, y fue,
durante medio siglo, un actor crucial de la política estadounidense a escala
nacional, estatal y local. También fue uno de los mayores derrochadores del
siglo veinte. En 1935, la revista Fortune reveló que su colección de
arte estaba valorada en al menos 20 millones de dólares (equivalentes a 250
millones de dólares actuales); y sus ranchos, minas, fincas y plantas de
embalaje, en otros 30 millones. Sus propiedades inmobiliarias en Nueva York
alcanzaban los 41 millones. Era, según Fortune, el «primer agente
inmobiliario» de la ciudad.
Nunca ha existido –ni, probablemente, existirá–, un editor como William Randolph Hearst. El Jefe, como le conocían los que trabajaban para él, creó el primer conglomerado mediático del país ampliando horizontalmente su imperio periodístico hasta convertirlo en una gran agencia de distribución de noticias, artículos y fotografías, que incluía servicios telegráficos, a lo que sumó revistas, noticiarios cinematográficos, películas –largometrajes, seriales y dibujos animados– y emisoras de radio. Su sensación de omnipotencia aumentaba con cada triunfo. Las posibilidades de expansión de su imperio –y su audiencia– eran ilimitadas, y las aprovechó absolutamente todas.
Décadas antes de que la sinergia
se convirtiera en un tópico empresarial, Hearst llevó el concepto a la
práctica. Los directores de sus revistas tenían la orden de comprar solamente
cuentos que pudieran convertirse en guiones que producirían sus estudios
cinematográficos y publicarían por entregas, reseñarían y publicitarían sus
periódicos y revistas. Difundía las noticias de sus periódicos por la radio, y
les ponía imágenes en sus noticiarios. Fue una figura tan dominante y pionera
en las comunicaciones y el entretenimiento del siglo xx como lo serían Andrew Carnegie en el acero, J. Pierpont
Morgan en la banca, John D. Rockefeller en el petróleo y Thomas Alva Edison en
la electricidad. En el apogeo de su poder, a mediados de los años treinta, la
revista Time estimó que sus periódicos contaban con 20 millones de
lectores entre los más de 120 millones de hombres, mujeres y niños del país.
Sus periódicos diarios y dominicales eran vehículos de la opinión pública tan
poderosos en los Estados Unidos que Adolf Hitler, Benito Mussolini y Winston
Churchill escribieron para él.