Los violines de Saint-Jacques

Los violines de Saint-Jacques

 

Poco se diferencia la historia de esta pequeña isla de la de las demás islas francesas de Barlovento y de Sotavento, excepto en el hecho de que se sabe menos acerca de ella. En sus orígenes, Saint-Jacques estaba habitada por los indios arahuacos; más tarde, lo estuvo por los feroces caribes, que remontaron en canoa la cadena de islas y derrotaron y devoraron a los varones arahuacos para luego casarse con sus viudas sin miramientos, como resultaba característico en ellos. Colón la descubrió en su segundo viaje y la anexionó a la corona española. El nombre caribe de Twahleib –La Serpiente–, derivado del hervidero de terribles trigonocéfalos que la infestaban, se cambió y la isla fue bautizada en honor del gran santo español de Compostela, en la víspera de cuya festividad había sido conquistada. Santiago de los Vientos Alisios, según quedaría señalada en las tempranas cartas de navegación. (Más tarde sería conocida, medio en broma, en la jerga de los filibusteros ingleses que frecuentaban las ensenadas de la costa septentrional, como Jack of All Trades y, de forma ocasional, en salomas marineras que rara vez se oyen hoy en día, como Tradey Jack.)

El nombre aparece en muy pocas antiguas cartas de navegación españolas que se conservan en los archivos de Sevilla y, más esporádicamente, en algunos mapas franceses e ingleses de la época. Cartógrafos e historiadores conspiraron de manera inconsciente para ignorarla. El padre Labat nunca hizo escala allí, y el único cronista religioso que la menciona es un oscuro misionero franciscano de Treviso, el padre Jerónimo Zancarol. Este padre da una explicación detallada, en una extraña jerga, de las riquezas de la isla en caña de azúcar, ron, melaza e índigo, pero dispensa en cambio una apreciación poco lisonjera a sus habitantes. Insula Sancti Jacobi, escribe, tantis opibus, tanta copia, tantaque pulchritudine ornata, sicut angulus coeli ipsius videtur, sed, ob mores improbos pravosque incolarum, ob jactanciam, luxuriam et gastrimargiam et Gallorum et nigrorum, insula Sancti Jacobi pessimam insularum aliarum omnium justius, immo, verum angulum Gehennae putanda est;[1]* y eso es todo.

La pequeña isla fue relegada al olvido por España, hasta que se estableció en ella un tal chevalier Hippolyte-Hercule du Plessis, pariente ilegítimo de Richelieu, y la anexionó a Francia. Plessis, cuyo nombre adoptó luego la capital, exterminó a los empecinados caribes, llevó allí a los primeros esclavos de África y convocó y hacendó a una multitud de segundones menesterosos de familias nobles francesas procedentes de Normandía, Bretaña, Gascuña y La Vendée para colonizar la isla, de modo que, a su modesta manera, Saint-Jacques no tardó en rivalizar en prosperidad con Santo Domingo y Martinica. Rumbold y su Infantería Ligera de las Antillas la conquistaron durante la guerra de los Siete Años y, hasta la Revolución, la bandera británica ondeó sobre el hermoso palacete de estilo paladino del gobernador, construido por Sir Probyn Scudamore y posteriormente ampliado por el gobernador Braithwaite, en la capital a la sazón rebautizada como Jamestown. Los ingleses fueron expulsados al constituirse la Convención. Durante la época del Terror, se levantó la guillotina en la place Hercule, pero, cuando la cuchilla descendió reluciente y la primera cabeza monárquica cayó en la cesta, un grito de horror estalló entre la silenciosa muchedumbre de negros. Tras romper el cordón de la guardia, destrozaron el artilugio en pedazos y la guillotina jamás volvió a alzarse en Saint-Jacques.* Sobrevino entonces un periodo tumultuoso. El orden se restauró durante el Consulado y, después de aquello, Saint-Jacques des Alisés siguió el mismo curso apacible que las demás Antillas francesas.[2]

Parece ser que a nuestro islote le afectó menos que a sus vecinas mayores el declive de las plantaciones de azúcar después del Acta de emancipación de 1848, quizás a causa de su lejanía, quizá porque la aristocracia rural isleña mantenía mejores relaciones con los negros. En todo caso, a comienzos de siglo, las acusaciones de depravación hechas por Zancarol habrían parecido exageradas. Poco se sabía de Saint-Jacques en el resto del archipiélago. De hecho, el mismo nombre (salvo por la fabulosa belleza de sus montañas y bosques, la elegancia de sus edificios antiguos, el encanto de sus habitantes y el entusiasmo con que aprovechaban el más leve pretexto para la diversión y las celebraciones) da la impresión de haber escapado a la curiosidad de los viajeros. También parece ser que Saint-Jacques se distinguía por más de una pátina de refinamiento cultural. Por desgracia, las obras de Aimable Bruno, el poeta mulato de la isla, se perdieron. Como también se perdieron los muchos retratos de nobles jacobeos pintados por Hubert Clamart (discípulo de Liotard) que adornaban las casas privadas y los edificios públicos de Plessis. Con todo, no deja de resultar misterioso que Lafcadio Hearn nunca hubiese visitado Saint-Jacques durante su estancia en el Caribe. ¡Con cuánta brillantez hubiera él descrito aquellos festejos jacobeos de antaño! Como se ve, ay, los datos son escasos. Sobre la ausencia del nombre de Saint-Jacques en las páginas de los atlas –una isla situada a unas cuantas leguas a barlovento desde el canal que fluye entre Guadalupe y Dominica, y muy al suroeste de María Galante, donde pendía como una gota en el meridiano 61– no hay por desgracia ningún misterio. Pero son tan grandes los obstáculos en la línea de investigación, y tan absoluto el deterioro de los archivos que se hallan en las capitales europeas, que los escritores que se han ocupado del Caribe se han visto forzados –por el desconocimiento de su historia y, muchas veces, de su propia existencia– a omitirla.

 

*

 

Fue en otra isla, a miles de kilómetros de las Antillas, donde habría de encontrar a la persona que lograse revivir aquel mundo desaparecido y, en particular, aquella noche triste e intensa que lo rescataría del olvido.

La primera vez que me encontré con Berthe de Rennes, hace dos años, estaba bajo un pino, allá en un promontorio, en Mitiline. Sentada en una piedra, con un cigarrillo en una mano y en la otra un pincel, pintaba, en un cuaderno de papel canson apoyado en un caballete, las sombras de azules jaspeados que se posaban sobre la superficie de las aguas de la costa de Asia Menor. Llevaba un vestido de algodón azul y sandalias, y el pelo canoso arreglado de modo impecable. Su rostro inteligente, distinguidísimo y aguileño estaba protegido por uno de esos sombreros de palma de ala ancha que los campesinos del Egeo se ponen en verano. Supuse que debería de andar por la cincuentena, y me sorprendió descubrir más tarde que sobrepasaba con creces los setenta. Al ver que yo estaba buscando en vano una cerilla, me arrojó, casi sin apartar la vista del cuadro, un mechero tosco y rústico del que colgaba una mecha naranja de casi medio metro de largo. Pronto entablamos conversación. Hablaba un francés vivaz, descriptivo y muy chispeante, y era su inglés de un fluido registro eduardiano salpicado de expresiones arcaizantes que lo dotaba de mucho encanto. El relato de sus vivencias en Mitilene, de sus encontronazos con el gobernador y el obispo y, más tarde, de sus recuerdos de Fiji, Rara-Tonga, Córcega y las Baleares, y, por último –algo que duplicó mi interés– del Caribe del que acababa yo de regresar, se veía interferido de vez en vez por una risa profunda y peculiarmente atractiva que presentaba un punto de aspereza, y enseguida se hizo patente que era una excelente narradora. Tenía una voz muy bonita.

Mientras hablaba, seguía pintando con infalible desenvoltura y entornaba los ojos para escudriñar con mirada de águila las difuminadas colinas lidias. No había nada impreciso ni remilgado en el cuadro. Enérgicos, fluidos trazos de carboncillo perfilaban los árboles y las montañas, el bosque de mástiles de los caiques, allá abajo, y las aldeas distantes. Todo dibujado con una rápida y añeja precisión y luego coloreado con amplias pinceladas de acuarela que recordaban la técnica de Edward Lear. Cuando se hizo demasiado oscuro para seguir pintando, una niña de ojos de antílope se acercó caminando descalza sobre las agujas de pino y empezó a recoger los útiles de pintura. “¡Qué boba es esta niña!”, Mademoiselle de Rennes suspiró. “Todos los días le digo que no venga, pero siempre viene. Debe de creer que tengo cien años.” Nuestros caminos eran opuestos, pero, antes de separarnos, me invitó a que fuese a su casa al día siguiente “para tomar un refrigerio”. Las observé desaparecer entre los olivares. De pie, Mademoiselle de Rennes resultó ser más alta de lo que yo había imaginado. Frosula caminaba a su vera con sigilo, sosteniendo el cuadro de Asia Menor como si se tratara de un icono en una procesión.

Mientras tomaba un último vaso de ouzo antes de una solitaria cena en el muelle, interrogué al camarero acerca de la señora francesa que vivía a las afueras del pueblo. Se sentó enseguida. “¿Kyria Mpertha? Ha viajado por todo el mundo y lo ha visto todo. Hará unos veinte años que se estableció aquí para enseñar francés, dibujo y piano a las señoritas de la isla.” Sus dedos amagaron deslizarse sobre un teclado imaginario. “En aquel tiempo era muy pobre, aunque todavía hoy da alguna que otra clase por gusto, por así decirlo. Y dicen que es una profesora maravillosa, inteligente y enérgica. Como la pólvora. Todos la quieren, desde el gobernador hasta el limpiabotas. Y no está dispuesta a aguantar tonterías. Una vez tuvimos aquí a un inepto secretario del Ayuntamiento que riñó con ella, el muy tonto. Tendría que haber visto con qué rapidez se lo quitó de en medio. Pas, pas, pas. Se evaporó más rápido que el rocío. Tiene más agallas que la mayoría de la gente del pueblo que lleva pantalones.”

 

*

 

Mademoiselle de Rennes vivía en una típica casa isleña, encalada y de muros anchos, rodeada de blancas ánforas nervadas repletas de flores y de macetas de mejorana y albahaca. El promontorio en el que se alzaba tenía vistas a una escarpada bahía y a una ancha extensión del Egeo que limitaba al este con la costa de Anatolia y al sur con los fantasmas flotantes de Samos y Chíos. Mademoiselle de Rennes, con pesadas gafas de montura de carey sobre el alto puente de su nariz, estaba leyendo en una tumbona bajo un enrejado de parra. Frosula, la niña de la tarde anterior, no tardó en aparecer con una mesa ya preparada, y “el refrigerio” resultó ser la mejor comida que había probado yo desde hacía meses. También el vino, procedente de los viñedos vecinos que Mademoiselle de Rennes había cuidado a lo largo de muchos años, resultó ser excelente. La conversación, una vez más, abarcó la totalidad del mundo y terminó con una crónica larga y divertida de las elecciones prefascistas en Cagliari. Me pidió noticias de las Antillas francesas, pero daba la impresión de no estar tan interesada en hablar de ellas como de las otras muchas islas donde había vivido. Incluso bajo la sombra de la parra, la tarde se hizo tan calurosa y soporífera que, de buen grado, acepté la oferta de mi anfitriona de una habitación para echar la siesta.

Después de tanta luz, el interior de la casa resultaba tan oscuro como la boca de un lobo y mis ojos tardaron unos minutos en aclimatarse. En mi habitación sólo había una cama y un cuadro grande y deslustrado, pintado, por supuesto, por mi anfitriona. Era la vista de una isla volcánica, tomada desde un barco o desde una balsa a unos centenares de metros de la costa. Detrás de un enjambre de balandros, goletas y un barco blanco de vapor, se extendía un largo muelle en el que unas mujeres negras con turbante presidían sus puestos de frutas tropicales bajo toldos fulgentes. Más allá, había una calle principal por la que iban y venían carruajes de todo tipo. Mujeres con parasol y hombres con sombrero de paja o chistera posaban inmóviles, con una apacible altivez, sobre carruajes de rueda de radio fino. Más abajo trajinaba una muchedumbre de negros que portaban en la cabeza pirámides frutales o brillantes gavillas verdes de caña de azúcar. Todo estaba presidido por una multitud de estatuas grises de gesto adusto que se elevaban por doquier sobre sus pedestales rococó. Mucho más allá, detrás de una hilera de artísticas farolas de gas, unas calles con soportales se perdían en panorámicas que escalaban la ladera a través de estratos sucesivos de terrazas dieciochescas. Las balaustradas estaban adornadas con urnas y estatuillas, y los toldos protegían del sol muchas ventanas. Las campanas de las torres de media docena de iglesias se suspendían como cestos de hierro forjado por encima de las techumbres de tejas semicirculares de tonalidades rosáceas, y en lo más alto de la pequeña metrópoli, en línea con un baluarte y con un faro al final del malecón, se alzaba la torre circular de una fortificación desde cuyas almenas apuntaba un cañón como la aguja rota de una brújula. En el asta ondeaba una bandera tricolor. Esbeltos troncos de palmeras elevaban hermosas matas de limpios verdores. Una espuma de enredaderas y de hibiscos desbordaba los muros. Por encima de la ciudad crecía en forma de cono un bosque tropical que recubría la escarpada y cóncava falda de un volcán desde cuya cumbre desmochada subía en espiral un lánguido gallardete de humo de color gris azulado.

 “Es lo último que pinté en las Antillas”, dijo Mademoiselle Berthe mientras cerraba las contraventanas, “no está mal del todo.”

Cuando se marchó, observé el cuadro con más detenimiento. En un ángulo, la firma estaba esmeradamente escrita con tinta: B. de Rennes, 1902, y en el otro, para mi repentino sobresalto: Fort de Plessis, Le Mouillage et la Salpetrière, Saint-Jacques des Alisés. Afuera, se oía el chirrido intermitente de las cigarras, y una flecha de luz solar que se había colado en aquella fresca oscuridad clausurada proyectó un rayo luminoso a través de las torres y las estatuas de Plessis. Al tiempo que caía dormido entre vagas conjeturas sobre aquella pequeña y misteriosa ciudad, la trayectoria de aquella flecha se había elevado hasta el cono humeante del volcán Salpetrière.

 

A lo largo de las dos semanas siguientes, no pasaba un día sin que visitase, al menos una vez, a Mademoiselle Berthe.



[1] De Rebus Insularum Indiarum Occidentes quae Charaeibae vel Karaibi Dicuntur. Rev P. Heiron Zancarolus, O.S.F., 7 vols., Venecia, 1723. (N. del A.)

* “La Isla de Santiago, dotada de tantos recursos, de tanta abundancia y de tanta hermosura, casi parece un rincón del mismo Cielo, pero, a causa de las ímprobas y depravadas costumbres de los isleños, por la jactancia, la lujuria y la glotonería no sólo de los galos sino también de los negros, la Isla de Santiago ha de ser considerada, en justicia, como la peor de todas las otras islas y precisamente por eso, en verdad, como un rincón del Infierno”. (N. de la T.)

[2] El mismo fenómeno tuvo lugar en Haití. (N. del A.)